No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

jueves, 31 de diciembre de 2015

Su primera cita

Su primera cita:

Entre el bullicio de la taberna, allí en un rincón, un humano y una elfa mantenían una conversación alrededor de una mesa. Él hablaba:
            –Lo que quiero decir es que no influye para nada: las cabezas pensantes del sistema siempre cuentan con un factor de rebeldía, eso mantiene vivo al propio sistema, sin ese factor, el sistema mismo dejaría de existir. En mi opinión, si lo que quieres es derribarlo, es mejor no odiarlo, sino comprender cómo funciona, dónde hay fisuras.
–¿Y cuál es tu propuesta? –quiso saber la elfa.
–Un acercamiento tangencial.
–Como una nube cruzando el cielo despejado –convino ella–. Yo creo que los humanos no soléis comprender la finitud ni la infinitud. Vuestros sentimientos no son vuestros, ni las tierras que cultiváis. El mundo es un enorme ser vivo tendiendo sus redes hacia el universo, como caminos que conectan las estrellas en una telaraña de relaciones que se retroalimentan.
–Eres muy aguda –le aseguró él maravillado–. La gente nos mira, ¿será nuestro arrebatador atractivo? –solía tomarse las cosas con humor.
–Siempre influye conservar todos los dientes –dijo la elfa haciendo chocar sus cervezas con determinación.
–Y las gónadas, mira a ése –el humano le señaló a otro humano: un hombre en muy mal estado.
Ella se giró visiblemente para observar al tipo con atención y asintió:
–Y las gónadas.
Bebieron.
–Sí, lo sabemos… –comenzó a decir un Bjorn algo molesto al ver acercarse a un grupo de malhumorados hacia su mesa.
–… “no queremos elfos aquí” –recitó Nara con voz grave.
Ambos se fueron levantando de sus sillas con lentitud.
–Porque es la primera vez que nos vemos –comenzó a decir Nara–, si no les hubiese dicho a esos pringaos que huelen a humano cutre.
–¿En serio?
–No, hombre –sonrió ella con franqueza–. No me gusta meterme en problemas innecesarios.
–¿Y por qué no esperas a decírmelo fuera del local? –le interrogó él con extrema curiosidad.
–¡Por favor, no me juzgues por esto, tronco! –se agachó tapándose la boca en un gesto típico de su gente, con sus enormes orejas puntiagudas tímidamente pegadas a su cabeza en aquella frase–. Te aseguro que se me ha ido la olla. En serio… te lo he dicho antes, no deberíamos haber fumado esa mierda con el estómago vacío –él no pudo evitar soltar una carcajada que sólo podía complicar aún más las cosas–. Pero si te digo la verdad soy bastante gilipollas, así que…
–¡Mola! Yo también, ¿hacemos un club? Podemos echar a gente y eso.
El tiempo, sin embargo, comenzaba a detenerse delante de las miradas de esos parroquianos que observaban enfurecidos lo que otros parroquianos tal vez aún más enfurecidos se disponían a apalizar.
Los pasos se aproximaban y Nara pudo sentir sus dedos descendiendo hacia la empuñadura de sus espadas gemelas. El bastón de Bjorn se deslizó hacia sus manos.
Y de pronto una sacudida que hacía vibrar la misma tierra sosegó toda furia. Los hombres detuvieron su avance sintiendo el suelo retumbar ante el poder. Las vigas de madera temblaron, chirriando a punto de quebrarse, un taburete se cayó al suelo. Después sólo hubo expresiones de alarma, mirando perdidas en todas direcciones, buscando una respuesta en medio de un espectáculo absurdo. Rostros derrotados por la magnitud que adquiría la realidad alrededor de ellos.
Fuera de la taberna el aire se rompió y varias voces comenzaron a gritar “¡Dragón! ¡Dragón!” –o algo bastante parecido– en una agonía aterrada.
Olía a quemado, muy cerca.
Notaron calor abrasando la piel ajena. Aunque no lo hubiera confesado a ella le daba hambre.
Alguien se meó.
Nara y Bjorn corrieron.
Quizás no fueron los primeros, pero sí fueron los últimos.
El fuego arrasaba la pequeña aldea en la montaña y el brazo de un infeliz que iba tras ellos se descomponía en cenizas imperturbables ante sus alaridos desesperados.
–¡El jarl de esta aldea me dijo que los dragones habían incubado en un rascacielos de hombres antiguos, está casi enterrado y también me dijo que el tío ese del castillo al oeste pagaría por el dragón! ¿Te hace? –le ofreció él mientras corrían.
–¡Es eso o morir! –acordó ella–. ¡Pero si sobrevivimos a esto sigo debiéndote una disculpa!
–¡Si sobrevivimos a esto no me deberás disculpa alguna!
–¡Pero necesitamos la orden del jarl con el puto sello!, ¡¿no?! –quiso saber la elfa mientras esquivaban una llamarada rápidamente, parcialmente cubiertos por la magia de Bjorn que invocaba los restos de energía que quedaban en el mundo de los muertos. El dragón había hecho un vuelo rasante sobre ellos, ahora tendrían unos segundos para pensar mientras escapaban del fuego. El batir de sus alas golpeaba el viento, arrastrando los sonidos hacia lo lejos.
–Necesitamos la orden del jarl, tío –repitió ella entre toses agotadas.
–Sí, si no, nos freirán a pagos adicionales –respondió el hechicero como pudo, justo antes de volver a correr.
–Oye, ¿y no es eso que está ardiendo en la mano de ese… emmm… esqueleto?
–¿Creo que sí? –se aventuró él.
–¿Tú crees que podemos vendérselo de todas formas? –inquirió ella preocupada.
–Supongo que en el peor de los casos pueden robarnos la pieza –seguían corriendo.
–Sí, es un día jodido para que quieran matarme tres veces.
–Bueno, el castillo está a dos días de camino cargando la cabeza de un dragón en una caravana que tendremos que aprender a fabricarnos. No es un gran consuelo.
–Todo son facilidades, ¡vaya una mierda de cita! –se quejó ella bromeando, parapetándose ambos tras lo que en tiempos tal vez fuese una especie de muralla.
–¿Esto es una cita? ¿En serio te gusta? –interrogó él. Se rieron–. Responde únicamente a la segunda pregunta.
–No mucho, pero nadie te ganará en interés ni en emoción jamás.
–Opino lo mismo –confesó él.
–Le hannon.
–¿Eso quería decir “gracias”? –quiso saber él dubitativo.
–Por supuesto.
–Vale que no te lo he dicho, tronca, pero desde el principio he pensado que hablas mi idioma perfectamente.
–Lo sé, muchas gracias –le dijo con la convicción de una guerrera–. ¿Pedil edhellen?
–No –afirmó él en élfico, inclinándose levemente–. ¿Por qué lo dices así, “le hannon”?
            –Me apetece. Y no varía el significado apenas.
–¡Eso mola! –exclamó él con una felicidad descontextualizada.
–¿Estás bien? –quiso saber ella mostrando genuina preocupación, muy divertida.
–Pues la verdad es que sí –ella se rió ante su comentario.
–Entonces ahora es buen momento para decidir qué hacer con el dragón –sugirió la elfa.
–Es incluso mejor –ella se rió de nuevo.
El dragón rugió con un chirrido agudo y potente que laceraba los tímpanos.
–Puedo trepar por esas vigas, pero…
–No te preocupes –siguió él–, puedo conseguir que subas a él con un poco más de rapidez y de una forma un poco más controlada.
–¿Tú a qué le das? –curioseó ella, él soltó una risotada.
–Dicen que a la destrucción –dijo él mostrándose a campo abierto y clavando su bastón en el suelo.
–¿Y puedes destruir su corazón con Leyenda?
–Eso cree la gente, pero lo cierto es que no, a menos que se trate de un dragón azul, tiene que ver con su composición química y toda esa movida –la magia de su bastón conjuró las cenizas de los muertos renegridos ante el fuego y convocó el pulsar de la tierra misma, los cuales ascendieron hasta atrapar al dragón entre unos grilletes de hueso y piedra, reteniéndolo contra el suelo.
–¡Eres interesante!– le gritó la elfa mientras trepaba por los irregulares eslabones que unían férreanente aquellas cadenas.
–¡Gracias!
Ella se movía rápido, aprovechando cualquier saliente sin pensar demasiado. Una vez arriba saltó sobre el lomo del dragón que se revolvía con una fuerza colosal aunque no lograba quebrar la esencia de la magia que lo retenía.
Nara sólo podía dar un único salto hasta las crines y, sin embargo, estaban demasiado lejos.
El dragón se contorsionaba impetuosamente, con la energía de los titanes. Ella ascendía y descendía por su propio centro de gravedad con cuidado, adaptándose con una relajación igual y opuesta a la furia y la tensión que el leviatán ejercía.
Sintió las escamas a punto de ondularse bajo sus pies, siguiéndolas con un ritmo perfectamente acompasado, más allá de la frontera que separaba todo tempo.
Porque si uno quería evitar caerse tenía que dejarse caer.
Se confió al mundo, sintiéndolo oscilar por todo su ser.
Y aprovechó la monumental potencia del movimiento que trepaba por sus piernas –el ímpetu que ella misma era– para salir despedida hacia las crines.
–¡Libéralo! –le pidió la elfa aferrándose a ellas como si su vida, efectivamente, le fuese en ello.
–¡¿Pero qué dices?! –respondió él incrédulo.
–¡El cuello estará más estable! –le aseguró.
–¡Tienes razón! –la contempló extrañado–. ¡Creía que tu gente no mata dragones! –los grilletes se convirtieron en polvo.
–¡Hacemos una excepción si van a acabar con gente muy guay! –el dragón se elevó con violencia en un vuelo terrible y poderoso–.  ¡Cuento contigo para no morir cuando me caiga de esta cosa, ¿vale, tío?!
–¡Yo también cuento conmigo!
Ella cabalgaba sobre el dragón, a ratos erguida y a ratos acuclillada sobre él. No estaba segura de si era un buen momento para desenvainar, creía que debía avanzar un poco más, hasta la cabeza, deslizándose por los cabellos de aquella bestia majestuosa. Aguardó.
El cuello fue ganando estabilidad rápidamente. Casi podía andar por encima de él. De cuando en cuando se agachaba con cautela, grácil, atenta a la menor vibración que se deslizara más allá de sus tobillos.
El dragón se revolvió lleno de rabia, intentando librarse de la criatura que, encaramada a sus crines, podía darle la muerte. Hizo una pirueta pesada sólo en apariencia y se puso boca abajo.
La elfa no pudo evitar reír a carcajadas mientras se aferraba a él.
Sus cabellos corrían veloces con el viento mientras el dragón intentaba deshacerse de ella, tan pequeña que tenía que escabullirse de sí mismo.
Ella trepó hasta la cabeza –no sin esfuerzo– mientras una bandada de pájaros se alejaba. Luchaba contra el viento y contra las sacudidas repentinas de la descomunal criatura. Notó el empuje de una energía que la ayudaba, que la sostenía más allá de la física, manteniéndola firmemente sujeta al vuelo del dragón. Bjorn, allí abajo, cerraba los ojos y se concentraba en sostener la magia, desafiando la realidad que se dejaba guiar a través de sus conjuros, leyendo en los secretos de la muerte, drenando la composición de la destrucción que se hacía fuerte en los cadáveres abrasados.
Nara desenvainó una de las espadas y la hundió en el cráneo del imponente animal.
–Goheno nin –susurró mientras la sangre y las vísceras la salpicaban.
El batir de alas se detuvo y éstas, imponentes, se derrumbaron semiplegadas a ambos lados de su cuerpo.
La aldea allí abajo era engullida por el fuego y la defunción.
El dragón se desplomó sin apoyo, cayendo desde las alturas, y la elfa rezó.
Y Bjorn conjuró las brasas mismas que se consumían elevándose como una tormenta oscura alrededor de él.
Nara descendía en caída libre por los cielos, veloz. Fue deteniéndose lentamente, como si fuera impulsada por una cortina de viento cálido que llegaba incluso a quemar un poco. La tierra se resquebrajó, la madera se pudrió y la hierba murió.
El dragón encontró la ladera de la montaña con un estrépito ensordecedor y una ola de polvo.
Pero ella vivió.
–Saldaré mi deuda con la vida –susurró Bjorn solemne.
Nara se sacudió los pantalones y le contempló maravillada.
–¡Le hannon!
–Podríamos haber muerto los dos, Nara. Si te digo la verdad nunca he utilizado la energía que crea la muerte para salvar una vida, no así: tenía que equilibrar las fuerzas del mundo con mi propio ser… Casi palmamos, en serio –sonrió él humilde.
–Pero estamos bien, ¿no? –quiso asegurarse la elfa.
 –Sí –se sonrieron.
Se abrazaron, ella cubierta de sangre, él de hollín.
–¡Trabajo en equipo! –exclamó Bjorn con alivio.
Chocaron palmas.
–Bueno, ahora podemos relajarnos, ¿no? –curioseó una Nara particularmente pícara.
–¿Sexo en la primera cita? No está mal, no está mal…
–Nos lo merecemos.
–Oye, ¿no es curioso que relajarse sea también una acción?
–Ahora desde luego que lo va a ser.
Se rieron, miraron alrededor, pusieron cara de circunstancias y asintieron.
Se besaron.
Y se desnudaron entre madera, cenizas, lascivia, cadáveres, huesos, sonrisas y fuego.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Humanidad negada

Humanidad negada:

Ésta soy yo, ¿me veis bien? Una morenaza de metro sesenta de estatura y sugerencia, atlética y luciendo esas curvas defenestradas por las revistas de belleza y alabadas en privado, en la intimidad que todos comparten y algunos vituperan en una censura que no les concierne. Pero ahora estoy para otras contradicciones. ¿Me veis? ¡Me estoy esforzando! ¿Os gusta? A mí me encanta mi trabajo, abro las piernas, la cámara filma, los fluidos resbalan, calientes, tentadores, mi lengua sube por ese miembro lleno y lo engullo con ansia, y degusto el sexo puro derramándose en cada gemido y mi corazón palpita con el ritmo de los cuerpos al encontrar la unidad en cada postura y perseguir un crescendo para darle caza al placer y atrapar cada una de las letras que dicen M-Á-S con los dientes apretados.
Os ofrezco mis imágenes, os ofrezco mis movimientos, mi experiencia, mi mirada felina y mi libido a este lado de la pantalla. Domino cada embestida que recibo, moldeo cada impulso sobre mi piel, impero trémula sobre la lujuria con mis dedos, hago mío cada influjo de otro cuerpo. Os ofrezco cada vibración hecha líquido.
            Pero no os ofrezco nada más.

Y vosotros –que sois sólo algunos– le reclamáis a un personaje una humanidad que me arrebatáis. Masturbaros conmigo buceando en vuestro córtex cerebral, conmigo clavada en vuestras retinas, parece daros un privilegio sobre la palabra y el acto. Al parecer sólo sé decir sí con la lengua rozando estos labios que saben a mordisco y con las manos agarrándome bien fuerte los pechos, y es que la intimidad no es ningún derecho y yo seré un personaje de ficción por siempre jamás.
Porque las personas no hacen lo que yo hago, así que tracemos un aburrido silogismo que salta a la comba como la niña que, por lo visto, nunca fui.
Mi bandeja de entrada –no os confundáis, no es ninguna metáfora, tampoco podría serlo–, está llena de mensajes arrogantes, agresivos, de palabras que me toman por su esclava, de fotos de penes muy preocupados y, en general, de actuaciones y acusaciones que piden un tratamiento psiquiátrico prolongado.

Zorra, puta, te lo estás buscando, juguete, son gajes del oficio –a esto se le llama empatía–, fóllame y te pago dinero, tía buena sin neuronas –y esto sí ha resultado ser una licencia pese a su simplicidad–, tetas, culo, coño, cómo te atreves a hablar en defensa de las mujeres, ábrete de piernas.
Es lo que la ceguera vislumbra a través de los píxeles.

Machismo, locura, verdad, posesión, delirio, poder, delimitación, prisión, terror.
Eso es lo que veo desde este lado de la pantalla.
La deshumanización del otro siempre ha sido el alimento del fanático.
Y el fanatismo siempre ha sido la antítesis de una buena educación.
¡Qué fácil es encerrar a la libertad entre unas cuantas letras!

¿No soy una persona para vosotros? ¿Sería distinta si tuviera otra profesión? ¿Diríais lo mismo cara a cara, en una calle llena de oídos? ¿Si una chica elige, os lo tomáis de forma personal, trata acaso de socavar vuestra hombría? ¿El mundo gira en torno a vuestros ombligos. Habéis leído bien: ya no es una pregunta.
Sin embargo no creo ser el centro de atención, no creo que nadie sano pueda vivir pensando que las personas a su alrededor actúan debido a su influencia, como si su influjo fuese la fuente de la cual nace el sentido de la vida. No tenemos ese poder. Hacéoslo mirar.
No quiero follar contigo, ni contigo, ni tampoco contigo. Follaré con quién me dé la real gana.
No es no. Y punto.
Pero eso ni siquiera es lo importante aquí.
Lo importante aquí es que nadie os dijo que preguntarais nada.

En cambio mis fans lo entienden todo perfectamente. =)

sábado, 31 de octubre de 2015

Condenación


An error, a tangent,
a curious mind,
an instant, a lifetime,
a secret to find.
BE'LAKOR.

Condenación:

El mundo se estaba apagando como la llama de una vela sin cuerpo luchando contra una ventisca. Se estaba rindiendo, ya no tenía fuerzas para continuar, el invierno cubría de noche cada hora del día.
Ella había caminado durante meses y el cuero estaba embarrado, los bordados y el mismo tabardo en el que se quisieron estampar, deshechos; el metal, renegrido y acercándose al óxido con velocidad; su voluntad, quebrada.
Sólo quedaban cadáveres de humanos, de ciudades, del bosque mismo. Todo moría desde hacía años, tal vez siglos, lentamente, como si en algún momento crucial el pasado hubiera enfermado.
Los árboles estaban desnudos. Las piedras a su alrededor dejaban imaginar una pequeña aldea, aún quedaba madera en lo que debían haber sido algunas ventanas.
Mientras el tiempo tenía lugar como lo hacía la brisa, ella afilaba su espada con una piedra de amolar. El hambre había dejado de existir.
Escuchó el graznido de un cuervo. Sonrió incrédula.
Recordaba haber escuchado la historia de cómo alguien vio a un zorro una vez…
¿Por qué caminaba?
¿A dónde iba?
Ya no recordaba el camino de vuelta a donde fuera que hubiera nacido ni recordaba tampoco cuál era su destino.
Por ahora sabía que se encontraba en una loma coronada por alguna clase de construcción funeraria: columnas agrietadas elevándose a duras penas para sostener el cielo, un musgo terco y una losa desprendida que dejaba vislumbrar un foso lleno de gusanos. Se hacía tarde y no quería encender una hoguera allí.
Decidió continuar descendiendo hasta el linde del bosque. Al acabarse la última línea de árboles descarnados, a la luz de una luna rota, lo vio por fin, como una leyenda deshaciéndose tras la mirada de los ancestros:
Las rocas se ensamblaban unas con otras como si una fuerza ininteligible hubiera decidido entretenerse en ese preciso momento, y ella no acertaba a decir si se elevaban o caían de alguna parte. Los enormes bloques de piedra simplemente iban colocándose, dando forma a un edificio vasto que se extendía más allá del valle y su horizonte.
Se arrodilló, aunque no sabía si era allí a donde debía dirigirse.
En el templo que se alzaba ante su reverencia aún vivía la llama, aún perseveraba el fuego iluminando la oscuridad, encendido en las antorchas que flanqueaban sus puertas. Ella compartió las llamas con su misión, fuera ésta cual fuera.
Los pasillos se sucedían siguiendo su caminar, torcía esquinas para encontrar más piedra, sospechaba nichos profundos entre la forma de las tinieblas, adivinaba restos de sangre por el suelo, los vestigios de un mobiliario podridos, el tintineo de cadenas a lo lejos y las ráfagas de viento que no se llevaban el miedo, el cual se inclinaba ante los altares que la veían pasar. Las velas también allí dentro refulgían, expectantes. Y ella las miraba desde el sonido de sus pasos.
Se topó con dos criaturas. Ni siquiera sabía lo que eran, pero se abalanzaron rápidamente sobre ella. Trastabilló, si bien consiguió recuperar el equilibrio. Describió dos arcos fulminantes mientras danzaba entre sus enemigos, dos espadazos a diestro y siniestro, en un círculo perfecto. Una sangre oscura manchó las baldosas de piedra. Había hiedra en la pared, comenzó a brillar tenuemente al entrar en contacto con el líquido, moviéndose en una suave ondulación mientras trepaba un poco más. Aunque no conocía la palabra para decir a las criaturas que había matado, conocía sobradamente aquella Aurora Sedienta. Y era mejor no acercarse a ella.
Continuó y llegó a una gran sala en cuyas paredes había extraños grabados y una escritura desconocida a sus ojos. El aire estaba viciado y olía a putrefacto a pesar de las corrientes, que no lograban arrastrar nada.
Miró hacia arriba.
Un cuerpo desollado colgaba, atado con cadenas al poco techo que aún no se había derrumbado, el torso estaba iluminado por los rayos de la luna rota que se colaban a través de lo que en tiempos fue un rosetón: hebras de tejido rojo y húmedo respirando la noche. No tenía ojos, parecía un hombre descuartizado al cual le hubiesen cosido cada miembro cercenado con un cordón basto y sucio, aunque por alguna razón las proporciones de su cuerpo provocaban un efecto perturbador. Y al entrar ella en la sala, como si fuese capaz de percibir alguna perturbación en el aire, se removió inquieto. Se escuchaba un tirón desagradable cuando los puntos que unían su cuello se estiraban sobre ese cuerpo sin piel.
–¡Llévate la luz! –gimió desesperado y lleno de dolor, su voz parecía humana.
Ella dejó la antorcha en un rincón del pasillo sin decir nada, apenas sí iluminaba.
–Duele, duele, hermana. ¿Sientes cómo duele? El mundo susurra, me dice que me aleje, que regrese, que el sello se marchó. ¿Lo oyes? Es un sonido dulce… Me quema…
–¿Qué haces aquí? –preguntó ella, tal vez incauta.
–Sé que puedo cuidarlos, no me matarán porque fui yo quien los engendró, creo que se han dejado un cuchillo en la comida que me han servido. ¡Espera! ¡Shhh! –ella miró alarmada alrededor, las sombras atravesaban la oscuridad y jugaban con su mente–. No podemos salvar el mundo, no podemos salvar nada… –aquel ser lloraba–. Sé que puedo callarlos. Sé que puedo amarlos, no hay nada que temer –ella empezó a retroceder, ¿qué estaba buscando? ¿Por qué estaba ahí? ¿Podía el miedo hacer conexión en su columna vertebral, justo por debajo del hueso? Tragó saliva y tomó un poco de serenidad del crepitar de la antorcha. En realidad el miedo había huido de sí, dejándole algo que, pese a presentar una forma similar, no podía ser llamado seguridad, vagando por un desierto anestésico.
–¿Hay algún modo en que pueda ayudarte? –preguntó, sus pupilas llenando el mundo y ella, paralizada.
–La forma del mundo es tan distinta… ¿Por qué es todo tan claro? Nunca tomaste mi mano, ¿si te arranco los dedos, qué tomarás, mi amor? Me arranqué los ojos por ti, así que me debes los dedos, ¿verdad? Pero tenemos que impedir que la luna se rompa, tenemos que preservar la luz del día. Ellos nos ayudarán, después podremos devorarlos –aseveró hundiéndose en el borde del sollozo–. Hoy se cayó un edificio enorme, estaba en tu cabeza, ¿recuerdas? Fue hermoso, fue como la muerte del silencio. Pero el silencio se encerró bajo tu hombro… ¡qué sitio tan raro! ¡Hermana! –seguía él–. ¡Nos encontrarán y nos matarán! No te preocupes, no duele tanto. Puedo comérmelos a todos. Tú tienes unos dientes afilados, ¿qué tienes que decir a eso? Desde luego, no somos un trozo de madera, pero la telaraña presagia –ella sentía terror, pero sabía que debía concentrarse porque quizás tras las preguntas hubiese alguna respuesta.
–¿Qué presagia?
–Si me hubieras dicho que venías seguramente hubiera estado, ¡pero mira ahora! ¡No estoy aquí! ¡No estoy! ¡Me he ido! –dijo con una carcajada inestable.
–¿Hay salvación? Háblame de ese auspicio de la telaraña.
–¡Creo… creo que tengo el tiempo debajo de las uñas! ¡¡¡Debajo!!! La confusión, la confusión… es una especie de dibujo, ¿lo has visto? Se ríe –dijo riendo, y su risa de nuevo estaba descompuesta, no obstante abandonó la carcajada abruptamente, de una manera tan tajante que profundizaba en el tormento de la cordura. Y de pronto comenzó a revolverse, extendiéndose hacia ella entre espasmos. La viajera oía el roce de los eslabones en la oscuridad y sentía latigazos de movimiento arañando la negrura en la periferia de su campo visual–. ¿¡Dónde has guardado la luz!? ¡La luz! ¡Dámela! ¡Es mía!
Ella corrió hacia la antorcha, el miedo trepaba por su espalda haciéndose un hueco en su sensatez. Escuchó los grilletes liberándose.
–¡El mundo debe ser salvado, un rincón de la eternidad! ¡Es nuestra unión sin segundo! ¡El legado de los gritos! –escuchaba la voz de esa cosa tras ella, gimiendo en un eco del dolor–. La esperanza tiene forma de vínculo, hermana. Tiene este tamaño y yo soy la obsesión del agua –la criatura parecía romperse mientras sus articulaciones se contorsionaban para recorrer el camino que les separaba. Aquel ser era increíblemente rápido. Y crujía, y sangraba.
Ella siguió corriendo sin atreverse a mirar atrás, desesperada por hallar una salida que su angustia se esforzaba en ocultar y su corazón anticipaba.
–¡Violaré a la luna! ¡Siempre estará conmigo! –sentía la voz cerca de ella, demasiado cerca…
Corría tan rápido como le permitían sus piernas, aunque dolieran y quemaran. Tenía que correr, tenía que continuar, no podía rendirse. No había más opciones.
Por eso no se rindió.
Sin embargo no fue más rápida que aquella abominación que en otro tiempo tal vez había tenido un nombre.