No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

domingo, 31 de mayo de 2015

Herejía


A Valeria, fue un honor que te quedaras con nosotros.

Herejía:
           
            El mundo tomaba una forma morena, viajera, naturalmente apresurada pero agotada, apasionada, orgullosa. Una cimitarra al cinto, botas, pantalones holgados, una capucha, el deseo de un camello y un desafío en el corazón. Sudor en la frente y sed.
            Caminaba fatigada, tirando de sí misma a cada paso, demasiado desesperada como para recordar su historia, su misión.
Aunque hizo un esfuerzo.
            Tenía que llevar las tablillas al monasterio, se escurrían entre el calor de sus dedos. Eran pesadas y ella se sentía desfallecer y necesitaba beber. Más allá de las creencias, ¿no se hallaba la felicidad?
No obstante volvió a su desafío: Llevaba las tablillas al monasterio no para provocar a aquéllos que pensaban que su contenido era una herejía, sino para demostrar que sólo podían ser una herejía si alguien pensaba que había algo que considerar. ¿Era el contenido herético? ¿Los dioses destruirían las palabras al pisar ella un suelo sacrosanto? Si intentaban resolver una paradoja cayendo en un error sistémico… El aire ardía a su alrededor, acumulándose bajo el límite de la asfixia, disipando su reflexión. Las tablillas… Pesaban demasiado. Y podían costar vidas.
¿Hay un punto al cual llegar?
Los actos son importantes, las palabras sólo aire tomado por la magia pura.
Los monjes querían destruir las tablillas a cualquier precio, segando vidas si era necesario.
Siempre había pensado que matar por palabras y matar palabras constituían ejercicios muy parecidos.
Tenía sed.
La deshidratación apenas dejaba paso a la memoria y a la creación mientras su cuerpo trataba de concentrarse: Se sentía a sí misma en medio de una dispersión errante y en busca de agua.
No podía ordenar sus pensamientos, apenas sí hilarlos. Los veía pasar delante de ella, algunos volvían, otros tantos se iban, otros más llegaban…
Pensaba en esos hombres defensores del bien y los dogmas, dispuestos a todo a causa de nada.
¿Qué hay del que ataca en la defensa, del que defiende en su ataque? Tal vez miedo, tal vez. Y alguna clase de sufrimiento que, probablemente, sea irrelevante a la vez que relevante.
El pensamiento circular no se retroalimenta, sino que se devora constantemente, no somos tan frágiles. Ella confiaba en el ser humano, por eso le costaba entender a aquéllos que necesitaban defenderse, aunque si lo intentaba, se ponía en su lugar y tenía miedo. A la vez era orgullosa, ¿tenía miedo? Se sentía como la incoherencia de todo ser vivo.
Ellos, clérigos y fieles en su mayoría, querían destruir las tablillas porque había algo en ellas que insultaba sus creencias, que escupía irreverente sobre los cimientos en los que habían basado sus vidas y que ocupaba el lugar de los dioses al tiempo que los negaba. Lo comprendía, sí, lo comprendía pero le parecía triste que una idea pudiera encerrar a su contemplador. Después recordaba que necesitaba agua y que su cuerpo era parecido a un cascarón seco.
Si no lo hubiera recordado, habría sonreído. Sin embargo tenía que beber, notaba los labios agrietados.
Se perdió entre sus pensamientos… la sed, el bien y el mal. Les dio una forma en una frase más.
Domar las pasiones es un ejercicio fútil de descontrol, cabalgarlas se llama vida y se encuentra más allá del intento.
Vislumbró un lago en la arena y tuvo miedo, ahora sí.
Desfallecía y con probabilidad sus ojos sólo buscaban engañarla. Ella entendía qué implicaba la ilusión de un oasis.
La ilusión del oasis era un cuerpo a punto de morir que necesita seguir andando, a toda costa y en cualquier dirección, pasando sobre el cadáver de la verdad que fue abandonada en otros ojos sin sed, deshecho como jirones de viento, arrancándole granos de arena al mismo sol con el puño en alto.
La lengua pegada a la boca, seca, dolía con un tirón al moverla.
Sus pasos hacía días que se perdieron tras su sombra, así que una pierna se colgaba de la otra mientras ella moría.
Ahora sólo su piel sabía llorar, sentía los huesos ardiendo bajo ella en una ficción que se apaciguaba en la boca como un manantial al nacer, salado como el sudor.
Su corazón no recordaba cómo hablar y únicamente murmuraba susurros rotos.
La verdad es demasiado sencilla, tal vez por esa razón no existe ninguna palabra en el mundo para ella. Sí y no son ilusiones, por eso quieren decir sí y no, lo cual no deja de ser interesante. Pero la verdad era mucho más pequeña y poderosa que esas palabras.
Cerró los ojos y dejó que cesara el parloteo mental, nunca quiso llegar a nada y aunque pensar era entretenido, no le sobraba energía.
Estaba manchada de polvo.
Era un buen momento para morir y sentir el calor quemando y los padecimientos de la sed que trepaba por su esófago causando estragos en sus oraciones y pensamientos.
            Su ser se rindió y ella sucumbió al desierto cayendo de hinojos, pendiendo de una consciencia a punto de desaparecer.
            Resultaba natural.
Resultaba…

            Despertó, notaba agua fresca bajo los labios. Era un regalo del cielo sin nubes.
            –No necesito ayuda –musitó soberbia en el eco de un absurdo.
–Lo comprendo. Bebe agua –un hombre le tendía un cuenco que acababa de llenar con una cantimplora–. Bebe poco a poco o te sentará mal.
–Nadie me da órdenes –aseguró retadora tras beber, arrastrando aún el hilo de su voz sobre las arenas del tiempo.
–Nadie me da órdenes a mí tampoco –declaró él afable pero firme.
Le miró unos instantes.
–Somos incompatibles –dijo ella al fin.
–Lo somos. He visto tu carga, se había caído sobre la arena. Aunque no me conozcas no soy ningún fisgón. Toma mi cantimplora y sigue en esa dirección. Si te topas con una pequeña piedra con forma de cabra, llegarás a un refugio. Es un poblado a un par de horas de aquí. Será mejor que no les reveles el mensaje que llevas, son viejos creyentes. Por allí una vez al mes se puede ver una caravana de paso hacia las tierras verdes, sólo tienes que trabajar y esperar. No vuelvas a internarte en el desierto de esa manera.
–Estoy viva.
–No estás sola. Me alegro de que sigamos caminos distintos.
–Yo también. Gracias por salvarme la vida.
–¿Puedo preguntarte algo? –curioseó él.
–Sí.
–¿Por qué cargas con eso?
–Porque esto no significa nada –respondió la viajera.
–¿Y arriesgas tu vida por algo así?
–La arriesgo por lo que deseo.
–Todos llevamos una carga, pero hay que dejarla en el suelo en algún momento.
–En el suelo apropiado –apuntó ella.
–Tienes razón. Gracias por responder a mis preguntas. ¿Puedo decirte algo más?
–Sí.
–No podemos pretender que nadie sea quien le hemos inventado, ni siquiera nosotros mismos.
–Tienes razón –declaró ella tras sopesar cada palabra cuidadosamente.
–Por eso estamos aquí, curioso –parecía divertirse como los niños.
–Buen viaje –se despidió ella con la sonrisa más sincera.
–Buen viaje –se despidió él como su espejo lleno de felicidad.
La viajera contempló las tablillas, las leyó con atención sin entender cómo había gente capaz de asesinar a otras personas por ellas. No eran nada especial, sólo eran el mundo diciendo:

Dejas atrás lo que queda atrás, no esperas nada de lo que haya delante y caminas descalza entre cadáveres y ríos.
Tu oscuridad y tu luz son un misterio.
Cuando hubo un gran peligro, me abrazaste porque teníamos miedo.
Cuando hubo un peligro pequeño, te busqué. Tú me dejaste solo para que lo venciera.
Siempre que pudiste, cocinaste para todos.
Eres leal y sincera.
Estás loca y luchas incluso cuando no hay batalla alguna que vencer.
Sea como sea, eres más hermosa de lo que pareces creer.
Me enseñaste que el todo es mayor que sus partes.
Me enseñaste a ser objetivo, a saber a qué debo aspirar.
Me has regalado un mayor conocimiento sobre mejores chocolates.
Dejas pasar las palabras de largo –como efímero o eterno– devolviéndole su significado al mundo.
Me pregunto qué hubiera sucedido si yo hubiera seguido cargando mis armas o tú hubieras arrojado las tuyas a tus pies.
Eres mi ángel guardián del mismo modo en que no necesitas poesía.
Tu hacha es una ilusión, así que poco importa lo que hagas de ella.
Finges acarrear cadenas pero te sabes libre.
No puedes mentirme, sólo estar ahí.
A tu lado he podido estar solo mientras estaba acompañado.
Eres de las mejores cosas que pueden ocurrir.
Es curioso verte en movimiento.
No hay mortal que pueda detenerte.
Y si existieran los dioses deberían prepararse para tu desafío e ir contando sus días.
Eres dulce.

No eran nada especial, aunque le parecía que llevaban un mensaje lleno de belleza y que le hacía sonreír mientras ella misma se vaciaba sin querer. Las dejó en el suelo. Y dejó que la gente que deseaba matarse por un dios o por una idea siguiera en ello.
De repente se dio cuenta de la más absurda obviedad y no pudo evitar soltar una carcajada desde el fondo de un alma que ya no era suya: Ella no era nadie y el mal y el bien sólo eran un oasis para el miedo.
Recordó el mensaje que portaba y se sintió libre como un tornado arrasando el desierto: era cada rayo de sol sobre la arena, el agua y las osamentas azotadas por los vientos. Lo era todo.
Y eso era más sencillo que esforzarse en ser alguien.
Así que cogió las tablillas de nuevo dispuesta a divertirse.

jueves, 14 de mayo de 2015

La memoria imaginada


A Rosa y a Cristina, cuya expresión de extrañeza tras leer el relato fue memorable.

La memoria imaginada:

Ante mí se extiende una enorme montaña coronada por la blancura de las nubes. Bajo la montaña los caminos de letras que he dejado atrás parecen distantes. El mundo decide empalidecer, cómplice de la luz mortecina. Creo que llueve, pero no podría asegurarlo. Ante mí se extiende la montaña.
            –¿Por qué estoy aquí?
            Y frente a mi pregunta aparece alguien en el sendero, lleva un extraño sombrero y una espada exótica. Está sentado sobre una roca. Me habla:
            –¿Buscas las almas de los muertos? ¿El poder que de ellas emana?
            Aguardo. Aún vislumbro allí abajo las innumerables sendas de palabras que, dilatándose sobre los susurros del tiempo, encuentran la montaña.
–Tendrás que luchar por ésta, si es lo que quieres –dice la figura que se me antoja borrosa por momentos.
–¿Quién soy? –le digo. Creo que tengo una espada bajo mi puño derecho.
Desenvaina. No tan rápido como esa impostura que llevaba puesta me hubiera hecho pensar. Aquí no recuerdo nada. Ahora él está muerto. ¿Estuvo vivo en algún momento? Soy incapaz de recordarlo. La sangre se eleva hacia el cielo, como si quisiera reírse de la lluvia que ahora siento fría y afilada. La sangre, sin embargo, mana poderosa.
La contemplo en su ascensión queriendo preguntarme algo pero sólo encuentro signos de interrogación, vacíos de conceptos. Intento comprender cuál es la pregunta y todo se esfuma.
No me siento mejor. No puedo decir que no sienta nada, pero no recuerdo las sensaciones y cuando las noto sobre mi piel las siento lejanas, como si se partieran más allá del horizonte.
Sé que estoy aquí, pero ignoro de dónde vengo.
El tiempo se agolpa a mi espalda, alimentando mi desconcierto con el sonido de un otoño marchito, tendiéndose ante mí como un ominoso precipicio. Hay una oscuridad que parece insondable tras el pasar de cada segundo.
Sigo avanzando y logro distinguir tenues figuras en medio de mi caminar. Parecen doloridas. Parezco dolorido.
Creo que no hay plantas aquí.
Creo que no hay nada aquí.
Una montaña.
La ascensión es un enigma, una figura retórica banal. Mi vagar es sólo la palidez sin vida que veo. Mi espada es aliento escapando de la boca que quiere preguntar el mundo.
–Quizás puedas sobrevivir en este lugar –me dice una voz–. Sólo tienes que aprender a olvidar, a dejar atrás.
–No sé qué he olvidado –digo yo, sin saber siquiera qué sentir, ¿decepción? ¿Alegría tal vez?
–Es un buen comienzo –dice la voz que ahora sonríe sin rostro ni sonrisa.
–Y sin embargo no me encuentro en mi propia locura.
–¿Hasta dónde has llegado? –pregunta, como si la respuesta debiera desvanecerse detrás de nosotros.
–¿Qué hemos encontrado? –quiero saber a mi vez.
Pero no hay respuesta.
No hay nadie.
Y continúo mi camino.
La bruma me descubre una fuente de piedra, seca y cubierta de musgo, de cuyo interior nace la hiedra y sube al cielo apoyada sobre la senda que traza el viento. Y atrapado entre enredaderas yace un corazón. Está latiendo.
Tras unos minutos las ruinas de un castillo cercan mi mirada. Son sólo escombros que apenas fingen ser una muralla. Unos metros más adelante me contemplan los vestigios de una torre y un balcón.
Cuatro guerreros se unen contra mí. Pero son sólo rastrojos de hombres y mi olvido es más poderoso que su sed de almas. No tengo que rozar el pomo de mi acero ante su desaparición. El futuro y el pasado se me entrecruzan detrás de los párpados.
Así que ya estoy descendiendo a las catacumbas que aún perviven sobre su propia erosión y caída.
El fuego de una antorcha –acaso mía– ilumina lo cercano. Lo lejano son sólo tinieblas devorando el crepitar mismo de las llamas.
Mis cejas se arquean bajo el peso de una nostalgia que no llega a presentarse, la memoria me esquiva, dudando como un puño olvidado ante una puerta en medio del vacío más absoluto. La pérdida no encuentra reflejo en nada y ese sentimiento de soledad de mí mismo me estremece, haciendo temblar el anverso de mi cordura con un eco aferrándose a las mismas paredes de su ser. Y es que los límites del juicio sustentan esta hilera de recuerdos que no encuentro. El desconcierto nace de mis pasos extendiéndose como raíces ante mí. Las catacumbas me enseñan la muerte que soy. ¿Es eso lo que he creado? ¿He vivido, acaso? El olor a podrido emerge de la piedra, llegando tarde al evento, me golpea, me hiere. Vomito.
No sé qué habrá más adelante, me detengo, me niego.
No me imagino, soy incapaz de concebir siquiera un solo paso ante mí. El mundo, de repente, comienza a acorralarme contra mí mismo.
Decido volver atrás.
He olvidado algo importante: la montaña no late.
Y necesito continuar.
Pero las enredaderas aquí fuera cercan el corazón a reclamar.
Mi mano toma instintivamente mi espada. Y yo la detengo.
Observo el corazón. Es mío. No puedo saberlo, pero es mío y lo sé. La sensación vuelve del exilio, es súbita y clara como la evocación asaltándome desde las tierras de la imaginación a las que se fugó.
Y de repente adviene a mí la obviedad y entonces pienso que cambiaría esa muerte a la que me dirijo por este estancamiento, que preferiría vagar por toda la eternidad, antes que desaparecer, porque podría hacerme acompañar de una hueste infinita de dogmas si lo deseo, y podría enviar un batallón de palabras contra mi pesar y hacerlas morir una a una en mi lugar.
Y en este punto, lógicamente, empiezo a desplegarme e inevitablemente empiezo a regresar por el camino de los recuerdos que me escucha con cuidado.
Como a través de un espejo en un punto arbitrario del tiempo, vuelvo a las catacumbas, sumergiéndome en la oscuridad de nuevo. Esta vez el color negro tiene las características de lo liviano, pero no estoy acostumbrado a él y se hunde sobre la luz confundiendo las direcciones.
Claro que esta vez yo estoy aquí. Es decir, quizás no esté aquí, pero puedo sentirme viviendo, puedo incluso notar cada pelo erizado sobre mi piel.
El miedo se aviva como el fuego ante mi propia presencia y yo vuelvo a pensar.
Me estoy aferrando a lo que ya no tengo, como si fingiera no ver la luz detrás de una sombra, como si pudiera controlar mi destino, como si mi camino estuviese trazado de antemano por mi propia mano. Todo escapa a mi control y ante mí observo un nicho profundo. Debería descender, perderme en un laberinto interminable y miserable, derrotar a los fantasmas de mi propia muerte y fingir que la vida no está aquí. Pero ahora mismo no me importa si estoy vivo o muerto.
Así que pongo fin a la indecisión borrando un círculo con otro.
Asciendo al exterior y me alejo de las ruinas.
Contemplo el corazón con una curiosidad tan pura que se me hace extraña. Creo que si lo hubiese tomado en mi poder, lo devolvería a la hiedra en este preciso instante.
¿Si uno se siega a sí mismo, qué siembra ha de plantar después?
Aquí fuera sigue lloviendo.
Los caminos de letras van en todas direcciones. La montaña es una montaña.
Simplemente tomaré un camino que aún no he elegido. Y moriré y naceré a cada paso.
Las preguntas ya no importan, ni las respuestas tampoco. Quizá porque mi caminar es el de una pregunta viva.
Siento una calma que comparte la lluvia y sonrío. Y reparo en que sería incapaz de detener mis manos. Y la lluvia amaina lentamente.
Y me doy cuenta de que el mismo sol se mueve bajo mis dedos.
Y de que el orden y el desorden sólo eran una cuestión de palabras.