No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

sábado, 28 de febrero de 2015

Y en el país de los tuertos...


Y en el país de los tuertos…:

            A lo largo de la historia siempre ha habido una disputa radical, original, que ha movido a la humanidad, que ha generado e impulsado los movimientos sociales y la propia marcha de nuestra especie; no es otra sino la batalla ancestral y primigenia que se libra desde la noche de los tiempos: los fuertes contra los débiles. No resulta difícil de ver y sin embargo parece muy tentador negarla o al menos tergiversarla interpretando los papeles. Es fácil pensar que los fuertes no son los descendientes de una casta guerrera y gobernante, que de alguna manera los fuertes están abajo, y que son fuertes por su tenacidad, que la perseverancia en un mundo hostil y la resignación son virtudes, que la aceptación de la pertenencia a una casta social desprestigiada y ahogada en la miseria ha de tener recompensa. Que tal retribución es sin duda lo justo. Sin duda podemos tomar ese discurso y darle las vueltas necesarias, argumentar de un modo u otro, tendenciosamente, para sacar a relucir un cierto victimismo herido. Y por otro lado vemos una realidad que –decimos– nos desgarra: los fuertes vencen, los débiles caen derrotados. Y lo cierto es que luchamos en ocasiones contra nuestra propia naturaleza e inventamos treguas para nuestra propia idiosincrasia ávida de poder. Las revoluciones sociales son una prueba de ello: tan sólo cambiamos papeles, el poder sigue ahí. Lo importante es quien lo detenta.
            Últimamente se nos vende la idea de que una persona, por el solo hecho de ser, por ejemplo, un minusválido, merece comprensión y nuestro reconocimiento porque nos avergüenza sabernos en mejores condiciones, ya sean físicas o psicológicas. Porque nos avergüenza saber que sin la medicina moderna los minusválidos no existirían. Algo tan espontáneo nos llena de culpa. De alguna manera son accidentes afortunados, pero lo cierto es que la naturaleza en principio no iba a permitir que esos individuos, con sus taras evidentes, se reprodujeran. La selección natural dicta que la función no hace al órgano, sino que el órgano hace la función: esto es, entre los animales –también entre los humanos– sobreviven sólo los más aptos, en términos evolutivos –y algo más exclusivos– la carga de mayor responsabilidad se encuentra en los que presentan mutaciones que mejoran a la especie. En cualquier caso, la teoría viene a decir que los individuos válidos son también los que se reproducirán. Evidentemente los avances tecnológicos –que permiten que aquéllos que iban a morir, vivan– influyen decisivamente en algo que no es otra cosa sino la selección natural en toda su imparcialidad. No se trata de moralidad, la naturaleza es neutra y amoral, los términos de la ética le son completamente ajenos y cualquier consideración al respecto no es más que palabrería. La verdad es que los fuertes sobreviven y los débiles mueren. Nos han dicho que debido a esto debemos sentirnos culpables. Y no nos sentiríamos culpables si no supiéramos que, de alguna manera, son inferiores a nosotros. Es por eso que tratamos de ayudarles con ahínco en la más torpe sobrecompensación, es por eso que, en el fondo, no les tratamos como a gente normal, que –de alguna manera– somos conscientes de la profunda diferencia existente entre ellos y nosotros y que nosotros, los que estamos por encima, debemos hacer algo para mitigar el efecto que produce la vida misma que se torna cruel repentinamente. Pero no son víctimas en poder de otros hombres, son sólo personas que viven únicamente porque la ciencia lo permite. Y no obstante siempre nos queda claro, como una astilla clavada en nuestro modo de procesar la información, que ellos debilitan a la raza humana. Que, si tienen descendencia, sus genes serán transmitidos y que esto nos doblegará o al menos hará que avancemos con una mayor lentitud y llevando una carga en nuestro camino.
Los pueblos fuertes se deshacen de aquellos individuos que resultan perjudiciales a través de diversos medios en todos los ámbitos: en el terreno de la justicia podemos encontrar prisiones o condenas más o menos severas, en términos de salud mental hallamos centros psiquiátricos con una política de visitas endeble y poco dada al sentido del humor, en términos de simple salud social, barriadas enteras de gente que muchos otros han considerado indeseables, ya sean drogadictos, okupas –con “c” o con “k”– o sin techo.
Con respecto a los minusválidos hablar de castración o de reclusión es sin duda una barbaridad, pero permitir un nacimiento que obviamente va a debilitar a la especie entera a largo plazo a expensas de la calidad de vida de numerosos individuos, no es sino una insensatez, sobre todo teniendo en cuenta que, en muchos casos, los padres tendrán que cargar con los problemas de sus hijos y el gobierno destinará cantidades ingentes de dinero a ayudar a quien, también en bastantes casos, no tendrá una existencia digna.
Lo que sugiero y propongo es una medida algo más moderada: no salvarlos, no invertir medios en ellos, permitir que el mundo se llene de una vida que no va a sufrir así. Y hacernos un favor a todos porque lo que nos jugamos no se puede medir en términos de una vida humana llena de egoísmo. Hablamos de una especie entera que debe mejorar.

sábado, 14 de febrero de 2015

El incienso, el humo y el viento


A miss Carrousel.

El incienso, el humo y el viento:

Nace la llama, la barra de incienso palpita, se incendia, y queda una brasa naranja y brillante y su lenta consunción. Las cosas podían haber sido de otra manera, pero las cosas son, sobre todo, las cosas. El atardecer juega al escondite con los árboles mientras yo me transformo en los rayos del sol que atraviesan el bosque. Pienso en aquellos días de lluvia secándose ante la primavera. Te echaba de menos, pero sentía alegría porque me sabía capaz no de sufrir ante tu ausencia, sino de celebrar el hecho de que quería entregarte el juego de las horas que no existen. La tristeza no me hacía sufrir, simplemente contemplaba una careta apenada que nadie llevaba y sentía la importancia de quien no estaba moviéndose, como el humo ante mis ojos. Era como estas volutas que se deslizan ahora, abriéndose huecos en el espacio mismo para disiparse después. Era como este humo, como este incienso. El olor es dulce e intenso. Recuerdo que la imaginación estaba vacía de imágenes, de rasgos, de contratiempos. Se llenaba con discursos, versos que nacían y morían al amparo de un amor no correspondido, ¿contratiempos? Yo me sentía feliz, porque sentía que debía agradecerte todo cuanto me estabas enseñando. Ha pasado casi un año desde entonces, y sigo sintiéndome agradecido. Me sigo sintiendo feliz de haber tenido la oportunidad de amarte y comprender que no necesitaba nada de ti, ni si quiera tu amor. Por supuesto que me hubiese gustado recibirlo, seguramente nos habríamos descubierto entre sorpresas, entre risas y entre sábanas, a través de susurros de tinta, entre días y noches y abrazos, a través de caricias sin cuerpo, más allá del camino que dejan todos los silencios. Pero te amé sin más, sin pedir nada. Por eso trato de rendirte homenaje con lo que no llega a ser un pedazo de alma consumiéndose en estas letras a las que da vida. Te escribo ahora ante el incienso ardiendo… esto no es nada especial. Se trata de honrarte a ti. Ni siquiera se trata de honrar a quien tú creas que eres. Yo no conozco a quien tú crees que eres. Me enamoré de quien eres. No hay nada, pero eres tú. Eres tú. No hay una chica preocupada ni no preocupada, no hay una chica feliz ni infeliz, no creo que haya una chica siquiera, hay un vacío infinito que se llena con cada respiración. Claro que es lo mismo que sucede en cada evento y momento del mundo y claro que es pura casualidad o causalidad que me hubiera enamorado precisamente de este vacío bajo esa forma tuya que nunca supe. Y me sentía desaparecer y te sentía desaparecer, no porque hubiéramos de ser eliminados como un error sistémico en detrimento de alguna otra cosa, sino como el humo del incienso quemándose que está ante mí. Incienso quemándose, fragante, frágil y errabundo. No es que no supiera verte, tus rarezas, tus defectos, tus virtudes, no es que no te supiera ver dividida. Éramos sinceros, somos sinceros. Pero te sabía ver debajo de cada pequeña faceta tuya, debajo de cada pensamiento, de cada sentimiento, de cada vibración. Me encantaba compartir lo que compartía contigo, por supuesto hay algo importante que sigo compartiendo contigo. El humo tampoco tiene forma y a nadie se le ocurriría decir que no es. Tú no eres las palabras que has elegido, ni las que algún otro ha elegido para ti, de modo que espero que disculpes mi atrevimiento al tratar de describirte con ellas. Si te sirve de consuelo soy consciente de que es una ilusión, un personaje más relatándose a sí mismo. Por eso te veo debajo de las preguntas, debajo de las respuestas, jugando al escondite con el bosque. Por eso te veo bailando con el incienso y sonrío. Porque me haces sonreír, siempre me has hecho sonreír. El incienso dibuja su viaje a través del viento, dándole forma también a él, compartiéndose como hubiéramos hecho tú y yo. En realidad ni el humo ni el viento desaparecen en un poema, lo que ocurre más bien es que sin perder ni un ápice de sí mismos no se les puede relatar como algo distinto. Se dibujan juntos, sin palabras, contorsionándose en un único movimiento. Y lo cierto es que, aún hoy, y aunque no te ame, sé que es algo hermoso. Y te lo dije: eres algo hermoso.
Puede que lo haya mencionado antes: este texto no es gran cosa, es sólo el movimiento de la memoria ondulándose, prendiéndose y apagándose como esta barra de incienso de la que ahora me despido. El atardecer se quedará en el bosque.
Soplo las cenizas y sigo caminando. Tengo una cerveza a la que invitarte.
El olor permanece allí, lejos de mi presencia.
Es dulce e intenso.