No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

martes, 30 de septiembre de 2014

Un medio, un fin


“Hay que respetar las leyes siempre que las leyes sean respetables”.
JOSÉ LUIS SAMPEDRO.

Un medio, un fin:

Salgo a la calle. Hace sol, con la mano me protejo los ojos de la luz, me ato mi camisa de franela a la cintura y comienzo a caminar.
Veo una máquina de refrescos, cojo una lata, la abro y bebo.
Supongo que podría estar bastante cabreado. Pero no lo estoy. Sí que me siento algo frustrado… Y no es por haber roto con mi novio hace cinco minutos. Si lo he hecho ha sido por convicciones éticas. Raro, ¿verdad? Supongo que en otro mundo lo extraño sería decirle a tu novio que vas a salir y que él te diga en respuesta –y cito textualmente– un nada manipulador “¿por qué no me quieres?”. ¿Y qué decir ante algo así…? Ni idea.
Uno de los hechos que he podido constatar últimamente es que me faltan palabras.
Me llaman, me conecto, veo a Eva, parece cabreada… pero debería entender que ella nunca ha formado parte de mi –por lo demás monógama– relación.
–Alejandro estaba hecho polvo –recita sin formalidad alguna refiriéndose al que ahora es mi exnovio–, ¿no eres capaz de pensar en él?
–No sabía que estaba hecho polvo. Es difícil saberlo. Adiós.
Lo siento mucho, de verdad. Seguro que Alejandro sería un tío cojonudo de haber escogido otras opciones, pero no puedo o no consigo participar de esto. La gente no te dice “¿qué tal estás?”, sino “ya no me llamas”. “Nadie me amará”, en lugar de “¿quieres una copa?”. ¿Desde cuándo se ha convertido el malestar en una moneda de cambio o, más bien, en una especie de arpón? Pensé que Alejandro pasaba por un bache, pero él era un bache. ¿Cómo alguien puede comenzar una relación de esa forma? Es como encadenar con grilletes a tus amigos pretendiendo que así te quieran. Supongo que el síndrome de Estocolmo debe culminar en sexo duro.
Nunca he encajado, doy gracias a mis padres, pero a la vez y como decía, es frustrante. Nunca he encajado, cierto, pero con eso y con todo prefiero construirme fuera del puzzle, porque la alternativa es una especie de foso de egoísmo sobre el que prefiero saltar. Son pequeñas manipulaciones, pero llevan a grandes mentiras, chantajes, sobornos, infidelidades… Y cristalizan en la mentira más estúpida de todas.
Me siento en un parque, sobre la hierba y sigo tomando mi refresco a pequeños sorbos. Soy un temerario, me digo sonriéndome.
La verdad es que ni siquiera me ha dado tiempo a enamorarme… con lo que me gusta estar enamorado… Puta mierda... Por lo menos tengo la impresión de que mi experiencia se torna en aciertos vitales. Dese luego no debía enamorarme de él.
Pero critiquemos, eso nos hace permanecer en la persistente ilusión de nuestra inteligencia, como si ésta se basara sólo en la capacidad analítica, dejando de lado qué forma adquiere esa capacidad analítica y hacia dónde se encauza.
Bueno… Sonrío. Me siento bien. Y eso sin hacer balance de los acontecimientos.
La verdad es que no sonrío porque me sienta bien ni me siento bien porque sonría. Creo que la frase exacta es “sonrío yme siento bien”.
Cuando éramos niños nos enseñaban un poema que decía así: Las personas somos vasos vacíos, programas que no dicen nada, cerebros sin ideas. Pero algunos pensamos.
Ni qué decir tiene que llamarle poema a eso era como atracar a la pobre poesía en su caja de cartón. Y por supuesto era un vano ejercicio de autoimagen refinada. El comentario estándar venía a decir que somos inteligentes porque nos damos cuenta de los males del mundo o alguna chorrada así. ¿Comentario estándar? ¿La crítica como un callejón sin salida? No es para mí, gracias.
Un policía se acerca, de hecho, va directo hacia mí.
¿He dicho ya que soy un temerario? ¿Sí? Pues lo decía por esto.
–¿Está usted descansando? –me interroga.
Le respondo con un rotundo “no”.
–Circule o me veré obligado a ponerle una multa –intenta buscar cierta complicidad–. Usted conoce la ley –¿no contrasta con todo lo demás ese procedimiento miserablemente empático de la policía? El acercamiento lleno de comprensión aparente y una afinidad vacía es tan distinto a toda relación interpersonal que casi es violento. Pero lo violento es, precisamente, esas relaciones en las que el poder se convierte en el canal para la comunicación. Supongo que es inteligente –esta vez sí– crear un sistema en el cual toda posible rebeldía no hace sino reforzar la percepción que se tiene sobre el propio sistema: la crítica se cierra sobre sí misma en un suicidio limpio.
Volviendo a la realidad del policía… Uno no puede detenerse por nada, sólo por el simple placer de hacerlo. Es un delito tipificado en el código penal.
¿No es creíble? Tal vez, pero es lo que me está ocurriendo.
–¿Es usted feliz? –le pregunto sonriente, lleno de curiosidad hasta tal punto que, para mi sorpresa, las palabras se me han escapado. ¿Por qué estoy tan tranquilo?
–Puedo meterle en la cárcel por esto –me recuerda. Sí, a un policía no se le puede someter a esa clase de cuestiones. El código penal y todo eso…
–También puede responder –espero que no se tome mi sonrisa como un reto, porque sólo quiero saber la verdad, nada más. ¿No me estaré arriesgando estúpidamente por nada?–. ¿Es usted feliz? –insisto con fuerzas renovadas en medio de esa felicidad que se me dibuja en los labios.
–Tú tampoco –me recrimina el policía dejando de lado esa extraña y gélida cortesía tan típica del cuerpo y desvelándome a la persona que se esconde bajo un uniforme del todo impersonal y un reproche repleto de negación a varios niveles. Pero es una conversación sincera y lo celebro. Y además le respondo.
–Siento que hayamos construido un mundo como éste –digo.
–Eso no vale de nada –me responde. Esbozo una sonrisa, no puedo evitarlo, aunque me siento en la obligación de contestarle a mi vez con algo más que ese gesto.
–No crea, yo ya lo reconstruido.
Por supuesto el amable policía me detiene.
Vivimos en un mundo que es justo como la gente quiere que sea.
Y eso puede ser brillante.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Entrevista con el demonio

Entrevista con el demonio:

            Era de color negro. El mundo era de color negro y uno no sabía dónde estaba el suelo o si había paredes. Sólo se veía al demonio, que había renunciado a decirse a sí mismo con la ”D” mayúscula por considerarlo excesivo o –tal vez– sencillamente inapropiado. Se sentaba en un sillón mientras fumaba un cigarrillo que había estado liando. Tenía junto a él un vaso de chupito con licor de manzana sin alcohol y se entretenía haciendo dibujos con el humo que iba exhalando.
–¿Cómo crees que será el destino? –preguntó, y con la pregunta se manifestó la conversación entera.
–¿El destino? –dudó el niño. Porque –aunque con anterioridad no se haya comentado– había un niño, ni muy mayor ni muy pequeño. Tenía esa mente infantil que no entiende algunos aspectos de la vida adulta –demasiado hipócritas como para tener sentido– pero entiende con claridad la realidad a su alrededor –su dureza y su suavidad–, atrapándolo absolutamente todo. Lo que viene siendo un niño, vamos.
Y el niño había preguntado: “¿El destino?”, porque no acababa de ubicar el concepto en su diccionario particular, el léxico pasivo aún se le escurría.
–El futuro, el porvenir –le aclaró el demonio.
–¡Ah! Bueno… –el niño hizo una mueca pensativa frunciendo el ceño–, yo creo que en el futuro la gente no irá a la guerra.
–¿No?
–No, y además, seguro que no tienen muchos malos pensamientos, como cuando alguien te hace algo que no te gusta y te da por hacerle daño. Eso es de gente muy tonta.
–¿Y eso?
–Es como cuando antes había racismo y sexismo, eso nos lo explican en el cole. Antes la gente pensaba –comenzó el pequeño a exponer– que estaba bien pegarle a alguien porque tuviera tal color en la piel o porque fuera niño o niña y… ¡O no pegarle! ¡Tratarle distinto! Eso es de gente tonta: pensar que hay algo ahí que es especial… especial de…
–Ya, ya, en todos los sentidos posibles –continuó el demonio.
El niño volvió a fruncir el ceño de nuevo, pensativo, aunque se le notaba un poco más relajado.
–¡Anda! ¡Pues sí! –exclamó el pequeño entusiasmado–. Son como caminitos, ¿no?
–Algo así –repuso el diablo–. Debes disculparme –suplicó avergonzado–, no te he ofrecido asiento, ¿deseas sentarte?
–Vale –soltó el niño desenfadadamente, tirándose sobre un sofá que apareció ad hoc.
–Entonces, ¿crees que hay una evolución social marcada, que describe una senda particular?
–¿Qué? No sé… espera… Sí, sí, o… creo que sí. Eso es lo que estoy diciendo yo, ¿no?
–Creo que sí –dijo el demonio.
–Yo también creo que sí –admitió el niño–. Mira, ahora la gente paga para tener muchas cosas y… las cosas y eso de poder pagarlas es como… como más importante que las personas, ¿verdad? Es muy tonto, pero es así. Y eso que antes había cosas más tontas como reyes y gente que mandaba y nadie les había elegido y todo eso, ¿no? Y campesinos que vivían mal, muy mal. Pero yo creo que esto que hay ahora se esfumará y vendrá algo mejor y seguro que, igual que a la gente le parecía bien antes meter en la cárcel a un hombre por besar a otro hombre… pues seguro que en el futuro la gente nos verá y dirán, “jo, pues mira cómo vivían, que se mataban por dinero y por cosas así, y votaban y compraban cosas que no necesitaban para nada como las pastillas esas para adelgazar en un santiamén y creían en la cárcel y… y se pegaban y se insultaban, y se trataban de forma distinta unos a otros y no se dejaban pasar cuando se abren las puertas del metro”, ¿sabes?
–Supongo que crees que la gente es intrínsecamente buena –resumió el demonio.
–No lo sé… sí, creo que la gente no sabe que tiene una chispa que ilumina como el sol. Bueno, hay mucha gente que sí lo sabe y, claro, la enciende.
–No faltaba más –convino el diablo.
–Demonio –le llamó el pequeño–, es ortografía y eso, pero, demonio, tú que estás para castigar a los malos, dime, ¿qué es la gente mala?
–Gente buena –repuso.
–Ah, ¡pero eso también tiene varios sentidos! –soltó el niño.
–Así es.
–¿Sabes? De todos los amigos imaginarios que he tenido, eres el más interesante. Y eso que a mí lo del castigo ese tuyo me parece como lo del dinero, en el futuro no habrá.
–Eres un niño muy listo –le aseguró él.
–Eres mi amigo imaginario, no deberías decirme eso, no estás aquí para eso. Estás para lo otro, para hacerme pensar.
–Entonces, cuéntame –se animó el demonio– qué te joroba de ser pequeño.
–Lo malo de ser pequeño es que el mundo no está a tu altura –le aseguró el niño riéndose.
Una discreta pedrada en el cristal de su ventana y el color negro se convirtió en su cama con sábanas azules, en sus peluches, en el armario de madera de nogal y en el ordenador, en los pósters y la ropa tirada por el suelo de su habitación, en el papel pintado de las paredes con imágenes del mundo de Super Mario Bros. Y se transformó también en el flexo que tenía para leer por la noche. Sus amigos esperaban afuera y le gritaban que bajara a jugar. Y aunque solía tener al menos un amigo imaginario, claro que bajaba a jugar.
–Pero seguiremos hablando de las tonterías –susurró el niño mientras salía de su habitación con una sonrisa en la cara.
En realidad él no pensaba que la gente no tendría problemas, que no se mataría. No, nada de eso. Pero no sabía decir lo que pensaba.