No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

miércoles, 31 de octubre de 2018

Todesangst

Todesangst:

–Papá, ¿cuando me muera, dejaré de sufrir?
Mi hija era demasiado pequeña y la realidad, como el fulgor en sus ojos, hacía tiempo que sólo era un extraño recuerdo consumido por las horas para subsistir.
No contesté inmediatamente, porque ante algo así uno no puede contestar inmediatamente, sólo puede quedarse bloqueado, tal vez repasando vivencias, reflexionando acerca de la naturaleza del dolor y la pérdida y la muerte, o sobre la necesidad de saber qué es la verdad, qué es lo correcto y qué nos separa de las tinieblas, si es que hay algún intersticio posible.
En cualquier caso la respuesta final a su pregunta pareció consolarla.
Yo salí de la habitación y estuve llorando, no sé por cuánto tiempo, pero anocheció.
Afuera el fuego se convertía en cenizas y los cuerpos, en sangre. La tierra tejía sus últimos estertores a la realidad, como puntos de sutura atenazando los labios de una boca que quiere gritar. Los sacerdotes sabían que el mundo, como mi hija, sucumbiría pronto, nadie podía ignorarlo ya. Incluso el brillo del sol no era más que el pálido reflejo de la luz, oscurecido y agotado, como si el día buscara aferrarse a una existencia marchita que no podía dejar de infectarse y pudrirse con el transcurrir de las horas.
Muy cerca de mi casa, sobre un círculo de arena negra, unos hombres y mujeres caminaban alrededor, liberando cánticos a los Antiguos mientras se fustigaban con látigos y sus heridas seguían desgarrándose.
La noche era impenetrable, ni siquiera los animales del bosque salían de sus madrigueras o se atrevían a abandonar sus nidos. Las lunas habían desaparecido de la bóveda nocturna.
Lo hubiese dado todo por estar con ella en todos esos terribles momentos, momentos en los que mi hija me necesitaba. Recuerdo la incomprensión en sus ojos, pero le hice una promesa y también eso pareció consolarla.

Al día siguiente decidí emprender un peligroso viaje a la Catedral.
Así que me arranqué el corazón.
Dicen que sólo los puros sobreviven, que sólo la determinación puede sanar sus heridas.
Y que la cicatriz en tu pecho te llevará al infierno.
Las iglesias y el miedo y los credos sin sentido nos ofrecen la salvación a cambio de aceptar que debemos ser salvados. La llave es sólo un dogma putrefacto y la cerradura tiene la forma de nuestros deseos.
Veo una casa de madera, un pasillo en su interior, una puerta.
Veo un ciempiés avanzando sobre los restos de una pared húmeda y desconchada, el olor me es extrañamente familiar.
Veo las ramas de los árboles justo antes de la noche, no sé dónde estoy.
Veo lo que tal vez sea un animal, muerto, su tórax es un agujero rojo del que se alimentan los gusanos.
Veo símbolos antiguos, circulares, llenándose en un significado que no comprendo en ningún ahora y en ningún cuándo.
Y veo la Catedral, y me siento real en medio de ese aire enrarecido del que mis pulmones se llenan, mi corazón bombea sangre, siento mis huesos, mis músculos, mi piel, el vello erizándose y la ropa sobre ella.
La Catedral era un edificio descomunal, en ningún modo diseñado para una especie como la nuestra, y aunque había oído hablar de ella por algunos supervivientes, nunca había sido capaz de imaginar lo sobrecogedora y ominosa que resultaría a mis ojos. Sus arcos se retorcían, unos por encima de otros, alzándose hacia el infinito. Su laberinto de pilares sostenía la realidad y en lugar de bóveda alguna, se veían, lejos, galaxias y estrellas.
Pero ese paisaje rutilante no podía tener nada que ver con el de nuestro mundo agonizante.
Estatuas de criaturas difíciles de catalogar miraban hacia las paredes, parecían contraerse en algo parecido a una reverencia o, tal vez, al dolor. Había algunas próximas al centro de la sala, parecían haber sido colocadas aleatoriamente y siempre miraban hacia los pilares que flanqueaban. Criaturas en ofrenda a los Antiguos.
Y ellos, dondequiera que estuviesen, parecían observarlo todo.
Ellos nos dominaban porque eran mucho más antiguos que el tiempo en este universo, mucho más antiguos que nuestro terror a lo desconocido.
Mi insensatez hizo que me arrodillara ante el altar.
Una sacerdotisa deslizó sus tentáculos pegajosos de color verduzco por mi cuerpo, lentamente, palpando la herida, regenerándola y dejando en su lugar una marca negra como el hollín. Su cabeza, cubierta por el hábito blanco no dejaba adivinar un rostro.
Sólo había silencio y el sonido arrastrado, viscoso y pesado de lo que no puede dar paso alguno mientras se desplaza.
Se acercó a una estantería, tomó un libro polvoriento y lo puso en mis manos.
Yo la miré, eternamente agradecido.
Un turíbulo se cruzó ante mis ojos, el humo de incienso era denso, se internó en mis pulmones y me transportó de nuevo a mi hogar.
Esta vez no hay visiones. Es como despertar de un sueño a una pesadilla.

Pasé aquel día cantando en la habitación en la que mi hija estaba postrada. Yo recitaba el contenido del libro, verso a verso.
No conocía las palabras escritas en esas páginas, y sin embargo mi lengua las pronunciaba, mis entrañas las recordaban.
Y mi hija me miraba atemorizada, entre dudas que no se atrevía a verbalizar a fin de no interrumpirme.
Al acabar, no pasó nada, pero me sentía agotado, de manera que decidí sentarme en la habitación contigua a descansar.
–¡Papá! –mi hija gritó, aunque la voz se le estancaba en los pulmones y se diluía en su enfermedad.
Corrí a la habitación, ella seguía en la cama, pero parecía muy asustada y estaba muy quieta.
–Hay alguien en el armario.
Un sollozo se oía con claridad, proveniente de su interior.
Abrí el armario y vi a mi hija, mi propia hija estaba ahí dentro, llorando, sus ojos eran puro terror.
–Papá, hay algo sobre mi cama.
Miré hacia atrás.
Un monstruo informe que no es mi hija se agita violentamente, hay ojos y miembros, multiplicados, ubicados sin concierto en un cuerpo incomprensible. Tiene boca, sufre en un alarido interminable, inestable, intenso, demasiado humano y demasiado infantil. Mi hija grita desde el armario. Sus gritos se parecen.
Cierro la puerta del guardarropa.
Voy a la habitación adyacente y veo el libro. Junto a él hay un hacha que suelo utilizar para cortar leña. Por un momento pienso en coger el libro.
Vuelvo a la habitación con el arma en ristre y ataco a esa criatura. Grita nuevamente.
Mi brazo arde con las acometidas, no me detengo.
Creo percibir el eco de la confusión en cada chillido, tras cada hachazo hendiéndose en su piel. No sabría distinguir sus alaridos de los de mi hija. Parecen los gritos de una criatura indefensa y enferma, sufriendo. Quiero parar pero tengo miedo.
Y mis lágrimas me ciegan.
La sangre cubre mi brazo, golpe a golpe.
Mi brazo se queda sin fuerzas.
Esa bestia ya no se mueve.
Abro la puerta del armario para cerciorarme de que mi hija está bien.
Pero no está bien.
Está llorando mientras se transforma de nuevo en esa criatura.
Y sé que no puedo matarla.
Otra vez no.