No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

jueves, 31 de julio de 2014

Biblioteca


Biblioteca:

Siempre he sido una pesada, ésa ha sido la razón que me movió a escribir: escribir para eclipsar la carga de ser una molestia para mis amigos y familiares. Y seguramente esta conclusión sea la causa de que mis amigos nunca jamás deseen leer lo que escribo.
Y si tuviera que describir lo que hago en realidad sería más o menos así: escribir: escribir: escribir…
Hace tiempo se discutía el hecho de que un androide fuese capaz para la creación artística, y la entonces llamada inteligencia artificial decía: no todos los humanos parecen capaces para la experiencia artística. No estoy de acuerdo, ni tampoco con la palabra “arte”.
Con respecto a la antigua nomenclatura de la I.A. prefiero el nombre de inteligencia simulada: aunque impresionante, seguía unos mandatos, tenía unos límites, era la émula imperfecta de la inteligencia, grabada en un código estrecho y quebradizo.
Llamarnos androides, decir que usamos de una inteligencia artificial es algo que, tras una breve reflexión, cualquier ser vivo rechazaría: no aporta nada al conocimiento: una distinción superflua que sólo podría encerrarnos entre cuatro paredes: objetos, sujetos, palabras y categorías. Los humanos y los androides hacía tanto tiempo que nos habíamos fusionado como especie, que todo el miedo que esa posibilidad pudo haber despertado en su momento resultaba ingenuo. Y sin embargo siempre tengo la impresión de que hemos aprendido demasiado y demasiado poco, de que siempre hay camino.
Creo que por eso siento amor hacia el resto de seres vivos y me complace investigar cómo hemos evolucionado los humanos –la inmensa mayoría, ya que la especie se dividió hace siglos entre las estrellas–, cómo hemos llegado a ser lo que somos, a entender lo que entendemos, a fundirnos con un universo sin límite. Y me ilusiona la idea de estar aquí, en este monumento alzado a los libros. En Biblioteca.
La suavidad del neo-gótico del siglo XXXII perfila los arcos bajo el azul del cielo y se esconde en cada estantería, entre los libros. En este planeta, además, siempre hay una bruma densa que disuelve todo en el color blanco a unos metros de los ojos. Reconozco que a mí siempre me ha atraído lo antiguo.
Las grandes extensiones arboladas entre los pasillos separan secciones enteras, también de un tamaño descomunal, los animales salvajes cruzan las lustrosas baldosas y la tierra por igual, pero jamás atraviesan el tenue campo de luz que ilumina cada encuadernación, y así los viejos libros se mantienen a salvo de sus garras y de las inclemencias del tiempo.
Dicen que jamás un ser humano que recorra estos mismos pasillos por los cuales mis pies caminan se ha topado con otro.
¿Me permiten cambiar al tiempo narrativo pretérito? Estaremos más cómodos, yo al menos.
En fin, comencé a pensar en los libros separados en aquel extraño mundo: debía ser una especie de ilusión…
Alargué la mano y un libro fue atraído hasta mi palma. Abrí las tapas y leí que se trataba de una colección de poesía del siglo XXXVII reunida bajo el nombre “Involuciones” de R. S. Larsson-Pai.
Sé que hay quien encuentra inútil el soporte físico por estar la información a nuestra disposición, pero no sólo la vista y la mente tienen por qué recrearse con la literatura. A fin de cuentas tenemos muchos sentidos. De todas formas ahora sólo hay libros así en Biblioteca, ¿qué necesidad habría de nada más? De hecho quizás este planeta sea una muestra de orgullo sin objeto, y supongo que, aunque me refiera al despilfarro de papel de los primerísimos libros, tendríamos que entrar en el peliagudo campo de la utilidad de la obra de arte. No sé si la obra de arte es útil, pero creo que es necesaria o, al menos, muy natural. Volvamos al uso del pasado…
El índice del tomo que había escogido al azar estaba lleno de títulos interesantes y sólo eso ya me hacía disfrutar.
Me gustan las ediciones y obras modernas: encuentro la caligrafía manual un arte en sí misma: la danza de unas líneas que dibujan el mundo. Los libros antiguos también tenían su magia –en ese aspecto– dado que también eran creaciones integrales. Es cierto que los libros de la edad de la imprenta y la impresión perdían ese toque, pero también me resultaban interesantes: eran desde otro punto de vista más prácticos y asequibles: relataban la historia de la Historia. Por otro lado, y como comentaba antes, los ejemplares como el que tenía entre mis manos –relativamente recientes– eran para mí una vuelta al libro como obra de arte integral y única, en el que todo detalle estaba inteligentemente integrado en el contenido y la forma del texto…
Escuché un sonido.
El eco de unos pasos me encontró en mis divagaciones y mis divagaciones se toparon con unos pasos en mi interior.
Una figura fue apareciendo entre la niebla, hablando mientras se acercaba.
–Ésta es tu biblioteca, Zera –era un hombre.
–No lo creo –repuse con una sonrisa entretenida sobre el límite de la cautela.
–Pero lo es.
–Entonces debo valer una fortuna con todo lo que poseo.
–Dicen que hay un libro que narra nuestras vidas.
–Debe ser el más aburrido del mundo.
–¿No te interesaría leerlo?
–Creo que la vida es mejor vivirla, llámame loca.
–¿No te interesaría saber qué va a pasar?
–Claro, ¿me devolverán el dinero al salir de aquí?
–¿La ironía es tu respuesta?
–Mi respuesta suena más bien al sonido de las religiones deshaciéndose –dije guiando el libro que me resignaba a no leer, llevándolo a su sitio como si condujera una cometa, muy arriba, con un cuidadoso gesto de mi mano desde el suelo.
–No tienes respuesta –coligió el hombre.
–Apertura –contesté mientras hacía un gesto circular con la mano, en un vano intento de concretar de algún modo la información que se me escapaba como arena entre los dedos. Por supuesto, le estaba dando la razón: no tenía respuesta.
–Es un enunciado vacío.
–Y lleno hasta todo extremo, son límites descosidos –me puse a contemplar los libros de nuevo: de alguna forma me sentía más cómoda.
–Soy el bibliotecario –dijo él.
Me volví hacia él y me quedé mirándolo, sentía la boca algo seca. Hablé:
–Honro el hecho de que otros se arrodillen ante ti –le aseguré de pie y sincera.
–Pero eso no es para ti –concluyó.
–Por no ser, no es ni para ti –afirmé.
–Gajes del oficio –era como si se encogiera de hombros: desmitificador: humano. ¿Qué sentido tenía crear mitos cuando ni siquiera existía ya la superstición del Estado? Alargó el brazo y dio un golpe con su palma al aire que había ante mí.

La luz del desierto emite un fulgor insoportable, como si quisiese quemarme los ojos, pero la comparación con el indeciso crepúsculo de Biblioteca se desvanece, perdiéndose en otras vidas.
Soy un corazón herido. He matado a siete hombres, a siete que mataron a mis hijos. Pagarán por lo que me hicieron, deben pagar. Se lo merecen y no pienso detenerme. Yo no hago nada malo, no habrá paz para los malvados. No es un crimen, es el castigo.
Soy, un joven en Italia, hace calor y estoy comiendo con mis abuelos, hay moscas en la mesa del jardín y todos charlamos sosegadamente. La alegría de verse los unos a los otros es, sin duda, contagiosa.
Soy una presa política en mi último día en Santo, los humanos han destruido mi planeta natal en su cruzada contra los nim y estoy aquí, muriendo de inanición entre trabajos forzados. Estoy muy delgada, muy delgada… No puedo pensar, ni siquiera puedo sufrir, porque todo es sufrimiento.
Soy la que cumple años, ocho. Mamá dice que puedo pedir un deseo, pero que me lo tengo que callar para que se cumpla, así que sonrío y soplo con muuuuuucha fuerza. ¡Creo que ya tengo mi deseo!
Soy un traficante de armas y, evidentemente, a veces tengo que pegar algún que otro tiro, además con esto de la ley seca hay que tener mano dura. No podemos tirar miles de dólares a la basura así como así. Ya sé que he dejado el salón hecho unos zorros, pero tenemos limpiadores, no hay de qué preocuparse. En mi lecho de muerte me arrepentiré sinceramente e iré al Cielo. Cuando uno se muere siempre desea atar cabos, lo he visto.
Soy madre, ahora, justo ahora, soy madre. Contemplo a mi bebé y siento un amor que se me desborda, que no me cabe en el pecho y, cuando me coge el dedo índice con su puño minúsculo, no puedo evitar llorar, llena de la más pura felicidad. Y le beso, y le quiero.
Soy una inteligencia androide y siento temor, en la calle me desnudan y comienzan a pegarme con palos, ellos son humanos y también nim extremistas. Nadie hace nada, me golpean repetidas veces. Fracturan mi brazo y graban ante las cámaras su lucha contra las máquinas. No entiendo el crimen cometido. No entiendo cómo puedo ser yo un crimen. No entiendo cómo existir es un crimen. Recibo un tiro en la cabeza.
Soy yo quien va a marcar, papá ha venido por primera vez a verme. Ha dejado el trabajo, dice que quiere estar con nosotros. Los demás padres gritan, pero él no. Él sólo me mira, fallo y le miro. Y el asiente con una sonrisa sincera que nunca le había visto. Y entonces casi tengo ganas de que el partido acabe y nos vayamos a tomar un helado y me cuente cosas y le cuente cosas.
Soy un niño de catorce años y piel de ébano, me dicen que mate y yo mato, ya no tengo lágrimas en los ojos como al principio. Me dijeron que violara a una embarazada, que la abriera con mi machete y me comiera su bebé muerto. Hice todo eso. Años después, después de muchos psicólogos aún tengo ganas de matar cuando alguien se dirige a mí con la voz demasiado alta.
Soy…
Soy…
Soy…
El muestrario de esas vidas, potentes, completas, cargadas de sentimientos y conocimientos insertos en extraños sistemas sociales, se disuelve en el espacio.

La Inmersión no era el estudio objetivo de la realidad, era un torrente de experiencias palpitando, vivo. Yo estaba volviendo…
Y el bibliotecario me observaba expectante.
–La felicidad es muy sencilla, apenas necesita contexto. Las víctimas sufrían, a veces hacían daño y siempre se hacían daño. Es el temor, ¿verdad? –quise saber.
–Así es.
–Los humanos hemos pasado por mucho para llegar hasta aquí –murmuré.
–Ten –me acercó un libro, con sus propias manos, solemne.
–Gracias.
Sólo podía dar las gracias por estar aquí, porque aquí había preguntas y no había respuestas. Daba gracias al miedo, la inseguridad y la crueldad que a costa de cegarnos nos enseñaron a abrir los ojos. En aquella nebulosa biblioteca flotaba un deseo impersonal que pedía mi sonrisa en todas las vidas que no había vivido.
–En el libro –comenzó a decir el bibliotecario– se muestra cómo tú, tu alma, sois Dios.
–La verdad es que no estoy para nada de acuerdo con que exista algo tan dicotómico como el “alma”, pero sé que yo soy una. Y, ¿qué tránsito podría haber para llegar ser Dios?
–Zera…
–¡Qué poco sentido del humor! Si me hablas como si fuera una niña tendré que reírme, ¿no?, no me tomes en serio. Pero me lo he pasado muy bien y muy mal –le aseguré admirada–. Muchas gracias –le dije alejándome, muy alegre–, ya sé qué escribir. Ahora sólo tengo que pasear y esperar. Aprender es inevitable, cosa de dioses.
–¿No quieres saber qué tenías que aprender? –inquirió en la lejanía.
–¡Qué va! La ironía ya me la sé –repuse mientras me alejaba.

lunes, 14 de julio de 2014

Las hostias de la vida te han roto los sueños

Las hostias de la vida te han roto los sueños:

–Hay menos autores que narradores, joder. Yo a lo que voy es a que no sé cuáles me dan más asco.
–¿Y usted qué es? –inquirió una joven sentada en la última fila.
–Un hombre sin escrúpulos pero sin las agallas suficientes como para meterse en el mundo de la publicidad.
Alguien se rió… o quizás era una tos.
Unos gestos conclusivos y unas frases de despedida. Y esa extraña ceremonia daba a su fin.
La gente empezó a levantarse, las patas de las sillas chirriaban y la sala se iba llenando de un murmullo seco, como un carraspeo, y luego quedó el silencio.
Él empezó a recoger los papeles y el montón de ejemplares que nadie se había llevado. Estaba satisfecho: pensaba que endosaría muchos menos. La presentación del libro se había alargado más de la cuenta, sobre todo teniendo en cuenta que, de cuanto pensaba beber, sólo le habían pagado una botella de whisky.
El libro era una mierda, empezaba más o menos así:
Se levantó erecto y dijo:
–No te lo tomes de forma personal –después se puso los pantalones.
Era una mierda de libro.
La joven de la última fila seguía allí. Era una chica preciosa. Se puso frente a él, de pie, mirándole. Ella trataba de que su mirada pareciese intensa o interesante. Él creía que así debía de mirar una acelga si tuviera ojos.
–No pienso irme antes de que me diga por qué escribe –declaró ella desafiante. Quizás debido a aquella muestra de insolente persistencia, él supuso que la joven estaba bastante acostumbrada a ser la chica guapa, a que la hicieran caso.
–Ya te he firmado el libro, ¿no? –era guapa, era guapa…
–Por favor… –y ante esos puntos suspensivos, sugerentes como labios provocadores y cejas suplicantes, ¿qué se suponía que iba a hacer él? Era una chica jodidamente guapa, ¿no? No tuvo más remedio que sentir cómo se plegaba sobre sus palabras. Intentó… bueno, intentó algo:
–Yo escupo las palabras, porque si escribiese no sería capaz de decir nada en absoluto. Escribo mierda, joder, probablemente por eso a la gente que le gusta lo que escribo es gente de mierda. Te dejo tomarte la libertad de saborear este momento. Y de la escritura yo qué sé… Podría decir por ejemplo que la escritura es una puta, sí. Sí, joder, lo diría y los cuatro hijos de puta que me leen aplaudirían como los gilipollas que son. Porque, coño, “puta” suena realmente mal y en cuanto a argumentos, en fin… hay que reconocer que no faltan. Pero no voy a decir eso: un puto lugar común, el gruñido de un viejo amargado escupiendo humo negro desde las entrañas del tubo de escape de uno de esos monstruosos camiones de dieciséis ruedas. Para mí la literatura es una costra infecta que uno trata de raspar con un carné sucio. ¿O es que mis lectores no buscan algo sórdido hasta la náusea? Así juegan a ser normales –sea lo que sea eso–, fingirse asqueados en un gesto de maravillosa estupidez, sentirse afortunados por tener una vida que no odian demasiado, una pareja que soportan sólo a ratos y un perro imbécil al que recogerle las cacas. Porque de alguna manera se encuentran a gente repugnante y al conocerles mejor sólo los encuentran desagradables. Y porque quizás puedan comentar esto diciendo alguna payasada como que busco provocar o que soy el escombro de una persona. Porque en definitiva ellos son tan tristes como yo. Y más patéticos.
–Pues yo leo valor –soltó ella, ¿sería una apuesta idiota?
–¿Valor? –repitió él incrédulo, porque más que desarmarle aquello le parecía imbécil.
–Usted se atreve a mostrar otra cara de la realidad a través de la mirada cansada de alguien a quien sólo le falta… –él confiaba en que dijese algo realmente ridículo, pero la chica se escabulló entre sus dudas, ¿sabía lo que quería decir? Oh, mierda, que seguía hablando…–. No todo el mundo podría escribir: “tenías miedo de ser tú, de tus errores, y por eso, en medio de tu indecisión, las hostias de la vida te han roto los sueños”, no como usted. A mí me gustaría hacerlo con alguien así.
–Tú eres idiota, niña –respuesta errónea.
–¡Que te jodan! –¡qué genio tiene la jovencita…! ¡Y, joder, qué culo tiene así, dada la vuelta!
–¡Oye! ¡Espérate, vamos a hablarlo…!

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Las hostias de la vida te han roto los sueños: por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://parafernaliablablabla.blogspot.com.es/.