No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

lunes, 31 de diciembre de 2018

Aquelarre

Aquelarre:

–Bueno… –comentó Kalani tirada sobre el asiento de atrás en el que había estado dormitando hasta hacía unos minutos. Senescal Piruleta estaba en el asiento de copiloto, disfrutando del viento con la lengua fuera–. Tú mataste a los dos hermanos que se cepillaron a ese novio tuyo tan horrible, lo entiendo, aunque no te sientes mejor. Ese par de capullos simplemente creyeron que tu novio te estaba violando. Tenían razón.
–¿Tú qué puedes saber? –Sniezhana detuvo el coche de golpe, su tono no era en absoluto amigable. Kalani no entendía demasiado bien a qué se debía el enfado, pero respondió lo único que pensaba que podía responder:
–Sé lo mismo que tú. No querías, te dolía, te violaba.
–Yo le amaba –insistió Snieshka.
–Lo sé –Kalani la miró a los ojos. Su interlocutora evitó su mirada: temía perderse en ese azul sin fondo y su poder, perder su alma en ese cúmulo de pensamientos que ya no eran de nadie, Kalani también desvió la suya, pensativa–. Normalmente la gente huye de la verdad –dijo–, supongo que tiene cierto sentido... aunque no es una decisión muy inteligente. Normalmente tratan de enterrarla bajo un buen montón de palabras, pero tú podrías hacerle frente. Ella sólo verá verdad en ti –le aseguró sonriendo–, te lo puedes tomar con calma –Kalani se mantuvo pensativa unos instantes–. Sólo la gente fuerte puede vivir en este mundo y dejar de sobrevivir a él.
De haber podido, Kalani hubiese dicho que leía mentes sin pensar. No era exactamente intencionado, tenía ciertos problemas a la hora de considerar la privacidad ajena cuando experimentaba cómo los pensamientos de su compañera entraban al asalto en su mente…
Desesperación, tristeza, recuerdos tercos y sueños rotos, la realidad destruyendo la ilusión, la sombra de la soledad languideciendo. Su amado Sasha haciéndole daño sin detenerse, la muerte que nunca llegaría, la eternidad como un infierno personal. Todo era demasiado para Kalani. Y todo era demasiado para Snieshka.
–El resto de hombres –reconocía esta última– han sido peores que él: me han prostituido, me han devorado brazos y piernas, me han vendido y comprado. No es mi culpa sangrar siempre. Ningún hombre bueno puede amar a un ser como yo.
–Tenía una amiga: Audrey –soltó Kalani, recordando que hubo un tiempo en que no se sabía peligrosa para los demás–. Te hubiese venido genial hablar con ella. Nadie tiene el derecho de hacerte daño, Sniezhana –a Kalani le costaba trabajo hacer su empatía funcionar, además coincidía en que ningún hombre bueno podía amar a Snieshka, aunque de algún modo quería consolar a su compañera porque a fin de cuentas no había elegido el tormento de no crecer, de modo que tras unos segundos de dudas y silencio dijo–. Me aburro. ¿Quieres que cambiemos de conductora? Así descansas.
–No es necesario –contestó Snieshka tomando una curva–. El problema, en realidad, no es que te acostumbres a soportar su actitud, porque nunca te acostumbras. El problema es que te acostumbras a sentirte mal debido a ella y a pensar que eso no significa nada, que tú no significas nada. He matado a demasiada gente y demasiada gente ha pasado por encima de mí –Kalani la miró con expresión bovina–. A ti nunca te hubiera ocurrido algo semejante –Snieshka respiró hondo, sentía que Kalani era como una niña ingenua que pensaba que los problemas se podían arreglar sólo con buena voluntad, le sonrió con cierta tristeza y Kalani sonrió a su vez, encantada, tal vez eso era lo que la hacía fuerte–. ¿Por qué no me hablas del asentamiento de Faro? He oído historias, pero lo cierto es que desconozco vuestra cultura.

Había un alce en medio de lo que quedaba de carretera, moribundo.
Su cornamenta parecía descomunal.
Snieshka detuvo el vehículo a regañadientes, a cierta distancia del animal.
El sol pasaba entre las copas de los árboles tomadas por los pájaros.
–No podemos dejarlo así –insistía Kalani desde el asiento de atrás.
–Voy yo –zanjó Sniezhana–. ¿Sabes si hay algún pensamiento alrededor?
–Si no estoy viendo a las personas, puedo tardar unos minutos… Intentaré concentrarme.
–No deberías exponerte –se quejó Snieshka al ver a su compañera salir del coche.
–La chatarra no es demasiado buena parando las balas… –observó Kalani dando un toquecito sobre el capó oxidado del vehículo. Senescal Piruleta olisqueaba la hierba y el verde que crecía en la antigua carretera mientras se acercaba zigzagueante al alce.
Kalani se aproximaba también en ese baile sutil que ella llamaba andar.
Snieshka se detuvo en seco al llegar ante el imponente animal.
Vio un agujero de bala en el lomo.
–¡Es una emboscada! –exclamó en un susurro.
Alguien corrió hacia el coche, Senescal Piruleta corrió hacia ese alguien. Más personas aparecieron entre los árboles del bosque.
El anteriormente mencionado Alguien disparó tres veces y el perro liberó un ladrido de dolor y cayó, pesado, al suelo.
Senescal Piruleta aullaba y gemía, con tres balas incrustadas en el cuerpo, sangrando y sin apenas mover más que sus patas delanteras, mientras miraba a Kalani en una súplica por entender el dolor. Y Kalani no podía calmarlo y eso le hacía llorar y ahogarse en una respiración entrecortada. No comprendía tanta información, se sentía abrumada, se sentía sobrepasada por el dolor.
Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
Y todo el mundo cayó al suelo.
Sólo Snieshka consiguió levantarse con esfuerzo, apoyándose en su espada, mientras intentaba asimilar qué había ocurrido con su cerebro. Veía sangre sobre los restos de asfalto, era suya.
De alguna manera se sentía decepcionada.
Habían pasado unos segundos, tal vez unos minutos. No podía saberlo pero su cuerpo ya parecía recuperado a pesar de que debía haber muerto. Veía a Kalani abrazándose desesperada a su perro.
No dejaba de llorar y sangraba por la nariz profusamente mientras abrazaba y mecía a Senescal Piruleta, rodeado de rojo. Y Senescal Piruleta gimoteaba cada vez con menos fuerza y ella le sujetaba las patas y la cabeza para no dejarle ir.
Él la miraba con ojos tristes, pidiéndole auxilio. Ella sólo sollozaba, impotente.
–No podemos quedarnos aquí. Kalani. ¡Kalani! ¡No podemos quedarnos aquí! ¡Paiéjali!
Estaban rodeadas de cadáveres.
Los lobos comenzaron a aullar a lo lejos.
Y un enorme camión se detuvo ante ellas mientras Kalani observaba furiosa al conductor.

–…y tenía un pene gigante, pero –puntualizó Kalani– no sangré la primera vez que lo hicimos: Cole era súper suave. Luego a la segunda ya sí porque pensábamos que no iba a sangrar y nos vinimos arriba y tal.
–Creo que eso no tiene que ver con la vida en el asentamiento de Faro, Kalani –dijo la pequeña Snieshka mientras conducía–. ¿Podrías intentar ser algo más genérica y no limitar vuestras costumbres a tu vida sexual?
–No. Echo de menos follar y en el asentamiento follaba mucho, no sólo con Cole. La verdad es que las primeras veces son las peores…
Snieshka quedó pensativa y Kalani se perdió en el verde del paisaje que veía.
–Hiciste un buen trabajo durante estos meses en Arriba –comentó Sniezhana–. Cazaste a cada uno.
–Y a cada una –se rio Kalani–. Jack es un hombre poderoso, no creo que sea una mala persona pero sus manos están manchadas de sangre y sólo ve soluciones dentro de un sistema defectuoso, de modo que esas soluciones también son injustas. En Arriba la gente es esclava del poder y de una idea distorsionada del orden. Las prisiones sólo crean una sensación ficticia de seguridad… a posteriori. Es el reconocimiento de que no has resuelto el problema. Una puta mierda, vamos.
–¿Hay prisiones en Faro?
–Hay castigos duros –Kalani se encogió de hombros–, vienen a ser la misma mierda.
–Es una buena respuesta en términos de suministros –señaló Snieshka.
–El problema de encontrar una buena respuesta es que intentamos que las preguntas encajen en ella y no al revés –Kalani desconfiaba de las palabras, la gente tendía a confundirlas con la realidad muy a menudo y eso llevaba a toda clase de disparates. La realidad, sin embargo no cabía en el pensamiento sino que se presentaba sin más y en ocasiones te hacía decir:–. ¡¿Qué coño es eso?!

El conductor bajó del camión y se acercó a Kalani mientras ella sangraba por la nariz y respiraba con esfuerzo, exhausta.
Éste le dio las llaves y fue a llamar a los demás hombres y mujeres.
Kalani apoyó la espalda contra la parte frontal del camión, luego se sostuvo con las manos en las rodillas mientras tosía y luchaba por tomar aire.
Snieshka también se ocultó junto a ella, miraba a su compañera, preocupada.
Kalani, al ver a los demás tras su parapeto, se interpuso en su camino y éstos se detuvieron ante ella.
Una de ellos le tiró a Sniezhana otras llaves, eran grandes. Snieshka se dirigió a la parte de atrás del camión.
La puerta de atrás se abrió y los rayos del sol llegaron al interior de aquél enorme remolque ante la perplejidad de quienes se encontraban allí.
–¡Son esclavistas! –vociferó Snieshka tras abrir la puerta–. ¡Hay gente aquí… Niños y niñas en su totalidad!
–Lo sé –sentenció Kalani con los labios y la barbilla ensangrentados mientras su pecho subía y bajaba, aún a un ritmo frenético.
El conductor les pegó a sus compañeros, uno a uno, un tiro en la cabeza, luego se disparó a sí mismo.
Senescal Piruleta ya había muerto.
Kalani se dirigió a la parte trasera del camión respirando entrecortadamente, visiblemente agotada.
–¿Sabes a dónde se dirigían? –interrogó Snieshka.
–Sé el nombre de la ciudad –respondió Kalani entre toses, después subió como pudo al remolque del camión, dentro olía a cerrado y a sudor.
–Kalani, los niños tienen miedo –huían de ellas dos, apretujándose contra las paredes del camión y contra las provisiones, evitando asimismo una caja gigante.
–¿Qué?
–Estamos cubiertas de sangre, Kalani.
–Ufff… estoy muy cansada, ¿puedes ocuparte de ellos? No soy demasiado buena calmando a la gente… es decir, sin poderes.
Snieshka bajó a los niños y a las niñas del camión y se quedó hablando con ellos, explicándoles que eran libres y que podían quedarse en Faro si es que no sabían cómo llegar a sus hogares o no estaban dispuestas a hacerlo.
Kalani se aproximó a la caja, llena de curiosidad. Tenía una abertura a la altura del suelo, era de madera y estaba cubierta por una lona de plástico gruesa y raída. Dio tres golpes con la mano, como si llamara a una puerta. Del otro lado recibió otros tres golpes a modo de respuesta.
–¿Quién eres? –gritó un poco para hacerse oír.
–Me llamo Rona –respondió la mujer recluida al mismo volumen.
–¿Por qué te tienen miedo los críos?
–Maté a Daryl, un completo hijoputa, cuando me pasaba una bandeja de comida por esa ranura que ves ahí abajo. Luego los muy cerdos les dijeron a los niños que se turnaran ellos para meter la bandeja por la ranura. Aún no les había dado tiempo a los pobres pero han visto morir a un gilipollas aquí mismo. Es normal que estén aterrorizados.
–¿Tienes algún sitio al que volver?
–No –Kalani abrió la puerta con el juego de llaves y Rona sólo vio en ella una sonrisa sincera y unos ojos azules que parecían estar concentrados en alguna otra cosa. Kalani vio a una mujer con la piel parecida a la de Cole y, como ya sabía que era sincera, todo lo demás le daba igual.
–Si quieres –le propuso Kalani– puedes viajar con nosotras. También somos brujas. O sea… no bailamos desnudas a la luz de la luna ni nada de eso, sólo tenemos poderes raros que nos joden la vida y nos la arreglan a partes desiguales.


miércoles, 31 de octubre de 2018

Todesangst

Todesangst:

–Papá, ¿cuando me muera, dejaré de sufrir?
Mi hija era demasiado pequeña y la realidad, como el fulgor en sus ojos, hacía tiempo que sólo era un extraño recuerdo consumido por las horas para subsistir.
No contesté inmediatamente, porque ante algo así uno no puede contestar inmediatamente, sólo puede quedarse bloqueado, tal vez repasando vivencias, reflexionando acerca de la naturaleza del dolor y la pérdida y la muerte, o sobre la necesidad de saber qué es la verdad, qué es lo correcto y qué nos separa de las tinieblas, si es que hay algún intersticio posible.
En cualquier caso la respuesta final a su pregunta pareció consolarla.
Yo salí de la habitación y estuve llorando, no sé por cuánto tiempo, pero anocheció.
Afuera el fuego se convertía en cenizas y los cuerpos, en sangre. La tierra tejía sus últimos estertores a la realidad, como puntos de sutura atenazando los labios de una boca que quiere gritar. Los sacerdotes sabían que el mundo, como mi hija, sucumbiría pronto, nadie podía ignorarlo ya. Incluso el brillo del sol no era más que el pálido reflejo de la luz, oscurecido y agotado, como si el día buscara aferrarse a una existencia marchita que no podía dejar de infectarse y pudrirse con el transcurrir de las horas.
Muy cerca de mi casa, sobre un círculo de arena negra, unos hombres y mujeres caminaban alrededor, liberando cánticos a los Antiguos mientras se fustigaban con látigos y sus heridas seguían desgarrándose.
La noche era impenetrable, ni siquiera los animales del bosque salían de sus madrigueras o se atrevían a abandonar sus nidos. Las lunas habían desaparecido de la bóveda nocturna.
Lo hubiese dado todo por estar con ella en todos esos terribles momentos, momentos en los que mi hija me necesitaba. Recuerdo la incomprensión en sus ojos, pero le hice una promesa y también eso pareció consolarla.

Al día siguiente decidí emprender un peligroso viaje a la Catedral.
Así que me arranqué el corazón.
Dicen que sólo los puros sobreviven, que sólo la determinación puede sanar sus heridas.
Y que la cicatriz en tu pecho te llevará al infierno.
Las iglesias y el miedo y los credos sin sentido nos ofrecen la salvación a cambio de aceptar que debemos ser salvados. La llave es sólo un dogma putrefacto y la cerradura tiene la forma de nuestros deseos.
Veo una casa de madera, un pasillo en su interior, una puerta.
Veo un ciempiés avanzando sobre los restos de una pared húmeda y desconchada, el olor me es extrañamente familiar.
Veo las ramas de los árboles justo antes de la noche, no sé dónde estoy.
Veo lo que tal vez sea un animal, muerto, su tórax es un agujero rojo del que se alimentan los gusanos.
Veo símbolos antiguos, circulares, llenándose en un significado que no comprendo en ningún ahora y en ningún cuándo.
Y veo la Catedral, y me siento real en medio de ese aire enrarecido del que mis pulmones se llenan, mi corazón bombea sangre, siento mis huesos, mis músculos, mi piel, el vello erizándose y la ropa sobre ella.
La Catedral era un edificio descomunal, en ningún modo diseñado para una especie como la nuestra, y aunque había oído hablar de ella por algunos supervivientes, nunca había sido capaz de imaginar lo sobrecogedora y ominosa que resultaría a mis ojos. Sus arcos se retorcían, unos por encima de otros, alzándose hacia el infinito. Su laberinto de pilares sostenía la realidad y en lugar de bóveda alguna, se veían, lejos, galaxias y estrellas.
Pero ese paisaje rutilante no podía tener nada que ver con el de nuestro mundo agonizante.
Estatuas de criaturas difíciles de catalogar miraban hacia las paredes, parecían contraerse en algo parecido a una reverencia o, tal vez, al dolor. Había algunas próximas al centro de la sala, parecían haber sido colocadas aleatoriamente y siempre miraban hacia los pilares que flanqueaban. Criaturas en ofrenda a los Antiguos.
Y ellos, dondequiera que estuviesen, parecían observarlo todo.
Ellos nos dominaban porque eran mucho más antiguos que el tiempo en este universo, mucho más antiguos que nuestro terror a lo desconocido.
Mi insensatez hizo que me arrodillara ante el altar.
Una sacerdotisa deslizó sus tentáculos pegajosos de color verduzco por mi cuerpo, lentamente, palpando la herida, regenerándola y dejando en su lugar una marca negra como el hollín. Su cabeza, cubierta por el hábito blanco no dejaba adivinar un rostro.
Sólo había silencio y el sonido arrastrado, viscoso y pesado de lo que no puede dar paso alguno mientras se desplaza.
Se acercó a una estantería, tomó un libro polvoriento y lo puso en mis manos.
Yo la miré, eternamente agradecido.
Un turíbulo se cruzó ante mis ojos, el humo de incienso era denso, se internó en mis pulmones y me transportó de nuevo a mi hogar.
Esta vez no hay visiones. Es como despertar de un sueño a una pesadilla.

Pasé aquel día cantando en la habitación en la que mi hija estaba postrada. Yo recitaba el contenido del libro, verso a verso.
No conocía las palabras escritas en esas páginas, y sin embargo mi lengua las pronunciaba, mis entrañas las recordaban.
Y mi hija me miraba atemorizada, entre dudas que no se atrevía a verbalizar a fin de no interrumpirme.
Al acabar, no pasó nada, pero me sentía agotado, de manera que decidí sentarme en la habitación contigua a descansar.
–¡Papá! –mi hija gritó, aunque la voz se le estancaba en los pulmones y se diluía en su enfermedad.
Corrí a la habitación, ella seguía en la cama, pero parecía muy asustada y estaba muy quieta.
–Hay alguien en el armario.
Un sollozo se oía con claridad, proveniente de su interior.
Abrí el armario y vi a mi hija, mi propia hija estaba ahí dentro, llorando, sus ojos eran puro terror.
–Papá, hay algo sobre mi cama.
Miré hacia atrás.
Un monstruo informe que no es mi hija se agita violentamente, hay ojos y miembros, multiplicados, ubicados sin concierto en un cuerpo incomprensible. Tiene boca, sufre en un alarido interminable, inestable, intenso, demasiado humano y demasiado infantil. Mi hija grita desde el armario. Sus gritos se parecen.
Cierro la puerta del guardarropa.
Voy a la habitación adyacente y veo el libro. Junto a él hay un hacha que suelo utilizar para cortar leña. Por un momento pienso en coger el libro.
Vuelvo a la habitación con el arma en ristre y ataco a esa criatura. Grita nuevamente.
Mi brazo arde con las acometidas, no me detengo.
Creo percibir el eco de la confusión en cada chillido, tras cada hachazo hendiéndose en su piel. No sabría distinguir sus alaridos de los de mi hija. Parecen los gritos de una criatura indefensa y enferma, sufriendo. Quiero parar pero tengo miedo.
Y mis lágrimas me ciegan.
La sangre cubre mi brazo, golpe a golpe.
Mi brazo se queda sin fuerzas.
Esa bestia ya no se mueve.
Abro la puerta del armario para cerciorarme de que mi hija está bien.
Pero no está bien.
Está llorando mientras se transforma de nuevo en esa criatura.
Y sé que no puedo matarla.
Otra vez no.


domingo, 30 de septiembre de 2018

Virginie


Virginie:

Recuerdo el tic-tac del reloj del dormitorio, contando cada segundo con una diligencia extrañamente estática, ignoro, sin embargo, de cuándo databa aquella madera que se negaba a envejecer mientras nos decía el paso del tiempo. Siempre supuse que se trataba de una herencia mantenida desde antiguo, cuando el blasón familiar era por todos conocido. Mi padre nunca le dio importancia y yo nunca le pregunté, porque a veces no deseamos revelar los secretos que sólo dejamos escapar entre suspiros. ¿Crees que puedo conservar la memoria en unas pocas lágrimas? El reloj, tras tus primeras visitas a nuestra hacienda durante aquella primavera, lo sentí tan necesario, tan imprescindible para mi propia vida, como cualquiera de tus caricias, y es que de alguna manera se apoderaba de mí un miedo atroz a perderme en tus ojos, temiendo que, extraviada en su verde fluir, no supiera yo encontrar el camino de regreso. No obstante, su sonido me ataba al ahora y, tal vez por esa razón, si es que razón era, de estar el eco del tiempo presente, sentía el más sencillo sosiego. Era entonces cuando en la belleza de tus ojos podía yo viajar al mundo de los sueños, Virginie, deslizándose mis susurros sobre tus mejillas encendidas.
En ocasiones me lamento, nunca debí haber tomado esposo alguno.
He crecido y ahora sólo sé soñar.
Olympe

Ya, ya, no debí leer la carta, ya lo sé.
Que, a ver, entera tampoco la leí porque era un coñazo, la verdad.
Era tarde y hacía frío. Creo que la chica había estado sentada en medio del parque, se le cayó y yo le eché un vistazo.
Y la carta… parecía muy vieja y no sólo por la redacción o esa caligrafía tan circular que sólo he visto en las cajas de bombones caros y en marcas de lencería femenina. Total, si no la habían sacado directamente del siglo XIX supongo que venía de algún manicomio o, que sé yo… alguna casa de los horrores con tintes de beatitud, cadenas, crucifijos, caníbales y mierdas de ésas. El papel también era viejo: amarillento y, ¿”ajado” es la palabra? Sí, supongo que vale. Olía a perfume o algo. Una mariconada de principio a fin, joder.
La chica aún se veía entre la niebla.
Una silueta, poco más.
En cualquier caso el papel había sobrevivido y estaba seco.
Le grité a la chica, pero estaba bastante lejos, el parque era bastante grande, y no se volvió, así que decidí correr hacia ella antes de que la niebla la engullera. Era densa de cojones, por si no lo he dicho.
Se metió, para mi sorpresa, en una casa bastante grande, oscura y destartalada, llena de pintadas, la planta baja era un vacío de polvo y hormigón. No había podido verla bien pero no parecía la clase de tía que viviera en una casa okupa con perro-flautas, punkis y gente de ésa.
Toqué a la puerta.
Silencio.
Como no pasaba nada, me metí dentro. Sólo había unas escaleras que subían, así que fui a la planta de arriba. Aquello sí se parecía más a una casa. Es decir, no había casi nada, pero al menos había habitaciones, puertas y todo eso.
Había una puerta cerrada, quiero decir que era la única puerta cerrada.
Joder, hubiese sido casi indecente no abrirla, así que, por supuesto, la abrí.
Un dormitorio, menuda decepción. Ni cadenas ni hostias, sólo una cama normal y corriente. Y ni rastro de la chica de la carta.
Me volví hacia la puerta. Vi una figura en la penumbra, muy quieta y en silencio. Me dio tal susto que me volví a dar la vuelta.
Vale, aquello era el equivalente de cubrirse con las sábanas al ver por la noche un montón de ropa en una silla y, como me di cuenta de que debía de estar pareciendo un completo capullo, decidí hacer algún comentario que pudiera justificar, aunque fuera remotamente, mis putos movimientos espasmódicos de nenaza:
–Joder… la cama está toda deshecha.
En fin, soy un capullo, para qué vamos a engañarnos.
Me volví, pero ahí me acojoné en serio. Cualquiera de vosotros se hubiera acojonado, vamos a ver.
Lo que vi era una especie de sombra crepitando oscuridad, desplazándose a cuatro patas con una extraña comodidad pese a que se distinguía el dibujo de una anatomía humana en ella.
Que, bueno, esto os lo digo ahora, después de que haya pasado todo. Y sí, estoy vivo y os he jodido el final de la historia, pero en aquel momento, estaba yo como para pensar en qué coño estaba viendo. Y fue como cosa de un par de segundos, pero ese puto bicho era raro de pelotas y cualquier tío duro se hubiera cagado de miedo. Por más que quieras, no puedes pegarle a una puta sombra.
Estaba entre la puerta y yo, así que mi cuerpo tomó sus propias decisiones, un tanto estúpidas, la verdad: retroceder lentamente.
La sombra se abalanzó de mí, encima de la cama, pero cuando abrí los ojos, había una chica desnuda sobre mí mirándome con curiosidad.
Fue extraño, dudé de lo que había visto momentos antes, la realidad parecía estar haciéndose un hueco en mí. Y era fantástica. Y, joder, ¿y si lo que pasaba es que en la puta casa okupa había alguna droga rara y había estado flipando?
En este punto de la historia me gustaría subrayar de nuevo el hecho de que tenía una tía en pelotas sobre mí.
Me empalmé, naturalmente.
La chica se deslizó sobre mi cuerpo y comenzó a besarme el cuello.
Luego se alzó. Recuerdo sus colmillos, sobresalían, pero supongo que debía estar flipando también.
Ella vio la carta que yo sujetaba y me la arrebató de las manos.
–Puedes irte –me dijo, sólo que ahora estaba parada en la puerta, vestida.
Fui a preguntarle qué estaba pasando, pero giró una esquina y no pude encontrarla.
Como todo aquello era bastante perturbador me fui de allí.
No lo entiendo bien, la gente no suele ir compartiendo drogas por ahí.

Una mujer caminaba por la calle cuando, para su sorpresa, vio salir a un joven de su casa. Parecía muy alterado, su expresión, desencajada; su piel, pálida, y trataba de correr con torpeza. Gemía y se ahogaba, como si se hubiera quedado sin fuerzas para gritar. No era una situación habitual: la gente no solía salir de su casa una vez había entrado en ella. Al menos no por su propio pie, de modo que sintió una enorme curiosidad.
Subió las escaleras y atravesó el pasillo, después cruzó la puerta de su habitación.
Sonrió.
–Eres toda una sentimental.


viernes, 31 de agosto de 2018

Cuervo Blanco

Cuervo Blanco:

            Ese mundo innoble veía a la eterna viajera pasar, su mirada se extendía sobre el paisaje intentando concebir cómo había sido antes de su nacimiento aquella tierra agonizante por la que aún hoy se derramaba la sangre de las mujeres y los hombres.
Había una suerte de dicha triste en sabernos herederos de un yermo destruido, tan cercana a la ignorancia que nuestra viajera nunca la hubiera tolerado.
Por otro lado ella, Biélaya Varona, disentía del antiguo sabio: el mundo no era el mejor de los mundos posibles, probablemente era uno de los peores que nadie podía imaginar: la autoridad de Zorya y su ley se extendían por todo un continente cuyos territorios sometidos al Imperio trataban de alzarse de entre sus propias ruinas únicamente para poder respirar.
Biélaya Varona era una Ejecutora, sus funciones eran las de árbitro y verdugo, enviada a cualquier rincón del Imperio, por más desamparado o remoto que fuese, para resolver asuntos legales varios a su entera discreción. La Corte de Zorya disponía de tres Ejecutores y el vulgo solía tomarlos por hechiceros o asesinos.
La llamaban Cuervo Blanco en aquellas tierras de Viridia, antes prósperas como enclave comercial, ahora arrasadas por la guerra y la magia. Tenía trabajo que hacer.

La sala del trono era una impostura: la guardia, formada por hombres y mujeres bastante inquietos en aquel momento, trataban de no mirar hacia las robustas puertas de roble, como si buscaran exorcizar el peligro o el miedo que se cernía sobre sus cabezas.
–¡Recordad que sólo es una mujer! –la enérgica voz de Alba, última en el linaje de la casa Tullia en la antigua Viridia, trataba de reconfortar a la guardia real. Todos habían oído rumores sobre los Ejecutores cuando no habían cruzado sus caminos en alguna desafortunada ocasión, no hacía falta añadir más.
El portón se abrió, cinco cadáveres de soldados descabezados entraron como si hubieran sido arrojados con una gran fuerza a la estancia.
Los miembros de la guardia real empezaron a cuestionarse sus salarios.
Sí, había una sola mujer ahí, cruzando el umbral, la cual envainó sus dos espadas ensangrentadas con tranquilidad. Sólo vestía un tabardo blanco, calzas negras, botas y hombreras de cuero oscuro. A juzgar por las apariencias, no parecía nadie importante, siendo el único elemento que destacaba entre sus ropas una esmeralda pendiente de su cuello.
–Soy Biélaya Varona, en vuestras tierras se me conoce como el Cuervo Blanco, ¿no yerro al asumir que estoy ante Alba Tullia, gobernante de Viridia? –no aguardó a recibir respuesta y continuó con su discurso–. He de reconocer que el Imperio ha sido… negligente con respecto a Viridia y su arcaica casta de gobernantes. No se puede confiar en la palabra de una reina, ni siquiera en la de una que dice inclinarse. Se os condena a muerte por los delitos de conspiración, sedición y rebeldía contra la Emperatriz Zorya, vuestra estirpe será borrada de…
–¡Matad a esa perra! –ordenó la reina.
Los guardias, la mayoría al menos, pertrechados con sus armaduras y armas, sintiéndose seguros tras la cobertura del metal y la superioridad numérica, avanzaron.
Ella les miró, sus armaduras se constriñeron sobre sus cuerpos, el chasquido de los huesos al romperse fue estremecedor. La sala del trono nunca había escuchado gritos de dolor como los de aquellos experimentados guerreros al ser devorados por sus propias corazas.
Las y los que aún no habían atacado soltaron sus armas y escaparon, pasando junto a la Ejecutora, que decidió perdonarles la vida. Alguna incluso musitó unas palabras de gratitud en su marcha.
Se oía el llanto de un bebé.
Biélaya Varona se detuvo y, tras ponderar aquel imprevisto durante un par de segundos, encontró una solución:
–Renunciad a vuestros derechos y a vuestro nombre, renunciad a esta casa y sus riquezas.
–¿Tan bajo ha caído Zorya creyendo que mi honor puede ser de su propiedad?
–¿Tu honor? –repitió la Ejecutora escupiendo cada palabra, incrédula–. Tal vez sea un concepto demasiado abstracto, tu vida, sin embargo…
La reina comenzó a sangrar por todos los orificios de su cuerpo cuando sus órganos internos explotaron.
Biélaya Varona silenció también al resto de esa guardia que había estado muriendo lentamente, sus cráneos hechos trizas con uno solo de sus pensamientos.
Ahora podía escuchar mejor.
Ahora el llanto de bebé era evidente.
Cuervo Blanco recordó instintivamente el momento exacto en que aquellos desconocidos que pretendían violarla mataron a su recién nacido al aplastarle la cabeza contra la pared. En ese instante la misma realidad se separó partícula a partícula, sometida a su maltrecha voluntad, y a su alrededor sólo quedó sangre y polvo.
Pero tenía que concentrarse en el ahora…
Tal vez de haber sido consciente de sus poderes unos segundos antes, de haber sabido dominarlos…
Pero tenía que concentrarse en el ahora, de verdad…
Un hombre apareció tras el trono, armado con una espada y un escudo, vestía además una armadura en condiciones.
–No pienso entregar la vida de mi hijo sin luchar por ella. ¿Tus últimas palabras? –ante aquella ridícula bravata Biélaya Varona sólo pudo soltar una risotada llena de desprecio, mientras, examinaba a su interlocutor con detenimiento: el padre había estado llorando a su mujer y a sus soldados pero no parecía un señor de noble cuna al uso, sino que poseía la determinación de un auténtico guerrero. Aparte de los pertrechos, naturalmente.
–¿Servio Ianio? –inquirió la Ejecutora–. He pronunciado tantas últimas palabras en mi vida que ya no cuento con ninguna de ellas, de modo que deseo reafirmarme en mi oferta dado que también la casa Iania ha sido acusada de sedición, conspiración y rebeldía: renunciad a vuestro nombre y mi misión se verá cumplida mientras vuestras vidas permanecen intactas. Es una decisión sencilla.
El llamado Servio Ianio, consideró aquellas palabras unos instantes, después envainó su arma y cogió a su bebé con un gesto protector, mirando con desconfianza al Cuervo Blanco.
–Curiosa propuesta para una mujer que acaba de matar al menos a doce personas, entre las que mi amada se contaba.
–Vuestra reina ha estimado que su honor valía más que vuestras vidas y ahora está muerta. Ha tenido elección cuando cualquier otro Ejecutor no hubiera mediado...
El hombre y su cría desaparecieron sin más. Biélaya Varona cerró, una a una, todas las puertas de la sala con el poder de su mente.
Y esperó…
Como a través del agua de una cascada volvió a escuchar los lloriqueos y volvió a ver a Servio Ianio y a su hijo. Seguían frente a ella, justo en el mismo sitio, no obstante, ahora el bebé berreaba a pleno pulmón.
–¡Por Zorya! –exclamó la Ejecutora–. No puede tener más de doce meses… –comentó maravillada.
–¿Vais a matarme? –preguntó el padre.
–No, si puedo evitarlo. ¿Queréis que vuestro hijo viva? –inquirió entusiasmada–. Tengo planes para él… –continuó la Ejecutora, que ya había pensado en un par de opciones–. Despojaos de vuestro nombre y de vuestros derechos sobre esta tierra, dejad que entrene a vuestro pequeño, sé de un lugar donde podemos refugiarnos. Podéis acompañarme.
–De lo contrario moriremos.
–Con toda probabilidad, aunque no por mi mano o mi deseo –asintió la Ejecutora–. A menos que anheléis morir ahora inútilmente. Es una decisión sencilla –dijo de nuevo.
Servio clavó sus ojos en ella y comenzó a declamar:
–Por el sol y las lunas, que se extinga mi nombre del último nombre de mi casa, me rindo ante los ancestros y ante la eternidad. Que los antiguos dioses me perdonen.
–Nos vamos –Cuervo Blanco no tenía tiempo para más ceremonias–. Coge la capa de algún sirviente y sígueme.
Servio se atragantó con sus lágrimas y sus quejas y después razonó que tal vez no era el momento para decir nada. Tras cubrir su cabeza con una capucha, ambos se echaron a andar. ¿Qué sería de lo poco que quedaba del reino? ¿Tendría Alba un entierro digno o sería devorada por los cuervos? ¿Seguían vivos sus amigos, habrían llegado sus cartas a sus familiares? ¿Qué pasaría con los plebeyos, cómo podrían seguir con sus vidas? ¿Qué sería de su hijo bajo la tutela de aquella extraña mujer? ¿Podía acabar con la vida de la Ejecutora a pesar de su inmenso poder y escapar con su hijo? ¿Estarían acaso más seguros de conseguirlo? ¿Era posible matar al Cuervo Blanco o confiar en ella? ¿Era sabio?
No era cierto lo que Biélaya Varona había dicho.
Cada paso que daba era una decisión y ninguna era fácil de tomar.