No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

jueves, 31 de marzo de 2016

Frecuencia sutil



Frecuencia sutil:

            Las palabras fueron apareciendo, trazo a trazo, una a una, poco a poco, sin orden pero sin llegar a hundirse en lo casual:
No puedo ser quien eres. 
No puedo ser quien             eres.
No puedo ser quien eres.
No puedoser quien eres.
No puedo serquien eres.
No puedo ser quien eres.
No puedoser quien eres.
El mensaje centelleó y apareció completo:
            No puedo ser quien eres.
Después la frase se escabulló tras la frontera que iba desplegándose entre el encriptado y los mundos infinitos.
¿Era real?
Un dolor seco vació mis pulmones, la angustia surcaba los restos de una letra que me habían grabado en los genes. Yo era un fantasma atrapado en el recuerdo de alguien que no me dejaba marchar, que me exigía más que al viento, que se vengaba clavándose un puñal en la espalda. Y me iba de mi propio sueño porque era tan fuerte su miedo y tan débil su corazón, que ni siquiera podía lamentarme. Alguien: alguien: alguien. Los pedazos de coherencia estaban afilados, el camino a casa era un suelo de cristales rotos por el que había que cruzar descalzo. Ella había creado un paisaje que romper mientras yo miraba. Quería retenerme allí, quería etiquetar mis besos, sitiar su cama, gobernar las sábanas. Porque sabía que yo era ella desde el otro lado, dos criaturas predadoras de gemidos, capaces de recitar cada recuerdo guardado en la curva del tacto, capaces de ondularnos como un solo continuo, capaces de fusionarnos en nuestra luz y oscuridad, de hablar sin acudir a los circuitos de la mente, sin lanzar ideas contra el océano del pensamiento, sólo con el corazón, sólo con la mirada. Sabíamos que los labios dicen más que las palabras, que si las manos hacen lenguaje, jamás supimos decir nada que no fuera movimiento. Nunca teníamos frío y siempre teníamos sed. Y la desesperación se hundía en una espiral de orgasmos cuando ignorábamos lo que era el tiempo y medíamos la tierra en los rincones de nuestros cuerpos y las ganas de un mordisco. Lamíamos cicatrices sin cerrar, desafiándonos.
            Me desperté sobresaltada, el sol me recibía.
Y me recosté sudando, casi más cansada que cuando me fui a dormir. Al otro lado de la ventana el color verde brillaba bajo el azul.
El mensaje volvió a mi cabeza: “no puedo ser quien eres”, el remitente era desconocido. Obviamente era el detonante del sueño pero, ¿por qué ese mensaje en concreto había conducido a ese sueño en concreto?
Las paredes de mi habitación pulsaban llenas de dudas y decidí caminar y activar la casa. Necesitaba comer algo y, tal vez, hablar con alguien.
Después abandoné la idea.
Sólo había sido un sueño.
Quizás no un mal sueño, pero un sueño.
Fingiría que no había pasado y que ese extraño mensaje nunca había llegado.
Así no tendría que rendirme cuentas. Los problemas les ocurrían a otras personas y no existían en el fondo, ¿verdad? ¿Por qué iba a afectarme algo así?
¿Y quién era tan estúpido como para perseguir sus sueños?
Las mentiras que nos decimos a nosotros mismos para continuar no podrán detenernos.
¿O tal vez debería detenerme aquí?
Tal vez… debería ser sincera.
Ante ese pensamiento los segundos en el reloj se quebraron como si fueran una invención rígida en medio de la nada.
Y quizás fue en ese preciso instante cuando decidí ayudarme y bucear en las ideas de algún amigo: mi reflejo asentía al mismo tiempo que yo, sin embargo necesitaba verdades incómodas y no afirmaciones complacientes.
Supongo que a fin de cuentas no había abandonado la idea…
Y fue agradable comprobar que aún podía sorprenderme a mí misma en mi propia mente.
De repente todo en mí se detuvo.
Y sonreí cuando entendí el mensaje, después lo dejé marchar.
“No puedo ser quien eres”. Qué fácil.

lunes, 14 de marzo de 2016

Tikal


Tikal:

            El olor de los secretos es fuerte y dulzón, y la nariz se me queda arriba –no sé muy bien dónde– mientras las palabras se me resbalan por los brazos. ¡A nadar! ¿A andar? ¡Que no, que no es eso! Que si quiero que me siento, que te digo que soy el sol que me baña las lágrimas del laberinto. Por eso estoy aquí.
Guardiana del Agua, me dicen, como si el agua fuese un sentimiento que no pasa por la cerradura de los tiempos.
El Árbol de los Dioses sin Nombre me mira con cara de madera y yo me río. “¡No vaya a ser!”, le digo y el eco de mis letras me deja sorda. ¡Qué mareo! Si las lunas no fueran los colores del cielo creo que no podría vestirme.
El sol me dice que se siente ser yo, calentito. El vello de la piel se despereza, como si se inclinara ante él.
A veces siento que los propósitos ya se han roto contra el suelo en un montón de excusas que nadie se llegó a creer, supongo que los que caminan enhebran sus pasos a través de las preguntas y sólo llegan hasta este árbol cuando ya no queda senda bajo los pies en forma de horizonte y cuando ya no buscan a nadie. Cuando sólo hay un destino por tejer. Eso o están locos, claro. ¡Sí, que sí!, la cordura y yo somos muy buenas amigas, pero, ejemmm… nos vemos poco. Somos de ésas que saben que a la otra le irá muy bien por su cuenta y que se quieren mucho y se abrazan muy fuerte al verse.
El gato gris que siempre está conmigo juega con sus maullidos entre estos dedos míos tan finos, y mis dedos hacen un remolino alrededor de sus bigotes y se mueven como un hilo al viento entre sus patas. ¡Este gato es inmortal, qué miedo! ¡Túúúúú… tutú, turururú! Qué de sed, qué de encuentros, a la luz de los sueños el otoño se abre ante mí con un perfume ocre y sereno que se cierra y me inunda la calidez llena de síes y puntos suspensivos brincando por todas partes.
Hablar y escribir es un desperdicio alegre de las palabras que si no saben reír es porque no se las escucha siendo escarcha delante del ceño fruncido al deshacerse. ¡Deshielo, desdicho, acaramelado como el enigma que se sabe chiste! Por eso no podría quedarme en silencio. O sí… o sea… a ver… que yo no hablo todo el día, a veces estoy calladita. La verdad es que el gato es mucho mejor auditorio de lo que uno podría pensar a simple vista…
Hay una niña delante de mí, pequeña, pequeña, pequeña como el universo. Diminuta, minúscula, ¿o sólo enana?, ¿renacuaja?, no sé… poca cosa, chiquitina ella, y ocupa una realidad entera, porque se la ve tan vacía de cosas que el pensamiento barre sus propios resortes y hace un tirabuzón jugando a solidificarse contra un enunciado cuando sólo se recuerda viento. Y los pétalos de cerezo se le acercan a la niña porque siempre han sido muy curiosos. Y mis ojos tiran de mí y también me susurran en un grito: “¡curiosea, Tikal, curiosea!”.
¿El mundo me está robando una sonrisa? ¡Ajá! ¡Te pillé! Umpf… no me cabe en los bolsillos, ¡qué morro tiene! Pero como no es mía campa a sus anchas por mis labios, ¡será caradura! ¡Vuelve aquí! ¡Vuelve aquí, artera! ¡Venga, al bolsillo o me enfado! Comencé a reírme a carcajadas, en pretérito, no porque quisiera atraparme en el pasado ni guardarme para el futuro, no, no.
¡Qué indignación! ¡Como si yo fuera feliz todo el día! Y yo creo que de cuatro a siete de la tarde… igual sólo estoy… ¿siendo la hierba? En fin, da igual. Así que vuelvo a reírme a carcajada limpia… o sucia. ¿Es blanca? Porque yo creo que tiene el color de una promesa que se abre y se cierra en el mismo instante, suena clara y nítida, como las cosas sinceras o como una sola gota cayendo en un pozo. Como el agua… ¿Tendrá eso algo que ver? En fin, menuda chorrada… Tiene que ver como las montañas recortándose contra el naranja y el verde y el púrpura que hay bajo las estrellas, los dos soles y las no sé cuántas lunas. En este horizonte se contemplan varios días y varias noches, lo cotidiano es espectacular. Los olores se trenzan en mi calma, y el mundo hace una reverencia cuando los rayos de sol se ondulan por un momento, pasándoselo muy bien. Las perspectivas no saben a dónde ir, así que los ángulos de las cosas se sienten desubicados. ¡Eh! ¡Tranquilidad! Además creo que la peque me está mirando mientras almuerzo, es raro.
–Maestra Tikal –dice la niña, me giro del todo, tengo comida en la boca pero la aguanto, no respondo, o no respondo mucho y así escupo poco. ¡No hay que desperdiciar la comida, niños!
–No foy maeftda, maeftdo ef el ádbol efte.
–Se le ve bien –dice la chiquilla que, afortunadamente, ha entendido a mi comida.
–Eftá fuefte –trago con un esfuerzo sonoro e indecoroso en algún mundo timorato– y tiene buena pinta, digo yo, la verdad es que no entiendo mucho de jardinería, ¿tú? –le pregunto ofreciéndole algo de comer.
–Qué va –responde a ambas cosas.
La niña me mira, parece atenta y paciente. Y no tiene ni idea de por qué está aquí: su mirada es tan clara como la sinceridad y no está confusa.
–El mundo es tu respiración –le digo, sólo por ver cómo reacciona. Hala, metafísica dura y absurda para alumnos extraños que salen de no se sabe dónde.
–¡Mola! –responde. Huelga decir que no sé lo que significa esa palabra, pero ella parece entusiasmada–. ¿Cómo no iba a cambiar el mundo si le cambias el compás? –me dice resuelta. Exactamente.
–Claro –comienzo a decir–, no son las cosas, sino su rigidez, lo que se rompe –la pequeña asiente.
–¿Puedo bañarme en la charca esa? –me pregunta.
–Tú puedes hacer lo que tú quieras, campeona.
Y la salpicadura se zambulló en el calor del sol mientras la hierba me hacía sitio para que me convirtiera en una bola hecha un ovillo de lana. El olor de las verdades se apresuraba hacia el norte, con ese regusto ácido y suave que tienen las paradojas al raspar la dureza.

Hoy me sentía la tranquilidad del verano rozando el verso sobre una naranja, será por eso que los caminos nos reúnen siempre con aquéllos que saben bailar nuestro paso.