No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

sábado, 31 de diciembre de 2016

Entrada de blog: Recuerdos


Entrada de blog: Recuerdos:

            Tú tenías catorce años y yo diecinueve y, como era lo único que había entre tú y yo, decidimos encontrarnos en la adolescencia.
De modo que nos bebíamos la noche, nos fumábamos las clases y medíamos el tiempo en amores hechos.
Como no sabíamos nada, pensábamos que lo sabíamos todo. Los errores se acumulaban en nuestra cuenta y al despertar cada mañana volvíamos a la vida para cuestionárnoslo todo, ser libres y opinar que el mundo estaba mal.
Miles de orgasmos se deslizaban por nuestras piernas y todo aquél que no nos conocía nos llamaba “hermanas”, porque siempre estábamos hablando o riendo. Nuestras conversaciones eran días enteros en la cama, juntas.
Evoco nuestra juventud jugando bajo la nieve de hojas de otoño, soltando bromas sin palabras.
Siempre nos reímos, durante años y años, y eso es algo que, al recordarlo hoy, me encanta. Y me acuerdo de cuando iba a buscarte al instituto y nos masturbábamos y nos besábamos entre los coches, delante de la puerta de tu casa, porque hacía calor en primavera.
Pero, ¿sabes? En realidad te escribo por esa vez que dormimos en aquel camping, en una cabaña en el bosque, con esos dos chicos. Creo que nunca he dejado de pensar en eso. Nos dieron de fumar porros muy cargados, ¿te acuerdas? Y al principio, bien, hablábamos de videojuegos, disfrutábamos de chocolate gratuito y tal, pero poco a poco nos fueron empezando a dar miedo. Yo te miraba y lo veía en tus ojos: estabas tan acojonada como yo. No recuerdo qué decían exactamente… sin embargo había algo en sus palabras que hizo que saltaran todas nuestras alarmas. Empezaron a resultar amenazantes, la amabilidad que habían desplegado al principio se había disipado, las historias que contaban habían adquirido súbitamente un tinte grotesco y violento, la forma en la que se dirigían a nosotras había cambiado. Y ellos se reían y nosotras nos sentíamos incómodas y acorraladas por momentos.
Sé que tenías sueño, supe que te dormirías, mi hermana: habíamos estado todo el día de aquí para allá y al día siguiente nos íbamos a pegar una paliza correteando por la montaña, y después de esa fumada se te cerraban los ojos pese al temor. Y, no sé por qué hay gente que lo confunde, pero una cosa es una fantasía y otra la vida real, a mí las agresiones sexuales me provocan un terror enorme, ya sabes lo que me pasó con mi padre, por eso siempre leía espantada sobre el tema, quizás de forma algo masoquista.
Pero estábamos ahí, juntas, y uno de los dos, no el grandote sino el musculado, taponó parcialmente la puerta de salida con su litera. Y encendía y apagaba ese extraño mechero que tenía todo el rato. Y yo estaba muerta de miedo.
Así que no me quité las lentillas.
Bajé de la cama y me preguntaron que qué coño hacía ahí rebuscando en mi mochila, de forma muy desagradable. ¿Y qué iba a estar haciendo? Pues coger el móvil, ¿por qué les tenía que dar explicaciones a esos dos? Les dije que no estaba haciendo nada, mientras, le escribí un mensaje a un amigo, dormía casi en la otra punta del camping, pero bueno, por si acaso.
Me quedé toda la noche despierta.
Recuerdo que había un agujero en el techo y que no dejaba de mirar a las estrellas y contar los segundos. Los dos chicos se movían en la oscuridad, se escribían mensajes en silencio –estuvieron escribiéndose durante una hora como poco– y el fuerte jugaba con su mechero, afortunadamente no se atrevieron a salir de la cama.
Me gustaría pensar que fue porque yo estaba allí, de pie, junto a la puerta y dispuesta a abrirla y gritar muy fuerte y correr y salvarnos. A la cama no me volvía.
Al final se acabaron durmiendo, pero yo me quedé allí por si acaso.
Veía fogonazos de luz a veces, supongo que por la mezcla de cansancio y drogas. Esperé durante horas, luchando contra el sueño, cabalgando el terror.
Y recuerdo que al amanecer te acaricié y seguí ahí, apoyada en la pared, con los brazos cruzados y cara de malas de pulgas, también por si acaso, hasta que abriste tus preciosos ojos verdes y te vi sonreír, te levantaste y pude besarte y pudimos marchamos.
Y pensé que eras la chica perfecta para mí y que siempre lucharía por defendernos.

lunes, 31 de octubre de 2016

Ceguera


Ceguera:

La ceguera no es la oscuridad insondable ni se trata de un continuo de color negro, eterno y opaco ante los ojos, como un velo o un telón ante una experiencia visual que no logra hacerse un hueco en la existencia.
La ceguera no es de color blanco tampoco, Saramago me perdone, no tiene nada que ver con la visión: si lo tuviera, no podría ser su negación.
Tal vez debido a eso he llegado a la conclusión de que ustedes los videntes no tienen la más remota idea de qué es la ceguera y, si les es de algún consuelo, tampoco los invidentes tenemos la imaginación suficiente como para concebir lo que la visión supone. ¿Colores, luz? Imagínense por un momento que todas esas metáforas que ustedes utilizan para referirse al conocimiento, la bondad o la obviedad sólo fueran un juego de palabras, comprensible sí, pero totalmente hermético.
Por otro lado la ceguera tampoco es el motor de este relato, es sólo un punto de partida.

Mi casa no es más que una serie de espacios que cobran forma en relación a mi cuerpo. Mis manos me descubren el mundo: experimento, por ejemplo, un tacto duro y levemente estriado y el olor a madera, el cristal que huele a polvo, la televisión contándome historias a medias. Y nada parece ser nada hasta que al otro lado de la piel adivino el contorno de cada figura, de cada esquina y cada pared. Los marcos de las puertas se deslizan bajo mis palmas y entonces asiento sabiendo dónde me encuentro. Mi casa y mi relación con ella no tienen demasiado interés, con la salvedad de que es el escenario en el que se mueve la narración de una ciega.
Le añadiremos a la historia un dramatismo circunstancial, como lo son todos: mi perro lazarillo había muerto hacía un mes y, pese a lo necesario que se me hacía, me sentía demasiado abatida como para adquirir otro. Me tildarán algunos de sensiblera –quizás hasta de estúpida– cuando la palabra sustitución me viene a la cabeza en un reproche, y no me importa: un perro es alma y familia, y no debe tomarse a la ligera. Siempre he considerado que la ausencia y el dolor de la pérdida son menos cruciales que la soledad en esta clase de testimonios incomprensibles, como les expongo un poco más adelante. Por otra parte la tristeza de mis entrañas se había extendido por la casa y mis visitas me insinuaban muy cuidadosamente que todo parecía descuidado y yo era consciente de que todo parecía viejo entre el abandono. Comprenderán ustedes que la invidencia no es óbice para entender lo que le rodea a uno.

No dejo de pensar que la tristeza nunca hubiese podido hacerlo, porque no inventaba nada para subsistir, sino que se alimentaba de sí misma, pero a la soledad le resultaba fácil difuminarse en percepciones inexplicables para llenar el vacío que engendraba. Éste es el otro punto de partida.
Y es que, un día, sin que mediara ninguna clase de acontecimiento previo, escuché tres golpes, como si un puño poderoso fuera descargado sobre una robusta puerta de madera.
No habría sido nada del otro mundo si yo hubiese tenido acaso alguna puerta de madera recia y sólida a la entrada de mi casa. Tampoco hubiese sido nada especial si aquel estrépito hubiese surgido al otro lado de alguna puerta, vibrando en los nudillos de algún visitante, y no a través de una pared del salón.
Y, por último pero no menos importante, he de confesar que era bastante llamativo que el estruendo se escuchara como si hubiera provenido del otro lado de una pared que da a la calle en un cuarto piso y sin balcón.

Sentí terror, y quizás a ustedes no les parezca para tanto en comparación con lo que acabo de narrar, pero tras lo siguiente que ocurrió entré en pánico: un escritorio que tenía en el salón, al aproximarme a la puerta de casa, se deslizó con un crujido estridente sobre el suelo y me bloqueó el paso y el acceso al manillar de la entrada principal. Y en pánico uno o se detiene o corre, pero pierde toda capacidad de orientación.
Por motivos obvios, me quedé paralizada y muerta de miedo.
Mientras tanto los segundos devoraban el tiempo.
En algún momento otros tres golpes poderosos volvieron a escucharse, esta vez desde la puerta principal, transformándose en el sudor frío de mi nuca.
Y me pareció comprender algo –o quizás era que quien llamaba había comprendido algo– y, aunque aún estaba en tensión, comencé a sentir un extraño sosiego que, pese a todo, parecía ajeno.
–Puedes pasar –dije.
Fue entonces cuando mis sentidos olvidaron cualquier vestigio de lo que podía ser verosímil o cabal, cuando cualquier referencia a aquello que me rodeaba no hubiese sido más que endogámica en su palabrería. Y fue entonces cuando empecé a escuchar sonidos que nunca podrían proceder de gargantas humanas.
El eco de gemidos perdidos resbalando por el orgasmo, palpitando como un ligero dolor de cabeza en la lengua, mientras el metal de algún otro mundo chirriaba pesado en mis oídos, a un ritmo constante.
Mi salón pareció cerrarse contra la angustia y pude notar una vibración en el aire, cercana a un zumbido roto y sin cadencia. Su fuente estaba ante mí, por alguna razón pensaba que se trataba de algo humanoide, esos temblores llegaban desde lo que suponía que sería su cabeza.
Estiré mi brazo para tocarlo.
Me detuve a medio camino.
Mis dedos se encogieron y entonces entendí que eso, fuese lo que fuese, me hablaba sin voz alguna: no había sonidos en mi cabeza, sólo ansiedad, vértigo y agonía chocando contra lo que yo pensaba que era la palabra.
Te daré visión y te haré un hijo, humana, sin dolor –me hizo saber aquello que se hallaba en mi salón.
–¿Puedo negarme a tu propuesta? –tanteé. Me sentía extrañamente tranquila, como si la presencia de aquel ser me reconfortara de alguna manera.
Sí.
–¿Cuál es el precio a pagar si acepto?
La corrupción, es más una consecuencia que una deuda.
–Entonces creo que ya te hemos hecho el trabajo: ¿estás familiarizado con el término parlamento?
Es la escritura de un libro sagrado en defensa de sus autores –pareció asentir.
–¿Existe algún lazo entre tú y yo?
Aaahhh… Sí.
–¿No crees que lo último que necesita el mundo es otra Pandora, otra Mujer que traiga el Mal?
La corrupción humana pasa por el desequilibrio.
–¿Y crees que voy a aceptar un hijo de…?
Un vástago de apariencia enteramente humana.
–¿Y crees que voy a aceptar un hijo y la visión a cambio de corromper aún más a la especie humana?
Sonreía. No puedo decir por qué lo sabía: probablemente aquella cosa no tuviera boca siquiera, pero sonreía entre los segundos y mi cuerpo.

Exacto.

viernes, 30 de septiembre de 2016

La Inquisición del Tiempo

La Inquisición del Tiempo:

Aquella mañana, al despertar, alguien le apuntaba con un arma.
Y tal vez no maduró una reflexión a las alturas de la situación, quizás porque cuando madrugaba le costaba conectar con la realidad, quizás porque el whisky de ayer aún circulaba con entusiasmo por su torrente sanguíneo o quizás porque observar el cañón de una pistola a menos de dos metros no era tan estimulante como toda una variopinta saga de maleantes parecía haber considerado a lo largo de la historia. Sus reflexiones pasaron, de alguna forma, por aspectos más bien accesorios, tales como: ¿esa persona que le apuntaba había estado esperando, estoica, en una postura efectista, a que él se despertara? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Acaso no tendría el brazo agotado y entumecido? ¿Querría hielo?
Cuando una voz de mujer se liberó en el aire, más allá de la penumbra del alba, empezó él a preguntarse si era el mundo el que seguía soñando:
–He venido desde el futuro para matarte –dijo la mujer.
En este punto, y aceptando lo surrealista del asunto, se preguntó qué podía haber hecho para suscitar tal animadversión por parte de nadie o qué demonios iba él a llegar a hacer más adelante. Después volvió en sí y pensó en que a veces ocurría que algún otro estaba como una cabra. De un modo u otro, y en su opinión, eligió mal sus palabras:
–¿Puedo desayunar? –en respuesta escuchó la pistola amartillada, así que decidió tomarse unos segundos antes de replantear su oferta–. ¿Puedo explicarte por qué no puedes ir al pasado a hacer algo? Podemos desayunar mientras tanto.
–Nadie se va a mover de donde está –aseveró ella imperiosa, él, en respuesta, se reclinó con cautela–. Habla –ordenó ella.
–Si una persona viaja al pasado con el fin de hacer algo –comenzó él a exponer–, y dado que las consecuencias de la hazaña cambiarán el devenir de los acontecimientos, el motivo por el cual uno viaja en el tiempo queda anulado. Dando un ejemplo prosaico: te propones viajar para matar a Hitler, si lo asesinas, su amenaza o aquel motivo concreto por el cual lo mataste ya no existe, ¿por qué motivo viajaste al pasado entonces? La conclusión lógica es que no lo hiciste. Por ese motivo no me has matado aún. Todo esto, contando, claro, con la muy improbable posibilidad de que no estés loca… –trató de morderse la lengua demasiado tarde, pero ella seguía escuchando, de modo que él continuó hablando–. Si quieres poner fin a mi vida… En fin, no puedo decir que me guste la idea, pero me gustaría menos aún que la narrativa de mi muerte tuviera que ver con presupuestos de la ciencia ficción más barata.
–Hay épocas de la Historia que, por heréticas, deben ser erradicadas.
–Es un halago terrible –afirmó él, ella no respondió inmediatamente.
–No puedo hacer ningún movimiento: ni volver a un futuro incierto, ni matarte.
–¿Qué ha ocurrido –inquirió él en un intento de desviar su atención– con el resto de misiones para restaurar o borrar periodos históricos? ¿Es ésta la primera?
–¿Qué clase de pregunta es ésa? ¡Por supuesto!
–Tal vez haya alguna posibilidad de que vuelvas a otro universo divergente en el tiempo: el camino se separa en dos y aunque en tu universo de origen no hay cambios, en otro sí. Básicamente, en uno Hitler está muerto y nunca ha habido II Guerra Mundial, en el otro sí.
–Ahora no estoy segura… –comentó ella pensativa–. ¿Dónde estamos…? –y tenía que admitirlo: le extrañaba un poco que el primer impulso de aquel hombre no fuese su propia supervivencia.
–¿En el espacio que queda entre la Historia y una paradoja de lo más idiota? Sí, es mi casa.
–Si los viajes retroactivos son imposibles cuando están condicionados por un objetivo concreto, ¿qué ocurre con mi Dios y sus dogmas? –se preguntó ella.
–Creo que me falta información suficiente como para responder a eso pero, ¿si hubieses venido del futuro, estamos seguros de que tendrías una pistola Glock para deshacerte de mí?
–No estamos familiarizados con el concepto de “misión encubierta”, por lo que veo… –replicó la mujer.
–¿Lo de joderme la mañana también es sarcasmo?
–Mi Dios me da sentido del humor ante la adversidad –ambos se dieron unos segundos de respiro–. ¿Dónde estamos? –se repitió a sí misma, absorta, estirando el brazo. Un calendario que había colgado en la pared salió disparado hasta su mano.
Él trató de recomponerse, sin apenas dar crédito al hecho de que objetos inertes fueran volando alegremente por su habitación, al tiempo que ella leía el mes y el año en el calendario e intentaba señalar uno de los días con movimientos inciertos mientras ponía cara de estar revisando cálculos matemáticos muy complejos.
–Estaba pensando… –intervino él sacándola de sus reflexiones– si viajas al pasado tiene que ser de casualidad… ¿Y cómo coño se viaja al pasado? No me digas “agujeros negros”, por Dios.
–Primero: no blasfemes, tengo una pistola y el Universo entero y su conciencia es Dios; segundo: agujeros negros desde el otro lado, haz caso a la tía loca que te está apuntando con un arma; tercero: quiero desayunar y, sí, tengo una pistola, así que prepárame unas tostadas –dijo, irritada–. Estuve entrenando durante… –no continuó la frase, él pensó que tal vez se trataba de información confidencial o tal vez era esa clase de cosas que se empiezan a decir en voz alta y se terminan de pensar en silencio; ella reparó con estupor en que no lo recordaba en absoluto y empezó a dudar–. Esto… esto es incompatible con la Fe, y me cuesta entender qué hago aquí o cómo he llegado… o qué es este sitio o qué somos nosotros.
–No sé, quizás se haya desgarrado el tejido de la mismísima existencia... –sugirió él sin convicción–, da cierta perspectiva sobre las cosas, ¿no? –dijo con una sonrisa cínica–. ¿Mantequilla y mermelada?
El hombre se levantó y se dirigió a la cocina. Desapareció por la puerta con una tranquilidad descontextualizada y fue en ese instante cuando ella empezó a adueñarse de la situación:

¡Mierda!
¡Qué tonta he sido!
Repasemos los elementos en discordia.
Uno: me encuentro de repente en una situación carente de sentido.
Dos: tengo conciencia del viaje en el tiempo que creo haber realizado y de una especie de periodo de instrucción precedente, pero cuando intento acceder a los detalles de mi memoria, esas pequeñas porciones de recuerdo se convierten en una nebulosa de datos mudos, como si no pudiera enfocar un paisaje.
Tres: aquí hay un hombre muy amable con el que siento una conexión empática de lo más sospechosa y que, lejos de preocuparse por su propia vida y muerte, parece obsesionado con desayunar y hacerme dudar de mi credo.
Cuatro: soy muy consciente de que hay una Iglesia para la cual realizar una quema de libros, ideas y personas es un quehacer cotidiano. Son la salvaguarda de nuestra Fe, ¿pero realmente tienen el poder de quemar el tiempo? Desde aquí sólo parece un error en su ideario, por varios motivos.
Cinco: no hay tanta diferencia entre una realidad fragmentada y una simulación inducida.
Seis: he dudado de mi fe en un espacio que, en principio, no existe.
O bien me estoy volviendo loca, o bien esto es una tortura sin daño y mi confesión ante el Tribunal de la Inquisición.

Mis ojos tomaron contacto con el aquí y el ahora.
Y, desafortunadamente, no había perdido el juicio.
Yo estaba sentada y ellos de pie.
Había visto esta Sala de la Curia con anterioridad, aunque sólo en formato de imagen.
Mi respiración se aceleró, como si cayera vertiginosa por un precipicio, porque, al contrario que ese afable cretino de las tostadas, yo sí sabía que iba a morir.
–¡¿Tengo que creer en un viaje en el tiempo sólo porque se me ha dicho que crea?! ¡¿Tengo que aceptar lo imposible?! –les grité desesperada.
–Tienes que obedecer al igual que hiciera Abraham cuando se le ordenó sacrificar a su hijo –respondió, impertérrito, uno de ellos.
El mundo perdía rápidamente su color, mi espíritu se quebraba y yo me sentía ya encadenada a mi suerte. Todo parecía lejano y sólo quedaba en mí una extraña debilidad, una convicción vacía, una pregunta sin contenido. Me sentía ajena a todo cuanto le daba significado a mi vida, como si de repente nada importara.
Y, quizás porque nada importaba, mi propia vida se convirtió en todo cuanto había en la balanza, y entonces supe con claridad que cualquier hombre a las puertas de la muerte daría cualquier cosa por un segundo más de vida, por la más remota posibilidad de ver el sol de nuevo. Este hombre lo cambiaría todo por sobrevivir y sería capaz de destruir a otro ser humano o negar al Creador si con ello fuese a obtener la garantía de su propia salvación.
Yo sólo podía rezar por un deus ex machina atropellado e irreal.
Sin embargo algo me decía que el Señor, habiendo percibido en mí la duda, no iba a escuchar mis plegarias pues no merecían la piedad de los ángeles.
Y los hombres deben ejecutar la justicia de Dios.