Negarlo todo:
El pasador del pestillo quedó trabado con un sonido hueco y profundo. Ella, agotada, se apoyó contra la puerta. Suspiró dando un resoplido que convocaba toda calma que pudiera haber en la habitación, poca. Últimamente no dormía bien. Necesitaba un baño, se merecía uno. Fue al servicio, miró por la ventana. Se estaba nublando y tenía que poner flores en el alfeizar. Y estaría bien comprarse un perro para que le hiciera compañía.
Sonrió: no le gustaban esos pensamientos, creía que parecía una persona sola.
Se miró al espejo.
Veía dos ojeras oscureciéndose cada día más y cercándole sus ojos azules, observaba unos labios sonriendo en una mueca melancólica y rayana en lo desagradable, y contemplaba indecisa una barriga enorme. Le repugnaba su aspecto. No obstante se había dicho que tendría al niño. No tenía la culpa de nada de lo que había pasado. Iba a ser su primer hijo y era una historia triste. Ella quería cambiarla pero no se sentía bien, el embarazo le estaba dando problemas. Había gente que vivía todo aquello con una felicidad tan pura que despertaba en ella un sentimiento de ridículo agotado. No sabía por qué ella se merecía eso.
Y la soledad.
Y además estaban los sueños, extraños, oscuros, terribles. Pero no quería llamarlos pesadillas.
–Mátame –decía su bebé–. Mátame –una y otra vez.
Luego ella despertaba, se incorporaba a causa de la impresión, algunos días vomitaba, se encogía contra sus rodillas, comenzaba a temblar y lloraba.
Hoy procuraría relajarse.
Sacudió la cabeza, estaba en el agua, disfrutando de un baño caliente.
¿Su casa era así? El papel de las paredes estaba descolorido, el suelo estaba cubierto por planchas irregulares y pútridas ocultando la piedra bajo él. Los cristales tenían pequeñas manchas dejadas por una lluvia sórdida. De repente notó como la casa latía, fue una sensación totalmente clara, la más diáfana y oscura que había tenido nunca, como si la paranoia se instalase en la mentira de una calma aparente y las pesadillas estuvieran desgarrado su propio límite derramándose entre la realidad. El latido del piso llenó su propio corazón, sincronizándose en un ritmo lento, en una intensidad que se sentía como una enorme presión vaciando su pecho, llena de angustia.
Salió de la bañera sin secarse, las bombillas se sucedían colgando del techo, solitarias. Había algo sucio cubriéndolo todo.
¿Su casa era así? ¿Desde cuándo estaba en este lamentable estado? ¿Su casa era así?
Miró la puerta de entrada ante ella, sintió algo a su espalda trepando bajo un terror indeciso. Corrió hacia adelante y descorrió el pestillo.
La puerta no se abría y el mundo le cortaba la respiración abalanzándose sobre ella y empotrándola contra esa puerta que no la dejaba escapar. Golpeó la madera con los puños. Se hizo daño, moratones que se llenaban como sangre en una aguja hipodérmica. Su piel se hinchaba, el hueso la hería como si deseara salir de entre la carne.
Corrió hacia las ventanas, no se abrían. Intentó destruirlas arrojando una silla contra el cristal. No se rompía. Los vanos parecían licuarse en la pared, fundiéndose con la misma habitación, ella gritaba. Ella gritaba y lloraba. Sentía la casa a punto de hacerse añicos a su alrededor.
Rugía, pero ya era miedo y no odio lo que escapaba a través de su voz. Se acuclilló sollozando sin fuerzas, era una refugiada en la esquina del salón.
Se aproximó a la mirilla, dudó unos instantes, su estómago comenzó a constreñirse en una espiral imposible, empezó a devorarse tal vez para consumir su propio miedo que se había asentado tras el rencor más oculto, dolía. Al otro lado de la pequeña abertura circular que se asomaba desde la puerta no había visión. No veía negro, no veía absolutamente nada. Si miraba a través, no tenía ojos. A cambio oía el llanto de un bebé, berreando entre las sábanas de todas las noches en vela, pidiendo a su madre, implorando su mundo. Y después el mismo aire enrarecido cambiaba, más denso y vacío a la vez, y ella volvía a oírlo:
–Mátame –insistía su bebé una vez más–, por favor –suplicaba.
Dio dos pasos hacia atrás espantada. Se cubrió la tripa con las manos. Y bajo ellas comenzó a notar movimiento.
El tacto era viscoso, delgado, constante.
Vomitó al ver esos gusanos saliéndole a borbotones del ombligo sanguinolento, sobre su tripa redonda, arrancándole la piel, escapando de su interior. Y era tan doloroso que no podía ser algo suyo.
Tragó saliva mientras la cordura comenzaba a dudar de su propia presencia.
Y gritó. Fuerte, llena de lágrimas.
Y la sangre manaba y las larvas seguían naciendo, parásitos devorando su interior y sus sueños. Se los quitaba con las manos llenas de sangre, caían al suelo y comenzaban a moverse como latigazos contra su realidad. Y la sangre manchaba los tablones y el papel de las paredes. Ella se llevó las manos a la cara para no seguir contemplando el brillo de la bombilla que la iluminaba. Después, demasiado cansada como para seguir llorando, siguió quitándose esos parásitos que desgarraban su estómago en medio de su tormento y su terror. Dolía. Y caían. Y se movían.
Esto era una pesadilla…
¡Su casa no era así! Su casa no podía ser así…
Y los gusanos… ¡Y el espejo!
Al otro lado del espejo se vio a sí misma: trataba de decirse algo, parecía desesperada, como si sólo le quedasen unos pocos segundos y un puñado de palabras. Su reflejo golpeaba el cristal azogado con los puños y ella la miraba, con la vista perdiéndose entre lo que, desligado, ya no podía representar nada.
Apenas sí podía oírse.
Ya no entendía qué hacía allí, a ese lado del espejo.
Las palabras que se decía parecían no llegar, difuminándose en la disonancia que la separaba de sí misma.
Su casa era ésta, maltrecha, aguantando su respiración debajo de cada viga, soportando su corazón entre las grietas atrapadas, mientras los ciempiés comenzaban a salir para danzar con los gusanos.
Sin fuerzas, sin fuerzas…
El espejo se rompió, quizás había sido ella.
Quizás era lo único que podía romper.
Pero al otro lado del espejo alguien –una parte de sí misma– sentía un profundo dolor, totalmente distinto a todo cuanto pudiera acontecer en el interior de aquella pesadilla.
Un dolor desde fuera, extraño y sereno.
Pero que se iba apagando como un eco que se sabe mudo.
El jardín de la calle había reunido a dos vecinos que trataban de hacerse entender por encima del ensordecedor sonido de las sirenas, a este lado del cordón policial.
–Dicen que cogió un cuchillo y lo… esto… ex… extrajo, y murió.
–Es horrible.
–Dios, debía de estar loca.
–¿Cómo se llamaba?
–No lo sé…
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