No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

martes, 31 de diciembre de 2013

El fin de un etarra

El fin de un etarra:

            Estoy esperando en la terraza de la cafetería, fumándome el primer cigarrillo de la tarde como puedo, preguntándome si no será el nerviosismo el que puede conmigo.
Repaso quién soy, ordenando los principales capítulos de mi vida, como si fueran apuntes de una novela que uno debe revisar, intentando dar respuesta a una pregunta viva, consciente de que si estoy donde estoy –sentado en una terraza de Bilbao casi vacía porque aún es demasiado pronto, esperando aquel encuentro– es porque todo cuanto he hecho en mi vida me ha llevado hasta este punto.
Aborrezco quien he sido, lo que he hecho y lo que he sentido. Detesto haber creído que la violencia podía transmutarse en solución, haberme insistido en que hacíamos algo grande que iba a ser recordado por las generaciones venideras. Y sonrío con amargura, porque habíamos hecho algo grande y que sería recordado…
A veces me pregunto qué es una mala persona. Mis compañeros en la prisión de Nanclares de Oca se habían alejado de la banda y todos habíamos pasado muchísimos meses hablando con psicólogos porque –deduzco– queríamos ver una realidad más objetiva. Yo creía que hacía el Bien o un bien mayor al menos… Tenemos familia, amamos a nuestros cónyuges, familiares e hijos… La vida no es esa ficción ridículamente sesgada que nos presentan en las películas. Creo que el error más importante que uno puede cometer es ser un ignorante. Nosotros lo éramos y tuvimos la fortuna de verlo.
Y decimos sin orgullo que hemos cometido errores, de esos para los cuales no hay rectificación posible.
Y aquí me hallo, habiendo dado uno de los pasos más importantes de mi vida y a punto de dar el siguiente.
Sé que algunos compañeros de antes de que me dieran la prisión condicional ya habían asistido a estos encuentros, en muchas ocasiones con excelentes resultados para su autoestima y estabilidad psicológica, compartiendo con las víctimas abrazos y hasta correspondencia electrónica en ocasiones. Siendo franco, nadie se esperaba esto. Así que nos empezamos a ayudar con más ahínco porque, habida cuenta de los episodios que vivíamos cuando alguno de nosotros llegaba a comprender lo que habían supuesto nuestros actos, resultaba obvio que necesitábamos mucha ayuda. Las ideas eran sólo ideas, pero tenían filo y desgraciadamente no era nada que estuviera en nuestro desconocimiento.
Habíamos cometido un error y eran otros los que pagaban por ello. Y saber algo así era mucho más complicado que enunciar una frase y largarse a casa mientras uno se decía a sí mismo que no se había marchitado.
Cuando maté a aquella concejala creí que hacía algo sinceramente bueno, una suerte de sacrificio por la libertad del País Vasco. Sólo pensarlo me llena de vergüenza.
Dicen que no hay mayor ciego que el que no quiere ver. Mi dolor y sufrimiento pasados son mi responsabilidad, así como es mi responsabilidad todo efecto desencadenado, y no tengo tiempo ahora para perderme en esas consideraciones. Pero siempre seré plenamente consciente de que son el reflejo del dolor y el sufrimiento que yo he causado a otros, magnificados en los demás por la grave injusticia cometida. Nada ha sido fácil de aceptar. Fui un asesino y robé una vida, y llegar a la verdad, dejar las justificaciones a un lado y verme como realmente yo era fue tan absurdo que no sabría decir si adjetivarlo como inhumano es adecuado.
De hecho me parece increíble que Xabier, el marido de aquélla a la que quité la vida, se haya prestado a este encuentro, que tenga fuerza para recibirme. Espero que no le parezca inmoral mi postura porque a mí me parece lo único que debo hacer. Sin embargo yo, sin negar la aberración por mí cometida, considero que también soy una víctima de mí mismo –esta frase quizás requiere de matices porque realmente es un asunto complicado–.
Me preguntará por qué lo hice, qué me llevó a tomar contacto con esas ideas, tal vez qué pensaba de mí mismo o de lo que había hecho después de hacerlo, quizás en qué momento y cómo me di cuenta de qué significaba realmente haber matado, qué pensé entonces, si podía mirarme al espejo… No podía, no pude durante dos años, tres meses y veintisiete días. Ahora soy otra persona. Hay errores que no se pueden enmendar, lo sé. Y ahora soy otra persona.
Dios, cuantísimas veces me habré imaginado este día y hoy soy un manojo de nervios. Veo a la gente aproximarse y pasar de largo y me pregunto si seré capaz de reconocerle, de estrecharle la mano, de pedirle perdón, de transmitirle lo que quiero decirle al pedir perdón…

Una bala en el estómago, dos en el pecho. Una bala en el estómago y dos en el pecho, por aceptar un cargo político, por luchar por la libertad.
He tenido que engañar a psicólogos y mediadores. He tenido que… bueno, que decirles lo que querían oír y todo eso, he tenido que asentir a la injusticia. Porque si es esto justicia, que baje Dios y lo vea. Mi esposa está muerta y ese tipo, ¿qué pretende, hacer borrón y cuenta nueva? ¿No pesa la muerte sobre sus hombros? ¿Qué se ha creído que es la vida? ¿Piensa marcharse de rositas? Eso no es justicia. Ese hombre es un asesino y siempre lo va a ser, la gente no cambia. No así.
Porque, joder, la pena de prisión se queda corta, y no soy el único que lo piensa. Al muy cabrón le cayeron veinticinco años de cárcel y al final en quince tiene la puta condicional. ¿Cómo vamos a erradicar esta lacra si no acabamos con los terroristas? Muerto el perro se acabó la rabia, ¿no? Joder, he pasado toda mi vida en el País Vasco con miedo, ¿y ahora que se desarticula –o eso dicen– la banda de los huevos, no ha pasado nada? ¡Anda, coño! ¡Han matado a más de ochocientas personas! ¿Y ahora ese gilipollas quiere mi perdón? ¡Que se joda! ¡Que se joda! ¡Que se jodan todos!
Además, no han conseguido nada. Nada que merezca la pena.
Desde luego no hay justicia si alguien mata a otra persona, cumple su condena y le sueltan sin más. Yo no querría tener a alguien así como vecino, ¡vamos, hombre!
Él me robó lo que yo más quería: Leire era lo mejor que me había pasado en la vida y ahora está muerta. Lleva dieciséis años muerta y seguirá muerta porque ese hijo de puta la asesinó a sangre fría.
Y yo miro sus fotos cada día, temo olvidar su rostro. Recuerdo nuestra boda y el discurso de la tía Pati, recuerdo nuestras primeras vacaciones en Cádiz con nuestro hijo de dos años, recuerdo cómo me abrazaba y cómo cantaba la melodía de “Los Simpsons”, le encantaba esa serie. Recuerdo cómo repetía las frases de los personajes y yo me descojonaba y cómo le acariciaba las piernas sin depilar diciéndole que “eso de depilarse está de más” y que eran cosas modernas. Me acuerdo de un día que abrió el frigo y se cayó un huevo que se estampó contra el suelo y, no sé por qué, nos empezamos a reír a carcajadas y cuando llevábamos como un minuto partiéndonos de risa vino Spot y empezó a lamer los restos del huevo y, por lo que sea, nos reímos con aún más fuerza, mucho más tiempo… Y recuerdo como si fuera ayer cuando éramos niños y Leire y yo jugábamos a perseguirnos por el patio del colegio.
Todo eso y más me han robado y por eso estoy aquí. Por las promesas de un mañana que se ha jodido. Ya no tengo nada.

Estoy organizándome un guión en una servilleta mientras anoto las ideas que voy a plantear a fin de que el señor Xabier Zubiri no albergue duda alguna de mi postura, cuando veo a un hombre que se dirige hacia mí con aire decidido. Dando por sentado que es él, me levanto y le ofrezco la mano derecha mientras reparo en que aún estoy aferrándome a la servilleta, como si fuese alguna suerte de talismán protector, y torpemente le ofrezco la izquierda con una sonrisa levemente estúpida, pese a mis esfuerzos para que parezca lo más neutra y seria posible.
–¿Es usted Xabier Zubiri? –le digo en algo que suena más a una afirmación que a una pregunta.
–Y usted, Eneko Etxebarría –responde tras mi asentimiento.
–Señor Zubiri, permítame expresarle mi agradecimiento y mi más profunda admiración puesto que es usted la prueba viviente de que otro camino es posible: un camino ajeno a la violencia, un camino que desgraciadamente yo no supe ver, sepa usted que una persona como yo tiene una vida entera que aprender de alguien como usted –hay tensión en su rostro, comprendo que la situación debe ser indeciblemente dura, pero parece haber furia contenida… es algo… desacompasado, intento mantenerme firme, demostrarle quién he logrado ser–. Discúlpeme, con toda seguridad tendrá usted muchas preguntas por aclarar y ha de saber que yo se las contestaré todas, pero antes déjeme expli… –dejo de hablar.
Mi cuerpo se paraliza mientras veo cómo el hombre extrae una pistola que llevaba escondida bajo la chaqueta. Siento mi rostro lívido y frío y la brisa del otoño se desliza gélida sobre mi piel. No sé si entiendo lo que está sucediendo. La mano de mi cigarro desciende hasta el cenicero lentamente mientras expulso el humo de tabaco y apago el cigarro, preguntándome si el tiempo se ha detenido mientras las cenizas dejan su rastro negro en el cenicero de cristal.
–Es un error –logro articular, observando el cañón de la pistola apuntándome entre los ojos–. Por favor, créame. Es un error, no se haga usted eso.
Alguien grita al otro lado de la calle.
Y, de forma casi inevitable, suena un disparo.
Y el sonido de batir de alas asoma por detrás del estruendo.
Creo que las palomas alzan el vuelo, huyendo…

La pistola está caliente en mi mano y el cañón humea. Me siento enfrente de ese cabronazo despreciable, deposito el arma en la mesa con un golpe metálico y espero. En un par de minutos llegará el sonido de las sirenas subiendo por la calle.
Al menos se ha hecho justicia, joder.


martes, 10 de diciembre de 2013

El grito

El grito:

Con un ojo contemplo el mundo como es,
Con el otro, ciego, veo más allá.
Con él penetro tus palabras
y detrás de cada una
sólo puedo escuchar un grito.
Un grito desgarrador que nace
desde el centro de tu ser.
Un grito de puro dolor,
alto, claro, intenso.
Un grito que lo llena todo.
Dices que no te escucho y sin embargo,
digas lo que digas,
siempre oigo el mismo torrente de voz
suplicando socorro.
A cada cosa que haces,
a cada decisión que tomas,
cada vez que buscas el placer más rápido,
le acompaña un grito agónico
saturado de sufrimiento,
fuente anegada de terror.
Tu corazón pide ayuda desesperadamente.
Siempre me quedo extrañado al notar
cómo tus gritos pasan desapercibidos
entre toda esa gente que dice quererte,
que te rodea, te escucha y te da la razón.
Porque lo que más perplejo me deja es saber
que tú misma deseas permanecer sorda.
Sorda a tu propio grito.
Y, sin ser nadie, lo escucho descarnado.
Un grito desgarrador que nace
desde el centro de tu ser.
Un grito de puro dolor,
alto, claro, intenso.
Un grito que lo llena todo.
Atrapado en un espacio irreal.

Y yo grito contigo.


viernes, 15 de noviembre de 2013

Ensayo de Serie Z

“Pero, en realidad, nosotros no vemos con el ojo, y no hay nada en el campo visual que nos permita inferir que vemos a través de él”.
MARTIN HEIDEGGER.

Ensayo de Serie Z:

            Antes de que se lleven a engaño quisiera aclararles que esto no es tanto un ensayo como un desfile de ideas cuya conexión en muchos casos no es explícita y que recorren los campos de la estética, la ética y la metafísica un poco como les da la gana. Sin demorarnos más y dado que bastante están ustedes perdiendo el tiempo con esta lectura, damos comienzo a este despropósito.

Estética:

            Dicen que sobre gustos no hay nada escrito y, sin poner en cuestión el mensaje profundo que encierra el refrán, lo cierto es que sobre gustos hay una ingente cantidad de información escrita. Dicho esto no pienso definir el arte ni defender canon alguno: considero el canon arbitrario –basado en la incorporación de los llamados temas universales (denominación igualmente problemática), la ruptura con lo anterior, o una buena descripción de alguna realidad histórica, por ejemplo–, cuando no está el canon al servicio de pretensiones ajenas al arte, si es que el arte es acaso libre. Además el arte puede obedecer a infinidad de motivos –catarsis por parte del autor, el arte por el arte, deseo de asombrar o de escandalizar, etc.– y estar supeditado a infinidad de objetivos. Mi percepción estética es bastante infantil, supongo –como tantas otras percepciones que tengo sobre la vida–, burda y sencilla, y leo porque me gusta y escribo porque me gusta –y reconozco que lo de la catarsis también lo trabajo–.
            Hay quien piensa que la fantasía es un “género menor”, yo prefiero ver la fantasía como una ambientación –potencial o abierta– dentro de la cual cabe cualquiera de esos llamados géneros –quizás empiecen a intuir ustedes que los límites no son lo mío–. Por un lado toda ficción, por realista que sea, es esencialmente eso: ficcional –aunque sea a causa de la misma naturaleza de la memoria y la subjetividad– y al mismo tiempo, por fantástica que sea, remite a un referente real. En mi opinión la fantasía, al introducirnos en contextos tan alejados, se tiene que acercar con más ahínco a nosotros, para mostrarnos otra más de nuestras facetas, algo más de nuestro espíritu o como deseen ustedes llamarlo. Pero eso es sólo porque yo leo así y analizo y disfruto de esta manera la literatura, el cine, el teatro, los videojuegos, la música, etc.
Otra cosa que me resulta curiosa de la fantasía es que como nos empeñamos en categorizar y en describir categorías asumimos ciertos patrones dentro de un relato –llamémosle– fantástico y en este sentido quizás resulte chocante –tanto más para los adeptos– el hecho de que mis personajes, lleven armas o no, suelen rehusar a emplear la violencia porque saben que ésta siempre supone una derrota, aunque se disfrace de victoria parcial –esto tampoco quiere decir que vaya a pasarme la vida escribiendo sobre estos personajes, quién sabe…–. Quien perdona, ha resuelto el problema.
Coincido con ustedes, esta última línea constituye una forma un poco torpe de engarzar este tema con la ética, pero, sinceramente, no creo que la obra artística deba ser ejemplo de nada en concreto: de no apetecerme, no leeré aquello cuyos valores me resulten una patochada –a no ser que sienta interés– y doy por sentado que ustedes harán más o menos lo mismo.

Ética:

            Todo pensamiento nos modifica y predispone en una retroalimentación de sutiles proporciones. Un pensamiento negativo nos hará peores personas al dar paso a una serie de acciones torcidas de las que nosotros seremos protagonistas: algo que parece pequeño como hablar mal de otras personas nos acabará llenando de amargura y desconfianza. Tener pensamientos positivos desencadena efectos positivos, aunque sea bajo la forma de un modelo constructivo de entender la realidad, que no es poco –porque evidentemente tener pensamientos positivos no nos hará evitar los acontecimientos negativos, pero sí afrontarlos desde un punto de vista edificante–. Intuyo que hay una retroalimentación psicológica, como decía antes, y me parece que los trastornos son más integrales de lo que uno podría suponer, como si se incrustaran en la personalidad o en las relaciones sociales y el mundo de quien los padece, forjando un continuo en ellas.
Porque además de que los pensamientos “resuenen” –por decirlo de algún modo– en nuestras acciones, nuestras acciones vienen a resonar a su vez en el mundo entero haciéndolo vibrar. En cada individuo existe un amplio espectro ético por el cual moverse, una persona puede realizar auténticas proezas tanto en uno como en otro sentido. Analizo una situación en la que me he encontrado mal y pienso en la misma situación en un momento en que me he encontrado bien. La situación en sí no cambia y sin embargo mi estado sí lo hace, concluyo que, dado que la situación se ve enteramente transformada por mi estado, tengo más capacidad de la que pienso para construir la realidad –en realidad no creo que existan límites tales como situación, pensamiento, acción o individuo, pero ya bastante tienen ustedes con haberme soportado hasta aquí–. Aunque tarde, he comprendido que alguien desgraciado traerá la desgracia a su alrededor aunque tenga la mejor de las intenciones a su lado, y que alguien feliz compartirá su felicidad sin darse cuenta.
Por cierto, hay algo que siempre me ha llamado la atención sobremanera: dicen que uno es más infeliz cuanto más inteligente es –es al menos una creencia muy extendida aunque, en mayor o menor proporción, falsa–. A mí me parece una soberana insensatez no poner a la inteligencia al servicio del bienestar –ya esto igual son cosas mías–.
O ando yo muy errado o eso que los mortales llamamos el mal es la expresión del sufrimiento en el mundo. Y esto tiene importantes corolarios fluyendo por todas partes, como que no existe la gente mala, existen historias de sufrimiento, aunque finja estar sepultado en la indolencia, aunque uno pueda haberse acostumbrado mal que bien –es un tanto ridículo seguir manteniendo la maniquea postura de las películas y relatos convencionales–. Hay casos y casos pero el castigo no es la justicia sino más bien un encogimiento de hombros ante el hecho de comprendernos sabedores de nuestra propia ignorancia y aunque hay casos extremos con los que es difícil –si no imposible– lidiar, no parece que el castigo sea el mejor método de transformación social.
Volviendo al tema central: teniendo en cuenta la plasticidad del cerebro y las enormes capacidades del ser humano, creo en la bondad humana y sé que no todo es bueno, pero creo en nuestras aptitudes, en la potencialidad y en nuestra adaptabilidad como certeza de lo incierto, como un sinfín de caminos abiertos. Ahora bien, hay gente que no desea ayudarse a sí misma y también es una necedad pretender perder el tiempo con estas personas, amén de que nadie debería ir en contra de la naturaleza de los demás. Las palabras pueden decir lo que quieran, los actos reflejan lo que es una persona y las cosas suceden solas.
Quizás el hecho de que lo que la gente llama el mal suponga desde mi punto de vista un reflejo del sufrimiento tenga que ver con la percepción tan holística que tengo de las cosas, así que, si lo aguantan ustedes, pasemos a la metafísica que –quizás– sustenta esta ética como puede.

Metafísica:

Que el cuerpo y la mente carezcan de diferenciación última, como un todo indiscernible es algo que casi cualquier filósofo de por aquí me rebatirá inmediatamente y sin dificultad: yo suscribo que la separación entre ambos es arbitraria –y no digo exactamente que sea una escisión irreal, además es muy útil en lo que concierne a ciertos estudios y actividades, véase sin ir más lejos la ciencia médica y su muy conveniente especialización en algunas áreas, aunque también en las ciencias haya un obvio sincretismo–. Y es que tenemos unas categorías cuya línea se ha trazado consuetudinariamente. Desde luego no sugiero que nuestras categorías carezcan de sentido ni mucho menos –me quedo en la extraña isla de lo que ni siquiera es absurdo: el sentido sin sentido, y no es absurdo y es muy gracioso, de verdad–. Pero si alguien defiende que las categorías –en el fondo categorías de la estructura del lenguaje– son una suerte de ilusión de la Razón, ¿no debería renunciar esta persona a toda comunicación? O sin llegar a ser tan dramáticos, ¿no debería esta persona dejar la metafísica y metérsela por…? Y sin embargo caeríamos en la trampa de un Vacío o un Todo cosificado –como un objeto de consciencia opuesto al sujeto pensante–, un presunto ente sin distinción que irónicamente se distingue a la fuerza, ignorando que, al establecerse una oposición entre este supuesto Ente Total vs. Categorías (round 1, fight!), nos hallaríamos ante una necesaria extrapolación al infinito, porque siempre habría un nivel superior de indiferenciación absorbiendo esta dicotomía como un agujero de gusano loquísimo.
Es decir: tenemos a un lado las categorías, al otro la Unidad –hala, con mayúsculas–, y entonces, ¿no tendría que haber una Unidad ulterior que aglutinara ambos conceptos en oposición –que se convertiría a su vez en otra categoría, ya cosificada–, y después otra que aglutinara esta categoría así creada y la Unidad de nuevo una y otra vez y otra y otra y…? El cuento de nunca acabar.
Y todo esto sin hablar de la dualidad entre el sujeto y el objeto…
La Unidad, pues, no puede ser cosificada ni entendida ni, de hecho, denominada.
Ahora el filósofo puede decirme que mi postura ni es un argumento ni es nada, con razón. Pero para mí es algo: algo muy rebelde, tanto que llega a ser como un juego, porque es tan rebelde que se rebela contra lo que es rebelde y más o menos serio –y deja de ser nada de nada–. Además y obviamente no es tan sólo aplicable a la dicotomía cuerpo-mente, nótese que he pasado a emplearla directamente sobre el conjunto de las categorías y todo eso –¡falacias, falacias de inducción!–. Pero no es una falacia de inducción si hablo de las categorías, porque las categorías son realidades abstractas –sus límites más bien, porque a fin de cuentas el ser, es– y lo mismo me da cuerpo y mente que correcto o incorrecto, y no se equivoquen, que de eso es de lo que estamos hablando: del campo de la oposición entre dos contrarios que no hacen referencia sino a la misma… ¿cosa? Uno podría pensar que la piel es el límite entre nuestro cuerpo y el mundo exterior, otro podría pensar que la piel es precisamente lo que nos conecta al mundo exterior. Y la frontera no es más que algo cosificado, entendido de un modo concreto que se pierde entre palabras. Que sin árboles no hay bosque, vamos. El lenguaje es un sistema de significación –descriptivo, comunicativo, transformador, etc.– que quiebra y despieza la realidad para hacer comprensible el mundo, ¿es el mundo incomprensible sin el lenguaje? Tal vez, ¿pero podemos mediante el lenguaje responder a qué es el mundo sin que la nuestra sea una respuesta parcial precisamente debido a la propia constitución del lenguaje? Si el mundo está más allá del lenguaje, en tanto que le precede, parece una ardua tarea… arrogante incluso. Y además volvamos a esa pregunta antes mencionada: ¿es el mundo incomprensible sin el lenguaje? Tal vez no tenga por qué ser comprensible, aunque pueda serlo en mayor o menor medida: dentro de la realidad en bruto no hay nada para responder, dentro del conocimiento humano sí –¡otro agujero de gusano, ja!–. Las palabras fluctúan como el agua… e incluso tenemos una voz que se dice “inefable” y que, aunque pueda parecer poco, expresa algo de la realidad cuando menos revelador: hay cosas que no se pueden describir con palabras. A fin de cuentas la definición es convencional y limitada; la realidad, sin límite alguno, es inabarcable meramente a través de un lenguaje llenito de trampas. El tiempo es otra trampa del lenguaje y del señor Newton –no, no el de las tartas, el otro–, la eternidad es… real. La causalidad es otra trampa, si ya lo dijo Hume –¡falacias, falacias de inducción!–. Por supuesto las trampas no son trampas, sino herramientas olvidadas dentro de la superestructura organizativa que es un idioma o dentro de la gramática universal para los seguidores de Levi-Strauss –el francés, no el alemán–. ¿Cómo va a ponernos trampas el lenguaje?
Sujeto y objetoson objetos separados de conciencia, ¿nadie ha reparado en lo divertido que es eso? Pues claro que sí.
Como seguramente habrán ustedes advertido, hablo de algo de lo que no se puede hablar y que no es otra cosa que lo que trato de decir cuando Tikal le dice a Daluna: “Tú lo eres todo”. Ni más ni menos. Este texto es esencialmente incomprensible –o algo así– y está lleno de bromas y chistes –algunos hasta son sutiles–. Pero esa frase es muy sencilla y no tiene más miga el asunto.
En cualquier caso estas mismas reflexiones las hice literatura en “Kaleidoskopio”, con “k”, en plan modenno/hipster.
Hace tiempo pensaba en el cambio social como una respuesta deseable –leyes injustas, roles estúpidos, costumbres idiotas, etc.–, pero también hace muchos años llegué a la conclusión de que el cambio interno es el que funciona: luego llega todo lo demás. Es curioso que sólo lo haya empezado a poner en práctica recientemente. Lo básico es la libertad de pensamiento, lo básico y lo valiente, porque al principio no es fácil.
No es que a día de hoy comprenda todas las implicaciones de las payasadas que pienso, pero voy tirando.

Por último, reparen ustedes en que estos apuntes no son sólo los que guían mi forma de hacer arte, sino también mi forma de vivir… Continente y contenido y esas cosas.

jueves, 31 de octubre de 2013

Oscuridad

A Damián Damián, que ha creado uno de los más interesantes espacios de intercambio cultural que conozco.

Oscuridad:

Siempre fue el dibujo. El dibujo tenía vida y un alma pulsando bajo ella.
Faltaba la oscuridad. Porque la oscuridad lo era todo y sin oscuridad nada podría ser jamás.
Llevaba días sin apenas dormir, quería volver a la fuente, la fuente de todo. El Trattato de pictura de Da Vinci era bastante antiguo y mencionaba mezclas para dar con materiales de alta calidad, pero era sin duda insuficiente, no era en ningún caso lo que yo estaba buscando –reconozco que en cierto modo había anticipado mi decepción–. Las reglas descritas en el Hermeneia o en el Manual de Estrasburgo eran papel mojado por los mismos motivos. No me servían para nada: profanadas por el hombre, teñidas de cultura, de creencias, de costumbres. Necesitaba algo anterior, algo anterior al claroscuro, a la perspectiva aérea, al mosaico, a las pinturas rupestres, ¡a todo! Algo más antiguo. Algo que no fuera.
Pero esta noche –porque ya sólo descansaba de día– me he despertado sobresaltado. ¡Lo había visto! ¡El dibujo! Estaba en mi cabeza otra vez, crepitando de oscuridad. Aparecía más nítido que nunca, latiendo en el sótano de mi casa, llamándome, convocándome… conjurándome.
Perdonen mi exaltación, discúlpenme, quizás debería remontarme a los hechos acaecidos hará cosa de un mes… Sí, de lo contrario ignorarán ustedes detalles importantes, aunque debo advertirles de que cada minúsculo paso dado en mi empresa es el reflejo de su totalidad.
Hace un mes soñé con el dibujo, el dibujo que se convertiría en el centro de mi vida a partir de entonces, la razón de ser de cada segundo que se colaba en cada uno de mis días. La existencia comenzó rápidamente a volverse traslúcida y sin color comparada con la presencia en mi cabeza de la obra que debía llevar a cabo.
Tenía la convicción de que había algo más allá de la realidad tal y como la conocemos. Algo que debía cruzar, algo que debía venir. Algo antiguo. El dibujo era un sello.
Comencé a investigar entre mis libros, en internet, fui a la biblioteca. No encontré nada útil.
¿De qué estaba hablando?
Por supuesto nada más despertar había realizado un apresurado boceto, confiando en encontrar algo, sabiendo que muy a menudo lo que se sueña, de ser por casualidad recordado en la vigilia, en seguida se desvanece, deshaciéndose al contacto con la realidad.
Pero estaba completamente seguro de que faltaba algo en aquel dibujo. Era un círculo, pero necesitaba algo más. Sé que cualquiera lo hubiera subestimado: un círculo, el símbolo de… ¡Pero yo no! ¡No era nada de eso! La interpretación no haría sino que errara mi destino. Mi destino, podía sentirlo, como si estuviera aguardando al otro lado de una pared de cristal a punto de resquebrajarse en grietas como venas del cuerpo humano.
¿Hablaba de la información?
En esta época en que vivimos la cantidad de información manejada es inmensa, el volumen resulta simplemente ridículo. El trabajo, por supuesto, consistía en separar la información útil de aquélla que obviamente sólo supondría un obstáculo para mí. Y durante mis búsquedas entre hojas, índices, títulos, bibliografías, artículos y trabajos fui desviándome, fui saliendo de la red tejida, escapando de lo que nos era indicado, de lo que nos era obligado, forzando poco a poco los estrechos límites de la imaginación. Gradualmente fui encontrándome con lo que escapaba al poder de la razón interpretativa: primero lo más experimental, después las escuelas olvidadas en los márgenes de los libros y, finalmente, lo oculto. ¡Lo oculto! Los textos parecían querer insultarme, riéndose de mí en una nube de cándida sencillez que, de crédula y simplista, me resultaba angustiosa. ¡No eran esos los problemas a los que yo me enfrentaba! ¡Esos así llamados secretos apenas eran un conjunto de técnicas sórdidas y salvajes, y rituales y supersticiones absurdos! Resultaba exasperante saber que la respuesta tenía que estar allí mismo, al otro lado de…
Pero no bastaba. Nada bastaba, nada era suficiente, nada podía contener mi proyecto, ni lienzo ni pincel. No había soporte para mi obra.
Encontré De Tenebrae Natura, un ejemplar del monasterio soriano de Santa María de la Huerta –aunque no constaba en los inventarios oficiales y tuve que mover muchos hilos–. Era un códice cristiano que databa del siglo XVI. Comentaba el copista que era un texto que había sido traducido al latín medieval desde el árabe, de ahí nos podíamos remontar al griego y del griego al copto… se hacía alusión al egipcio arcaico… vagamente. Conocimientos que nacían en la noche de los tiempos, secretos poderosos, prohibidos. Podían ser cenizas sin valor, debía andarme con cuidado.
Pero, ¿de qué hablaba?
Empezaba a darme por vencido mientras me afeitaba al anochecer, iluminado por la luz fosforescente del baño, ante un espejo que me mostraba un rostro olvidado. No me sentía representado por ese agotamiento, por esas ojeras, por esa barba de una semana que iba rasurando. Por supuesto aquella era mi cara, ¿quién lo dudaba? Dicen que los ojos son el espejo del alma. Y no obstante mi alma sin embargo era el dibujo. Ese dibujo para el cual no encontraba respuesta. Quizás me estaba equivocando al hacer las preguntas…
Ya no cogía las llamadas. Dejé un mensaje por varias redes sociales de internet diciendo que me había ido de viaje, que ya volvería. Sabía que con De Tenebrae Natura en mi poder podía correr peligro si salía de mi casa. No obstante yo no era ningún estúpido.
Me sentía débil a ratos, debatiéndome entre dolores de cabeza, y sin embargo cuando me ponía a trabajar en mi estudio, lo hacía febrilmente, sabedor de que la respuesta estaba cerca y que si no la veía, era porque me cegaba la pregunta.
Tuve un segundo sueño. El dibujo tenía que ser infinito, carecer de límites. Lo percibí como notas sobre el vacío de mi sueño. Era como una ráfaga de certeza pura que tomaba mi cuerpo, que guiaba mi mano. Desperté, estaba ante el espejo. El tubo de luz blanca parpadeaba y emitía un zumbido suave e intermitente. ¿Seguía allí? La cuchilla estaba en mi mano, mi mano a la altura de la cara, y yo, por afeitar. Tenía trazas de espuma en la cara. Me aclaré con agua y me miré a los ojos. A través del espejo. Mis ojos.
Entonces advino a mí.
Había encontrado el soporte apropiado.
Me deshice de todos los muebles del sótano, el cual había pasado por varias fases: al principio como garaje, más tarde almacén de leña, durante una breve temporada hizo las veces de gimnasio, también momentáneamente trasladé allí mi estudio del ático, y finalmente se convirtió en el salón que era, ahora vacío. Encargué un par de mamparas consistentes –me preocupaba que no fueran lo suficientemente sólidas– de cristal azogado con las proporciones apropiadas. Asimismo contraté mano de obra de calidad a la que solicité vehemente que siguieran mis indicaciones al pie de la letra, ya que se basaban en unas mediciones muy precisas. Les hice entender la relevancia del asunto sin exponerme demasiado.
Sin embargo yo nunca le tuve miedo a la oscuridad.
De Tenebrae Natura, De Tenebrae Natura… Una de sus líneas rezaba: Lux vera obscuritate subripitur. No paraba de decirme a mí mismo que ahí estaba la clave: “la verdadera luz es robada por la oscuridad” o tal vez “la luz es robada por la verdadera oscuridad”. Tenía que hallar alguna forma de destilar esa oscuridad verdadera, de deshacerme de todas nuestras obscenas ficciones, filtrarlas, para quedarme con la realidad.
De momento ya tenía una habitación cúbica en el sótano, y paredes de espejo en cada una de las seis caras de la estancia.
A veces me sentía cansado y no obstante apenas podía dormir y mis miembros trabajaban vigorosamente mientras yo hacía dibujos una y otra vez. ¿Estaba más delgado que hacía un mes? En el espejo veía mis costillas sobresaliendo, dibujando dunas de sombra sobre mi piel, que era como papel.
Y mi último sueño era, inequívocamente, un mensaje. Ya llevaba días sintiendo que el dibujo estaba cerca, deseando irrumpir en mi cabeza, salir a la luz, porque la oscuridad real es invisible. Pero yo fui capaz, yo pude verla en sueños, brillante de alguna manera paradójica, robando efectivamente toda luz alrededor. Las tinieblas penetraban en el mundo, con un color del cual el negro sólo podía ser la más ingenua tentativa.
Había salido del abismo de perdición: había encontrado oscuridad pura.
Y sólo había un medio de traerla a este… lado del espejo, de que atravesara el intersticio de la realidad alzado ante nuestros ojos.
Descendí por las escaleras que llevaban al sótano.
Encendí una vela en medio de la habitación, reflejada infinitamente más allá de las perspectivas: era el sacrificio de luz. Lo sentía de veras, pero así debía ser. Esa llama joven y danzarina sería engullida por un poder superior, anterior al mismo universo, un poder que yo iba a traer a este mundo. Un poder que tenía que regresar.
Armado con una brocha y un cuchillo, me rajé el brazo.
Sin embargo yo nunca le tuve miedo a la oscuridad.
La sangre era casi negra, la observé con atención: el preludio de todo, la vida de las tinieblas cayendo sobre el espejo. El rojo guiado por mi mano experta engullía todo brillo contoneándose levemente como si fuera una serpiente.
La herida tenía que permanecer abierta.
La oscuridad iba tomando forma mientras yo seguía trazando el círculo. Y la luz de la vela empezó a atenuarse, a perderse, cayéndose por las aristas de los espejos, deslizándose más allá de la habitación, pero sin poder huir, atrapada en el infinito. A punto de ser devorada por la verdadera oscuridad.
Moverme era una proeza, me sentía exhausto a cada pincelada, a cada apoyo que me prestaban mis muñecas y mis rodillas, el suelo me pesaba sobre el cuerpo y la llama seguía allí, danzando con un leve brillo negro, insoportable, sin color ni sentido. Veía las sombras proyectadas ondulándose como jirones de oscuridad. Cuando logré terminar el dibujo ya no emitía fulgor alguno, estaba muerta.
Ya no emitía fulgor…
Estaba muerta…
Pobre
llama
de
fuego, pobrecita… pero así debía ser.
Vi moverse algo, algo entre la oscuridad infinita de los espejos, pero mi cuerpo empezaba a desfallecer…
Algo que venía hacia mí veloz…
Y yo sonreía…
Sonreía…

sábado, 19 de octubre de 2013

Unas horas en La Coquette


A Vito. Jajaja.

Unas horas en La Coquette:

            –Pero no te voy a engañar: echo de menos el sexo. –dijo ella
–Yo también –aseveró él–, pero soy un poco más gay: echo de menos los mimos. Que me acaricien y me abracen… Aun así… siempre he sido muy dependiente. Y debería ser una naranja entera, no una media naranja.
–Es un pensamiento reconfortante y, coño, más saludable –afirmó la chica.
–Me pregunto, con todo lo que ha pasado… por qué la gente se deja manipular, por qué la gente se equivoca y la caga, tronca.
–Es una pregunta difícil de responder.
–Es que… –comenzó él dubitativamente– ¿Sabes?, creo que es el sufrimiento, que… la gente que sufre… En fin, si te lo he dicho mil veces, soy un poco pesado. Pero a veces me parece que la gente la caga y se reafirma, y tal, en lo que hace sólo… sólo por orgullo o algo así. Como si echarse atrás fuese un error. Aunque obviamente estén defendiendo algo que a todas luces se pasa la ética por el forro de los cojones.
Ella asintió y comenzó a decir:
–La verdad es que cuanto más reflexiono, más me da la sensación de que la capacidad que tiene una persona de rectificar es uno de los mejores indicadores de su calidad humana.
–Eso mismito pienso yo y ya sabes… rectificar de verdad. Y… es un alivio oírlo de otra persona. Pero, ¿sabes?, desgraciadamente si alguien te dice “lo siento” y repite el error, te está engañando. Y puede estar realmente arrepentido en el momento por lo que ha hecho, pero, oye, que lo vuelve a hacer. Y miente, lo quiera o no. Eso es mentir, vamos, se mire como se mire.
–Desde luego no deberíamos permitir que una disculpa equivaliese a una justificación.
–¿No, verdad? –coincidió él.
–Del mismo modo que una explicación no es una justificación, aunque de hecho una disculpa sea algo cualitativamente distinto.
–Sí, es como una promesa hacia el futuro. Es jodido que uno rompa su palabra.
–¿Te gusta la cerveza? –quiso saber la chica.
–Está cojonuda, tú. Nunca había tomado cerveza roja, es muy dulzona. Bueno, eso creo, con lo constipado que estoy igual me como un pedazo de cartón corrugado de ocho capas y me sabe a cerdo agridulce. No, pero sí. Cojonuda.
–Yo la de trigo la tolero cada vez menos –le confesó ella.
–A mí nunca me gustó, es como la coca light. Te va bajando por la garganta y va sabiendo cada vez peor, es increíble.
–Da mucho asco.
–Hace poco me dijeron que no sé quién (un famoso o algo) dijo que eso de beber coca light es de gordos –comentó él.
–Jajaja.
–Es inteligente. Es decir, igual es estúpido. Pero es inteligente, ¿eh?
–Jajaja.
–Tronca, ¿te acuerdas del tuto? Molaba. Te pusieron un parte.
–Sí –afirmó ella.
–A mí otro, pero el mío fue muy tonto –le aclaró el chico.
–Sí.
–Tú defendiste nuestros derechos, fue genial –declaró él sonriendo.
–Jajaja.
–“No nos insulte usted más” o algo así –dijo él tras un intento fallido de hacer memoria a través de los años.
–“Sí, sí, pero deje ya de insultarnos, por favor” –le recordó ella.
–Jajajaja.
–Esa señora no paraba de insultarnos –le ilustró ella–, nos llamó tontos unas cuantas veces: “es que sois unos tontos”, “porque sois tontos, de verdad”…
–Valiente imbécil. Vaya mierda de persona que se aprovecha de la ignorancia de unos críos de dieciséis años. Porque, joder, se estaba aprovechando de nuestra absoluta incapacidad para defendernos –explicaba él con cierta incredulidad a pesar de haberlo vivido–. Es fácil manipular a unos chavales…
–Mi madre me echó la bronca, mi padre me dijo que muy bien hecho. Jajaja.
–Jajaja. Sí, tía, no es como esos casos en los que un padre idiota pega al profe de su nene porque ha cateao con todas las de la ley. Tú hiciste lo que debías. Bueno, siempre has sido muy así.
–Tampoco está muy bien que una señora empiece a denigrarle a una impunemente –reflexionó la chica tras dar un trago.
–Ah, volviendo a lo de antes, la mezcla de “jar rok” y “pank” –comenzó a decir él, cambiando de tema.
–“Jar rok” –repitió ella con sorna.
Hard rock –rectificó él poniendo un acento exagerado–. En España está mal visto decir las cosas bien en inglés.
–Y es cómico –resolvió ella alzando el dedo índice–, porque da la casualidad de que las cosas bien dichas es como se dicen.
–Jajajaja. Sí. Pero la gente se ríe de ti si hablas bien. Bueno, total, que Nashville Pussy están de puta madre. Ya ni me acordaba de que me los enseñaste tú.
–Fíjate, qué tontería, ¿eh? Parece que no, pero tampoco.
–Jajajaja. Yo qué sé, tú, no me acordaba. Ya ves… Bueno, pagamos ya la cuenta, ¿no?
–Por mí sí –convino ella–. Yo ya no voy a tomar nada más y se va haciendo tarde.
–Pero tenemos que volver. Además hacía mucho que no veníamos y el blues mola.
–Sí que mola.