No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

martes, 31 de diciembre de 2019

Banshee

Banshee:

            Hacía quince minutos le habían retirado los sedantes.
            Ella, exhausta sobre la camilla, tomó esa aguja que atravesaba su brazo y la fue extrayendo lentamente mientras la sangre caía al suelo. Dolía y ella gritó, era el grito roto de quien no es capaz de pronunciar una sola palabra.
            –Recuerda: tenemos un trato.

            El doctor Asperger sonrió satisfecho al pulsar la última tecla de esa máquina de escribir en su despacho. El monitor parpadeaba mientras el documento se imprimía. Sus pasos sonaban amortiguados por la alfombra mientras se acercaba a los ventanales enmarcados por unas cortinas de terciopelo rojo. A través de la ventana se veía un zepelín a lo lejos, surcando el cielo de un día radiante. Era extraño que esos armatostes se acercasen siquiera a los campos, lo último que deseaba ver la gente adinerada mientras disfrutaban de sus cócteles, hacían contactos y cerraban contratos eran los sórdidos barracones del complejo, los trenes que ocasionalmente traían más mano de obra y la ceniza. Cualquier obrero sabía que el trabajo no te hacía libre, pero los prisioneros del campo habían olvidado qué significaban las palabras con las que uno construía la esperanza.
Él se acercó un cigarro a la boca, después su mechero y aspiró al encenderlo. Dejando escapar el humo, firmó el papel con su pluma. “Una pena”, pensó, “es un buen material”. La verdad es que le costaba entender por qué el Directorio no utilizaba a todos los críos: no es que les fuera a ir mejor en el orfanato en ningún caso. Tal vez se trataba de una suerte de piedad divina que él no comprendía: en su opinión los análisis no eran concluyentes y hubiera sido más deseable, por tanto, aprovechar todo lo que tenían.

Hacía poco que el soldado Zoller había sido trasladado al Pabellón de Experimentación. La mayoría de los pacientes parecían tener alguna clase de retraso cognitivo y no podían o no querían hablar de modo que era un sitio muy tranquilo, como mucho, de vez en cuando escuchaba algún ruido. Afortunadamente los tiempos de las Guerrillas del Este habían dado a su fin y los jóvenes ya no tenían que terminar guerras que habían comenzado ancianos.
Cuando giró una esquina vio a esa enfermera con una chica en brazos.
–Disculpe, señora… ¿Richter? –le cortó el paso ensayando una sonrisa tan perfecta y amable que resultaba obviamente coercitiva–. No se preocupe, no quiero incomodarla, sólo quería saber si podría proporcionarme los permisos para trasladar a la paciente, en cualquier caso, tendrá que presentarlos en recepción... –torció el gesto al fijarse en la chica– ¿Es la paciente número ocho? Necesita un permiso especial para…

El guardia Rieb se consideraba a sí mismo un superviviente, por eso cuando escuchó un chillido tan agudo que reverberaba metálico e inhumano sobre las paredes, decidió no hacer nada con la más absoluta profesionalidad. Estaba erguido, mirando las pantallas de vigilancia mientras un pistón subía y bajaba entre el mecanismo que las hacía funcionar: en las imágenes veía el pasillo contiguo y en el pasillo contiguo veía al soldado Zoller, sin embargo en el soldado Zoller no veía la cabeza del soldado Zoller y eso le llevó a sacar ciertas conclusiones.
De modo que se reclinó pesadamente sobre su silla, pasando la página de una revista pulp.
Cuando habían pasado un par de minutos, miró esos engranajes rotando bajo el cristal de su reloj y accionó la palanca para dar la alarma.
Sí, él era un superviviente.

La alarma resultaba ensordecedora en sus oídos y a la paciente Zlata Rosenbaum no le hacía particular gracia que Mia Richter estuviera cargándola a la espalda: no le gustaba el contacto físico ni la atropellada carrera en la que, al parecer, estaba tomando parte.
Por supuesto, había accedido a esto, Richter necesitaba de una extraña poesía a modo de venganza y ella quería salir de allí.
Un coche debía recogerlas si todo salía bien.
Pero aquel campo no era la única prisión en la que Zlata se encontraba: dado que raramente podía controlar su cuerpo, se sentía una espectadora atrapada en su propia mente, sin poder interactuar con lo que ocurría a su alrededor. Apenas podía señalar y usar esos teclados para transmitir mensajes, pero Mia había estado a su lado entrenándola para comunicarse.
Le había comprado incluso un dispositivo que podía colocarse a la muñeca con un pequeño teclado, algo más difícil de usar, una pantalla brillante y una cobertura de caoba y plata para protegerlo de la lluvia. Mia siempre se ocupaba de ella y le otorgaba un regalo que nadie más le había dado: creía en ella y la trataba como a un ser humano. Mia creía que ella era inteligente y pensaba que el éxito del proyecto Banshee podía aplicarse para mejorar la reacción ante otras órdenes que el cuerpo de la paciente Rosenbaum debiera obedecer.
Zlata sabía que Mia había estado estudiando los libros de los doctores para poder ayudarla y Mia sabía que contravenir las directrices del sub-proyecto, encuadrado en el programa Aktion T4, podía ponerla en serio peligro y sin embargo siempre había puesto a Zlata por delante.
Pero en esta ocasión había pedido algo a cambio y Zlata no dejaba de pensar en lo único que sí podía obligar a su cuerpo a hacer: ese grito, ese chirrido espectral impactando contra aquellos hombres que hacían demasiadas preguntas. No dejaba de ver esos cadáveres ensangrentados cada vez que cerraba los ojos.
Y sin embargo cualquier cosa era mejor que las sesiones de entrenamiento.
Los entrenamientos habían involucrado perros, desmembrados, que ni siquiera sentían dolor pero aullaban de puro miedo, sus restos amontonados en una pila junto al próximo perro tiritando aterrorizado ante ella o tratando desesperadamente de huir. Tal vez por eso un pedazo de su alma había muerto. Recordar a los perros era aún peor que pensar en estos guardias. Quería llorar pero estaba atrapada y su cuerpo no se lo permitía.
Y ocurrió lo que siempre ocurría cuando tenía esos flashbacks, cuando volvía a esa semana devastadora. La furia había estado ahí, agazapada detrás de sus recuerdos, mezclándose con la tristeza, alimentándose de miedo, creciendo y escupiendo su odio hasta emerger a la consciencia, libre.
Siempre era igual, pasaba de un segundo a otro.
No era capaz de sentir la ira hasta que se convertía en el mundo entero.
De repente la rabia estaba ahí y la tomaba.
De repente la rabia era ella.
Al menos ahora podía llorar.

Mia sabía lo que debía hacer, dejarle espacio, estar junto a ella. Zlata la golpeaba con los puños y le daba patadas y lloraba, y la enfermera intentaba protegerlas a ambas. Afortunadamente había conseguido llevarla a una pequeña habitación, ya en el edificio administrativo donde debía encontrarle.
Irónicamente el estruendo de las alarmas las ocultaba.
Mia recordó habían torturado a Zlata durante aquella semana y cómo ella pudo interceder para que retiraran esa práctica, haciendo cosas en las que no quería pensar.
Sabía que no era inteligente actuar llevada por el odio, pero lo había estado guardando en su interior porque tenía un plan y lo iba a necesitar en el momento oportuno.
De momento tenían un punto a su favor, la mayoría de los guardias no eran soldados y, aunque muchos de ellos no tenían que patrullar el Pabellón de Experimentación, habían escuchado los suficientes rumores como para ir corriendo hacia allí con una magnífica lentitud, cultivada a través de varios años de experiencia en no morir.

El doctor Asperger tuvo una revelación.
El sonido de las alarmas lo había sacado de su lectura y, volviendo al mundo real, gestó ese pensamiento.
Se había dado cuenta de que el opuesto del amor no era el odio, sino el miedo. Se trataba de un error de conceptualización sencillo de entender: el foco estaba puesto en lo que deseábamos para la otra persona, felicidad o infelicidad, una vida próspera o una vida miserable, de lo cual atribuíamos como causa o bien el amor o bien el odio. Sin embargo si cambiábamos el punto de fuga, si decidíamos reflexionar en lo que nosotros sentíamos, el amor y el miedo eran perfectos antagonistas: el primero le hacía sentir a uno seguro y en casa, liberado en su propio mundo; el segundo le hacía sentir inseguro y enjaulado en la prisión de su mente.
Tal vez por eso los celos se veían como una muestra de amor a pesar de ser una forma de miedo, tal vez por eso los niños que llevaban su síndrome por estrella, de alguna manera, eran libres en cualquier lugar.
Incluso en el orfanato, pensó él, porque una persona torcida podía llegar a una conclusión errónea desde la más correcta de las premisas.
Dio un par de golpes con su dedo índice a su elegante caja de tabaco y tomó un cigarrillo que no iba a disfrutar.
La puerta de su escritorio se abrió sonoramente.
La enfermera Richter tenía a la paciente número ocho cogida de la mano.
–¡¿Qué despropósito es éste?! ¡¿Cómo irrumpe usted así en mi despacho…?!– comenzó a vociferar el doctor.
Pero Mia Richter le respondió hablando en un susurro y él tuvo que esforzarse en oírla. Hasta donde ella sabía, si le hablabas de ese modo a quien te gritaba, paraba de hacerlo para escucharte.
–Usted mandó a mi hijo al orfanato Am Spiegelgrund– dijo con frialdad. Tenía una pistola en la otra mano que trataba de ocultar. Bien pensado, la venganza no era algo inteligente que hacer con el odio.
–Ah, ya entiendo –dijo el doctor, sin percatarse del arma, con ese tono condescendiente de quien sabía tener sólo un reducido grupo de iguales entre los cuales no se contaba su interlocutora–. ¿Cree que por el hecho de que yo firmara esos documentos, era quien tomaba las decisiones? –ahogó una risotada en su arrogancia–. Las mujeres sois criaturas débiles e irraci…
Su cabeza explotó ante el grito de la Banshee.
–Gracias por ayudarme –le dijo Mia a Zlata, llena de dudas–. No te preocupes, cumpliré mi parte: saldremos de aquí.
Ninguna se sentía mejor y probablemente se habían transformado en algo peor. Sin embargo había algo que ambas detestaban de los hombres buenos que observaban a los hombres malos sin decir una palabra.