No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

jueves, 30 de abril de 2015

Negarlo todo

Negarlo todo:

            El pasador del pestillo quedó trabado con un sonido hueco y profundo. Ella, agotada, se apoyó contra la puerta. Suspiró dando un resoplido que convocaba toda calma que pudiera haber en la habitación, poca. Últimamente no dormía bien. Necesitaba un baño, se merecía uno. Fue al servicio, miró por la ventana. Se estaba nublando y tenía que poner flores en el alfeizar. Y estaría bien comprarse un perro para que le hiciera compañía.
Sonrió: no le gustaban esos pensamientos, creía que parecía una persona sola.
Se miró al espejo.
Veía dos ojeras oscureciéndose cada día más y cercándole sus ojos azules, observaba unos labios sonriendo en una mueca melancólica y rayana en lo desagradable, y contemplaba indecisa una barriga enorme. Le repugnaba su aspecto. No obstante se había dicho que tendría al niño. No tenía la culpa de nada de lo que había pasado. Iba a ser su primer hijo y era una historia triste. Ella quería cambiarla pero no se sentía bien, el embarazo le estaba dando problemas. Había gente que vivía todo aquello con una felicidad tan pura que despertaba en ella un sentimiento de ridículo agotado. No sabía por qué ella se merecía eso.
Y la soledad.
Y además estaban los sueños, extraños, oscuros, terribles. Pero no quería llamarlos pesadillas.
–Mátame –decía su bebé–. Mátame –una y otra vez.
Luego ella despertaba, se incorporaba a causa de la impresión, algunos días vomitaba, se encogía contra sus rodillas, comenzaba a temblar y lloraba.
Hoy procuraría relajarse.
Sacudió la cabeza, estaba en el agua, disfrutando de un baño caliente.
¿Su casa era así? El papel de las paredes estaba descolorido, el suelo estaba cubierto por planchas irregulares y pútridas ocultando la piedra bajo él. Los cristales tenían pequeñas manchas dejadas por una lluvia sórdida. De repente notó como la casa latía, fue una sensación totalmente clara, la más diáfana y oscura que había tenido nunca, como si la paranoia se instalase en la mentira de una calma aparente y las pesadillas estuvieran desgarrado su propio límite derramándose entre la realidad. El latido del piso llenó su propio corazón, sincronizándose en un ritmo lento, en una intensidad que se sentía como una enorme presión vaciando su pecho, llena de angustia.
Salió de la bañera sin secarse, las bombillas se sucedían colgando del techo, solitarias. Había algo sucio cubriéndolo todo.
¿Su casa era así? ¿Desde cuándo estaba en este lamentable estado? ¿Su casa era así?
Miró la puerta de entrada ante ella, sintió algo a su espalda trepando bajo un terror indeciso. Corrió hacia adelante y descorrió el pestillo.
La puerta no se abría y el mundo le cortaba la respiración abalanzándose sobre ella y empotrándola contra esa puerta que no la dejaba escapar. Golpeó la madera con los puños. Se hizo daño, moratones que se llenaban como sangre en una aguja hipodérmica. Su piel se hinchaba, el hueso la hería como si deseara salir de entre la carne.
Corrió hacia las ventanas, no se abrían. Intentó destruirlas arrojando una silla contra el cristal. No se rompía. Los vanos parecían licuarse en la pared, fundiéndose con la misma habitación, ella gritaba. Ella gritaba y lloraba. Sentía la casa a punto de hacerse añicos a su alrededor.
Rugía, pero ya era miedo y no odio lo que escapaba a través de su voz. Se acuclilló sollozando sin fuerzas, era una refugiada en la esquina del salón.
Se aproximó a la mirilla, dudó unos instantes, su estómago comenzó a constreñirse en una espiral imposible, empezó a devorarse tal vez para consumir su propio miedo que se había asentado tras el rencor más oculto, dolía. Al otro lado de la pequeña abertura circular que se asomaba desde la puerta no había visión. No veía negro, no veía absolutamente nada. Si miraba a través, no tenía ojos. A cambio oía el llanto de un bebé, berreando entre las sábanas de todas las noches en vela, pidiendo a su madre, implorando su mundo. Y después el mismo aire enrarecido cambiaba, más denso y vacío a la vez, y ella volvía a oírlo:
–Mátame –insistía su bebé una vez más–, por favor –suplicaba.
Dio dos pasos hacia atrás espantada. Se cubrió la tripa con las manos. Y bajo ellas comenzó a notar movimiento.
El tacto era viscoso, delgado, constante.
Vomitó al ver esos gusanos saliéndole a borbotones del ombligo sanguinolento, sobre su tripa redonda, arrancándole la piel, escapando de su interior. Y era tan doloroso que no podía ser algo suyo.
Tragó saliva mientras la cordura comenzaba a dudar de su propia presencia.
Y gritó. Fuerte, llena de lágrimas.
Y la sangre manaba y las larvas seguían naciendo, parásitos devorando su interior y sus sueños. Se los quitaba con las manos llenas de sangre, caían al suelo y comenzaban a moverse como latigazos contra su realidad. Y la sangre manchaba los tablones y el papel de las paredes. Ella se llevó las manos a la cara para no seguir contemplando el brillo de la bombilla que la iluminaba. Después, demasiado cansada como para seguir llorando, siguió quitándose esos parásitos que desgarraban su estómago en medio de su tormento y su terror. Dolía. Y caían. Y se movían.
Esto era una pesadilla…
¡Su casa no era así! Su casa no podía ser así…
Y los gusanos… ¡Y el espejo!
Al otro lado del espejo se vio a sí misma: trataba de decirse algo, parecía desesperada, como si sólo le quedasen unos pocos segundos y un puñado de palabras. Su reflejo golpeaba el cristal azogado con los puños y ella la miraba, con la vista perdiéndose entre lo que, desligado, ya no podía representar nada.
Apenas sí podía oírse.
Ya no entendía qué hacía allí, a ese lado del espejo.
Las palabras que se decía parecían no llegar, difuminándose en la disonancia que la separaba de sí misma.
Su casa era ésta, maltrecha, aguantando su respiración debajo de cada viga, soportando su corazón entre las grietas atrapadas, mientras los ciempiés comenzaban a salir para danzar con los gusanos.
Sin fuerzas, sin fuerzas…
El espejo se rompió, quizás había sido ella.
Quizás era lo único que podía romper.
Pero al otro lado del espejo alguien –una parte de sí misma– sentía un profundo dolor, totalmente distinto a todo cuanto pudiera acontecer en el interior de aquella pesadilla.
Un dolor desde fuera, extraño y sereno.
Pero que se iba apagando como un eco que se sabe mudo.

El jardín de la calle había reunido a dos vecinos que trataban de hacerse entender por encima del ensordecedor sonido de las sirenas, a este lado del cordón policial.
–Dicen que cogió un cuchillo y lo… esto… ex… extrajo, y murió.
–Es horrible.
–Dios, debía de estar loca.
–¿Cómo se llamaba?
–No lo sé…

martes, 14 de abril de 2015

Literatura de ésa

Literatura de ésa:

Miré a mi hija, estábamos comiendo un helado y tenía la cara manchada de chocolate.
–Skylar, tienes la cara manchada de pocholate –le dije en mi inglés macarrónico.
–Tú también, Chema –mi hija era adoptada, creo que por eso usaba mi nombre de pila al dirigirse a mí. Al principio me había preocupado un poco, pensé que quizás había algo en el vínculo que conformamos durante aquellos primeros meses que se había quedado fuera, como si el cariño tuviese una sola forma de aparecer en el mundo y repantingarse en el sofá.
–Empate –le respondí en español, sonrió. Estaba aprendiendo mi lengua a toda velocidad a pesar de que en aquellas tierras el extranjero era yo.
¿Qué podía yo enseñarle a mi hija?, me había preguntado más de una vez, y sobre todo, ¿cómo?
Pasábamos las tardes bailando Smash Mouth o el bebop de Charlie Parker (por poner sólo dos ejemplos), jugábamos a videojuegos, solía ocuparme de que hiciera los deberes y le preguntaba sobre lo que iba estudiando para que profundizara en las razones últimas de su aprendizaje y de su conocimiento, y procuraba que se atreviera a todo con total libertad. Sin embargo era extremadamente duro educar a un hijo –una tarea difícil donde las haya–, exigía todo el tiempo del mundo (todo absolutamente), saber cuándo ceder a los acontecimientos, saber cuándo hablar o cuándo callar, saber qué decir si tocaba decir algo y, sobre todo, saber que por más que uno se llenara la boca de palabras con sabor a promesas y a bondad, lo que importaba era lo que se hacía y cómo se hacía, cómo se enfrentaba uno a los problemas, con qué mentalidad se dirigía a la vida o de qué forma trataba a los que le rodeaban, porque eso era lo que el niño iba a aprender. Sí, era difícil, pero a cambio todo en casa eran sonrisas. Bueno, casi todo, que a veces la niña era como para matarla… como aquella vez que formateó el ordenador por error (bendito disco duro externo). Era una alegría de cría. Además yo me estrujaba los sesos cuando se iba a dormir, después de que leyera un rato, para contarle un cuento cada noche, o para seguir el relato de la noche anterior, aunque si no se me ocurría nada cantábamos canciones.
El día anterior había estado narrándole una aventura sobre un mago y un príncipe que se daban besitos en una torre y venía una guerrera diciéndole al mago que liberara al príncipe, que ella había llegado hasta allí para rescatarle.
–Chema –me dijo Skylar–, ¿por qué la caballera va a salvar al príncipe?
–Porque cree que es lo que debe hacer, porque le han dicho que el príncipe está en peligro. No ha podido contrastar la información.
–Bueno, pero… él es un príncipe, ¿no lo es?
–Ajá…
–¿Entonces por qué la chica no thinka que él hace lo que quiere?
–Es que se decía por el reino que el mago quería domesticar a un dragón y que iba a hacer un ritual que requería del príncipe para invocarlo y eso... muy loco todo.
–Ok… pero es lo que los dos quieran, ummm… quieren hacer y no tiene nada de malo, ¿lo tiene? Un dragón… mola… –murmuró sonriendo– ¿lo tiene?
–Nada.
–Pero él –siguió Skylar– no necesita que nadie lo salve… Y ella quiere llevar al mago abajo pero, Chema, ellos son felices. Eso es lo único que importa, ¡se quieren!
–Claro que son felices, por eso cuando ella llega a la torre y ellos escuchan unos ruidos al otro lado de la ventana, le dicen que suba, que se va a matar, y le tiran una cuerda para que la pobre llegue hasta ellos, trepe por el alfeizar y...
–¿A quién se le ocurres escalar una torre? –me interrumpió– ¡Dentro hay escaleras! –se quejó Skylar estirando los brazos como presentando lo obvio ante ella.
–Es… ¿la tradición? –no sabía qué responder, pero lo estaba pasando en grande.
–Oye, ¿y el príncipe fue voted por todo el mundo en el reinado?
Solté una carcajada.
–Los príncipes no se votan, sólo mandan en un reino determinado (el suyo, concretamente). Es poder hereditario –me mira con cara extrañada y le traduzco al inglés.
–Qué asco. Pero ya sabía que los reyes no se votan, ¡ya lo sabía! Lo que pasa es que en tus historias metes cosas raras… –aclaró ella amohinándose–. ¿Puedo ser la cabellara, ummm… la ca-ba-lle-ra? Así aprendo que los dragones molan, y quiero que me dejen volar en dragón. ¿Seguro?
–Claro.
–That’s grand, grand, grand! –dijo saltando de repente sobre el sillón. Ya decía yo que llevaba demasiados segundos sentada y quietecita… A ver cómo consigo yo ahora que se vaya a dormir. No tenía pinta de que fuera a parar…
–Not smiting, but riding dragons! –gritaba mientras saltaba entre los cojines.
–Skylar, the dragons’ rider! –decidí seguirle el juego un poco, aún tenía tiempo antes de tener que ponerme firme con eso de ir a la cama.
–Hell yeah! Taste my fire breath! –se puso a gruñir y a correr por el salón como si fuera un jinete de dragones: guerrera y dragón a la vez.