No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

miércoles, 31 de agosto de 2016

El ancla del tiempo (II)


YES. AS PRACTICE. YOU HAVE TO START OUT LEARNING TO BELIEVE THE LITTLE LIES.
"So we can believe the big ones?"
YES. JUSTICE. MERCY. DUTY. THAT SORT OF THING.
TERRY PRATCHETT.

El ancla del tiempo (II):

Aquello no era un viaje en el tiempo, principalmente porque los viajes en el tiempo podían acabar con el protagonista de la historia podando su propio árbol genealógico o habiendo nacido a través de su propia contribución. Y el universo no solía querer meterse en esa clase de líos.
No, aquello era el tiempo cayendo en la cuenta de que tenía atados los cordones de los zapatos mientras el suelo se acercaba a toda velocidad.

Sukurlam se internó en la torre y comenzó a subir escaleras y escaleras, mientras se aferraba a la tela de araña de Astaroth.
Aunque en su ascenso la torre le pareció bastante más alta de lo que sugería desde el exterior, sólo había tardado siete horas y veintidós minutos en llegar a la cúspide entre arcadas de piedra y el azote de los vientos. Ahí arriba, mientras luchaba por recuperar el aliento, doblado sobre su pecho y tosiendo con cierto alivio triunfalista, unos hombres togados le dirigían una mirada llena de incredulidad.
El orbe brillaba, iluminándoles a todos.
Y el tiempo fluctuaba: los hombres, más que moverse, se encontraban en varios lugares al mismo tiempo, superponiéndose unas imágenes con otras.
–Responde, caminante, ¿cómo has burlado a nuestra guardia? –dijo uno de ellos, bastante anciano, más curioso que irritado. Al comprobar la incomprensión en el rostro de Sukurlam se volvió hacia el resto acusatoriamente–. ¿O acaso el sacerdote Marduk ha olvidado organizar los turnos de nuevo?
Uno de los hombres, visiblemente avergonzado, levantó el dedo índice:
–¿Alguien puede decirme de nuevo qué estamos haciendo aquí?
–Vamos a invocar Enlil para que recupere su trono entre los dioses –expuso uno de ellos, aparentemente cansado de repetirlo.
–¡Por supuesto que no! –replicó, indignada, una mujer a su lado–. Nosotros somos Los Cenobitas del Séptimo Sello –aseveró con orgullo.
–¿Pero esto no es El Círculo de la Quíntuple Memoria?
–¡Orden, hermanos y hermanas! –clamó el anciano–. Irya –le dijo a la mujer–, infórmale a…
–Nebu –aclaró el hermano del Círculo de la Quíntuple Memoria.
–Bien, informa a Nebu… y también al hermano Marduk, sobre su cometido en el ritual y sigamos adelante. Y la próxima vez me encantaría que no hubiera cambios de última hora.
Sukurlam carraspeó sonoramente, los sacerdotes se volvieron sin comprender qué hacía ese extraño aún ahí, sonriéndoles sin esconder su desagrado. A decir verdad eso no estaba del todo mal: a los hombres no tenía que gustarles estar delante de un sacerdote, tenían que sentirse incómodos. Después de todo, los dioses hablaban a través de los sacerdotes y los hombres no cumplían la voluntad de los dioses, de modo que los hombres no cumplían la voluntad de los sacerdotes, lo cual venía a ser lo realmente importante. Sin embargo a ese caminante que estaba ante ellos no parecía desagradarle la escena como a quien teme la cólera de la divinidad, sino como a quien mira un plato de berenjenas con escepticismo: faltaba el miedo, faltaban los mismos cimientos sobre los que la religión se erigía. ¿Para qué querría nadie un dios si no era para recordarles a los demás que se equivocaban y que acabarían en los infiernos por ello?
–Vais a forzar el flujo del tiempo alrededor de esta torre, sacerdotes, una afrenta que pagaréis con vuestras vidas.
–¡¿Ah, sí?! ¡Tendrás que empezar por la mía! –le desafió Marduk desnudándose y descubriendo un cuerpo viejo, escuálido y tembloroso, que parecía estar formado casi exclusivamente a base de nudillos.
–Me refiero a que el tiempo –comenzó Sukurlam con paciencia–, localizado alrededor de esta torre, se aferrará al pasado, creándose una distorsión entre lo que quede fuera y lo que quede dentro del área de efecto de ese orbe y, después, cualquier intento de cruzar esa frontera podrá ser mortal.
–Qué estupidez –respondió el anciano líder–, el tiempo es como un río, es el mismo para todos los ojos.
–El tiempo es una vasta tela de araña –le corrigió Sukurlam–, puede ondularse, pero se adhiere a todas las cosas, hagamos lo que hagamos nos atrapa y acaba con nosotros. Es precisamente por eso que podéis realizar este experimento: el tiempo puede no comportarse igual dependiendo de dónde estemos, habéis sido perspicaces, aunque por los motivos equivocados. Pero es precisamente por eso que hacéis el experimento: teméis a la muerte.
–¡Aquí nadie teme a la muerte, los dioses son nuestro refugio! –vociferó el anciano.
–Si se me permite –intervino Irya con cautela–, estamos aquí para investigar el presente, por aquello de que tan pronto como lo decimos es pasado y, más o menos, tan rápido como lo imaginamos el futuro pasa a través de nosotros. ¿Podemos ignorar a este hombre y finalizar el ritual antes de que Marduk se quede dormido? –interrogó esperanzada–. Demasiado tarde… –añadió tras echar una ojeada hacia atrás.
–El presente es lo único que experimentamos –sentenció Sukurlam–, mientras que la idea de presente es lo único que se evapora. Nosotros no podemos vivir en el pasado ni en el futuro –Marduk despertó de pronto debido a uno sus propios ronquidos–. Buscáis detener el tiempo, si lo ralentizáis aquí, a vuestros ojos, irá más rápido en el exterior. Pero si lo detenéis…
–¡Blasfemia! –zanjó el anciano líder.
–¡Es un problema matemático! –exclamó entusiasmado el hermano del Círculo de la Quíntuple Memoria, el cual no parecía involucrarse del todo en los objetivos de Los Cenobitas del Séptimo Sello–. Si aquí nos acercamos a cero, allí nos acercamos al infinito –dijo satisfecho, y tras la satisfacción su rostro dejó paso al más puro terror–. ¡Yo no quiero aproximarme a ese infinito! ¿No preferís invocar al dios Enlil? –suplicó–. ¡Los rituales del Círculo de la Quíntuple Memoria tienen la ventaja de que nunca llegan a nada!
Irya parecía titubear…
–¡No podemos rebelarnos contra las reglas que han dispuesto para nosotros, no estaría bien! –dijo la mujer tras pensar durante unos segundos una excusa sencilla y convincente, tratando de parecer razonable.
Como si los sacerdotes hubiesen llegado a un acuerdo en aquel instante, el brillo del orbe perdió intensidad.
Sukurlam decidió que era un buen momento para marcharse.
–¡Quedáis expulsados de la hermandad de Los Cenobitas del Séptimo Sello! –rugió el anciano líder, ocultando pobremente su impotencia, al tiempo que los acólitos huían escaleras abajo y le preguntaban a Nebu qué había que hacer exactamente para entrar en el Círculo de la Quíntuple Memoria.

Astaroth esperaba en el valle. Al ver al líder de la cábala, le saludó:
–Venerable Askar, tú que conoces tanto de la obra de los dioses y que con tanta necedad te consagras a su destrucción, habrás de reunirte con Nergal en el inframundo –dijo mientras le tomaba con una de sus gráciles manos, alzándole del cuello como si no levantara peso alguno–. Y tú, Sukurlam, serás rey –sentenció mientras la vida del anciano se apagaba entre sus dedos–, te lo garantizo por este mismo mundo que, posiblemente, has salvado. Diles a los demás sacerdotes que no recaerá sobre ellos mi ira. Ni tampoco habrá represalias sobre ti.
–Pensé que el orbe merecía otra oportunidad –indicó él, desvelándolo de entre sus ropajes y entregándoselo a la demonio.
–Conforme –ella lo tomó de entre las manos del futuro rey.
–Astaroth –invocó Sukurlam.
–¿Sí?
–Ya que tal vez haya salvado el mundo… aunque no estemos seguros de ello, ¿puedo hacerte una pregunta?
–Hazla.
–¿Qué son los dioses?
–Una mentira que se os prohíbe cuestionar.
–¿Con qué fin? –curioseó Sukurlam, sólo por conversar.
–Con el de ocultar las grandes mentiras detrás de ella: si no podéis cuestionaros la existencia de los dioses, ¿cómo vais a haceros preguntas de verdad?
–¿Y cuáles son las grandes mentiras? –quiso saber él, Astaroth sonrió divertida.
–Bondad, justicia, honor y todo eso. Los hombres necesitáis creer que existe un orden bajo las cosas, que podéis medir y juzgar el mundo en términos fácilmente comprensibles.
–¡Pero esas cosas existen! ¡El viento no mora en ningún lugar ni se ve si no es a través de aquello que embiste o acaricia, y sin embargo existe!
–Y no obstante el viento no embiste ni acaricia: únicamente es viento. El valor que le das es algo humano, hecho a tu escala, hecho para juzgar lo que ocurre y darle un sentido: si barre tu casa, es perjudicial; si destruye a tu enemigo, es benéfico.
–Entonces, ¿vivimos en el caos? –Astaroth, al oír esas palabras, liberó una risotada cristalina.
–Caos es sólo lo contrario a orden –le aclaró ella–, la misma mentira vista desde el otro lado. ¿Crees que el mundo se va a derrumbar si no le das un significado? No desesperes: a los demonios aún les queda una fe infinita en los hombres.
Comenzaron a caminar en silencio, dejando atrás la torre, ahora sin poder.
–Astaroth –volvió a decir Sukurlam, deteniéndose.
–¿Sí?
–¿Qué demonios eres tú?

domingo, 14 de agosto de 2016

El ancla del tiempo (I)


El ancla del tiempo (I):

Los hombres conciben el tiempo como una línea recta, un raíl para el momento: Lo que se abandona en el pasado no se puede recuperar, lo que se halla en el futuro es insondable y el presente es tan esquivo como el viento. La paciente Historia despierta ocasionalmente de su ensimismamiento y comprueba cómo los conceptos, una vez más, han cambiado, pero nunca como se suponía que iban a hacerlo…

Las estalactitas goteaban siguiendo ritmos caprichosos, brillando en penumbra.
Las ocho patas de Astaroth corrían frenéticamente sobre la tela de araña. La oscuridad de la caverna parecía extenderse hacia el infinito y la noche se erguía vigilante sobre la montaña mientras la diablesa cavilaba cómo detener a los hombres.
Sintió una perturbación en ese manto blanquecino que cubría la humedad de la gruta, así que dejó de pensar.
Y se apresuró.
Conocía la cueva como a su propio ser y no tardó en dar con el origen de las vibraciones.
–No te muevas, mortal –dijo Astaroth. El imperio de su voz, a falta de una descripción mejor, sonaba con el eco de lo arcano rompiendo en las tinieblas.
Sukurlam alzó la vista y vio a una mujer: pechos al descubierto, largo cabello azabache y alerta en los labios. No obstante, bajo ese abdomen femenino, el cuerpo de una inmensa araña se acercaba hacia él. Y él se revolvía para intentar liberarse de esa materia pegajosa sobre la que había caído, temiendo por su vida, implorando a sus dioses por un fin aún lejano en los días.
Astaroth suspiró condescendencia.
–¿Nunca os preguntaréis los héroes por qué esta caverna parece tan distinta a las demás desde sus mismísimas puertas? La pestilencia a ambición invadiendo mi morada de incontables cadáveres resulta ya mefítica, sobreestimáis mi paciencia –la demonio tomó la maza de cobre de aquel humano y le sacó de entre la tela.
–¿No me temes, monstruo? –interrogó Sukurlam una vez liberado, con la seguridad flaqueando en sus palabras. Astharoth se echó a reír. Después paró, le miró y volvió a estallar en carcajadas.
–He salvado tu vida, sagaz –logró decir la diablesa cuando consiguió recomponerse.
–¿Qué quieres a cambio? –respondió él, complacido porque la ironía hubiera servido de nexo entre dos mundos.
–He oído rumores –comenzó Astaroth– de que los hombres quieren llegar al presente usando la aritmética, la arquitectura, unos axiomas dudosos y algo de magia. Tú vas a ayudarme a detenerlos y reinarás sobre ellos en recompensa.
–¿Qué se proponen? –inquirió Sukurlam–. El tiempo tiene que ir del antes al después, estoy bastante seguro de que es a lo que se dedica.
–No hallan el ahora en ningún sitio y desesperan. Van a hacer del presente un engendro y a darle caza. ¿La memoria reciente se abre ante ti, mortal? –la pregunta se deslizaba sobre una sonrisa.
–¿La ignorancia humana es inescrutable? –se aventuró él a responder.
–Acepto tus disculpas –se inclinó Astaroth–. Ahora partamos. Cabalga mi lomo y cuida de en dónde aferras tu mano.
–En verdad te digo –comenzó él, mientras intentaba trepar por ese cuerpo arácnido–, que pensaba el Cubil de la araña como algo más simbólico.
–Y la tela blanca cubriendo los esqueletos de la entrada era un símbolo de concordia –convino ella–. Una mala elección de color, sin duda…
–Es difícil pensar en tu protección –él se encogió de hombros.
–Y fácil pensar en la destrucción –señaló Astaroth.

Tras unos días de camino, llegaron a su destino: un valle tan profundo que la luz prefería pasarlo por alto. Astaroth sentía el tiempo ralentizándose mientras avanzaban hacia una torre monumental, todavía en construcción. La luz del sol iluminaba los pisos superiores y la oscuridad engullía los inferiores. He ahí –pensaba la demonio– la humanidad contemplada a través de sus propios ojos, una vez más errando en la metáfora.
–No percibo ninguna lentitud en las horas –declaró Sukurlam.
–Tampoco aprecias las ondas de luz, mortal. Desconfía de tus ojos y confía en tu ser. O al menos, fíate de esta criatura infernal a la que no le interesan las mentiras.
Las ondulaciones del tiempo se curvaban, como el mismo espacio, ante la cercanía de la materia y, al igual que reducir el espacio a un solo vector hubiese sido una insensatez –sabiendo como se sabe que es algo multidimensional–, el tiempo era un océano que lo llenaba todo. Pero los hombres, en definitiva, no encontraban el ahora a pesar de que éste se abría constantemente a ellos. Y Astaroth se preguntaba si los humanos, de tener un pensamiento acertado delante de sus narices, hubiesen sido capaces de verlo ocupando el lugar del presente.
En su sed de control pretendían dominar el mismo fluir del tiempo para experimentar con él. Estaban construyendo un ancla del antes y el después para descubrir la verdad. No era una mala idea.
Pero la diablesa sabía que la verdad solía ser su peor enemigo. Los hombres creían que se trataba de una respuesta muerta en lugar de una pregunta viva… No se podía atrapar la realidad con los nombres: era como intentar atrapar un mordisco con los dientes.
Astaroth divisó lo que buscaba, una fuente de poder refulgiendo.
–Ese orbe brillante en lo alto de la torre –anunció– es la magia que pretenden usar: cuanto más lejos de la superficie de la tierra se encuentren, más despacio transcurrirá el ahora. Según sus cálculos podrán moverse en la quietud del tiempo, pero ese reposo, estimulado a través del orbe, producirá un desgarro en el tejido espacial y detendrá el tiempo alrededor. El área afectada es lo que constituye el peligro real del experimento, sin embargo no puedo calcularla pues desconozco la fuerza del poder en el orbe contenido.
–¿El mundo corre peligro?
–Al igual que esos hombres. Lo más probable es que se pierdan en el infinito: si salen de ahí, pueden aparecer en cualquier punto del tiempo y eso puede ser peligroso a unos niveles que yo misma ignoro, aunque ellos sólo experimentarán el presente, el suyo, concretamente. El presente siempre es eterno, es lo único que existe, pese a que insistan en pensar lo contrario. Juegan con leyes que aún no comprenden.
–¿Y cuál es tu plan?
–Mediar con distorsiones temporales suele hacer caer al hombre en los mayores tropiezos discursivos, por lo tanto la solución tiene que ser extremadamente simple. Podemos o bien derribar la torre y destruir el orbe, pero esos hombres morirían, o bien puedes internarte en la torre y convencer a esos hombres de que el orbe debe ser destruido o destruirlo tú mismo. Lo haría yo, pero algo me dice que mi voz no encontraría oídos. No en esta época.
–Pero… –el espíritu de Sukurlam no estaba exento de dudas.
–Sujétate a mi tela de araña y te mantendré atado a este presente aunque penetres en el tiempo de otros. Es resistente –dijo refiriéndose a la tela–, no permitas, empero, que ellos la toquen o el flujo será quebrado.
–Si consigo destruir el orbe, ¿cómo me convertirás en rey?
–Contarás un relato y te procuraré algunos de los engendros que han caído en mis redes para que los exhibas como presa y trofeo, a los humanos os gustan esas cosas. Lo importante no son los acontecimientos sino el relato enhebrado con su tejido.
–¿Engendros?
–Mis redes protegen a los humanos de muchas criaturas, excepto cuando los humanos caen en ellas, claro… –Astaroth volvió a centrarse–. Convence a los hombres de que lo único que existe es la eternidad del ahora y reinarás hasta que lo olviden.
–No parece un margen de tiempo amplio que digamos –se mantuvo pensativo unos instantes reflexionando sobre el grado de cautela con el que debía realizar su siguiente pregunta, tras darse por vencido se armó de valor con un sonoro carraspeo–. ¿No puedes pegar tu tela de araña en cualquier parte y hacer todo esto tú misma?
–Soy un demonio –empezó ella a explicarle–, has estado cerca de perder la vida a causa de tu codicia y tal vez debido a ese preocupante fallo evolutivo que te lleva a pensar que una cueva tétrica y amenazadora no puede estar tan mal después de todo y, si conservas el aliento, es únicamente debido a mi voluntad. Además la travesía es peligrosa pese a las precauciones aun para alguien como yo y la idea del final, aunque te cueste creerlo, no consta en mi lista de las diez más atractivas que puedo pensar. Pero tú en cambio podrás caminar sin temor.
–De algún modo siento que te estás aprovechando de mi estupidez… –comentó Sukurlam, no sin recelo.
–Y de tu ingenio –le concedió la diablesa–. Estás en deuda conmigo y si esto sale bien serás un héroe, mortal.
Nuestro héroe consideró aquellas palabras cuidadosamente, tras lo cual preguntó con sumo interés:
–¿Y cuántas posibilidades hay de que mi mortalidad no me mate ahí dentro?
–Verás, hay un gato en una caja con un matraz de veneno que… –Astaroth suspiró algo irritada y señaló a la torre diciendo–. Mira, tú métete ahí.