No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

miércoles, 24 de abril de 2013

¿Dónde están los barrotes?



¿Dónde están los barrotes?:

            He pasado la vida creyendo que había hecho algo horrible, redimiéndome, luchando… tú lo sabes bien. Sí –no mires a otro lado–, te hablo a ti. Ahora que he descubierto que jamás lo hice, que no estaba ejecutando esa atrocidad, no sé cómo sentirme. Porque te he pagado el precio más alto por un crimen que no he cometido.
Me siento…
Me siento totalmente liberado.
Y feliz.
Vuelvo a ser un niño inocente.


lunes, 15 de abril de 2013

Episodio de furia



A Enrique Freire.

Episodio de furia:

            –¡Qué hijo de puta! ¡Qué hijo de puta! ¡Me ha robado a todos los alumnos! –grito yo, colérico.
–¿Qué te ha hecho? –pregunta uno de mis hijos, de nueve años, con una curiosidad tan descontextualizada y ajena que poco le falta para hacerme reír.
–¡Nuestra academia se va a pique y él coge y se va con los alumnos! ¿Y eso es un amigo? ¡Puta mierda de amigo! –yo estoy borracho, pero no digo nada que no piense –Eso es una traición. ¿Qué creéis que es? –mis hijos son demasiado pequeños para entenderlo, pero en algún momento lo comprenderán.
–No sé… –se atreve a decir el mayor, de diez. El pequeño se va al sofá, a sentarse.
–¡Un amigo no debe dejar a otro amigo así, en la estacada! ¡Qué vergüenza! ¡Qué cabronazo!
–Pero a nosotros nos cae bien… –murmura el pequeño tímidamente. Voy a por otro cubata. La canción Fortunate Son de The Creedence no logra calmarme a pesar de esos acordes tan bien dispuestos. Mis hijos me miran, pero no importa:
–¡Qué hijoputa, joder! –repito con furia, desde el estómago, mientras los hielos chocan contra el cristal y después el líquido llena el espacio vacío del vaso–. Pues eso no se hace, niños. No puede robarme a mis alumnos y marcharse y pretender seguir siendo mi amigo –mis hijos me observan callados.
–Cuando nos trae a tu casa es divertido –comenta el mayor–, ¿no erais  amigos?
–Sí –continúa el pequeño siguiendo el pensamiento de su hermano, como acostumbran a hacer–, si sois amigos de verdad, ¿no se puede solucionar? –no entienden nada. Sólo son niños.
El humo de mi cigarrillo termina por apagarse y la ceniza cae encontrando un sitio en el suelo. Cojo mi paquete de Ducados y le doy unos toquecitos dejando escapar la boquilla de un par de pitillos. Saco uno y lo enciendo. Me he enterado esta misma tarde por su boca “voy a trabajar en otra academia aquí en el pueblo y la mayoría de mis alumnos están de acuerdo en venir conmigo”. Es verdad que nuestro centro está a punto de cerrar, pero si él se quedara quizás podríamos… ¡Menudo cabrón! Se va, con el rabo entre las piernas, como el resto de profesores. Las conclusiones de los estudios de sociología sobre España no nos llevan a equívoco: no hay en este país un par de huevos.
–No hay en este país un par de huevos. Con gente así… con cabrones así… –señalo, levantando el índice en un gesto algo teatral–. ¿Os acordáis, hijos, del poema que le escribí? –mis hijos asienten, muy lentamente. No distingo bien qué me dicen sus caras. Pero no importa una mierda. Nada importa una mierda–. Pues es una mierda el poema ese –les digo mientras mi mirada se va nublando y la realidad parece desajustárseme en los ojos, yendo a otra velocidad en los brazos, oscilando en las piernas. Extiendo las manos buscando mi sillón de mimbre mientras los cubitos de hielo tintinean contra los bordes del vaso y algo de líquido se derrama, dando con ese patrón de madera en cuña que empieza a marearme. Logro sentarme pesadamente con un gruñido.
–Los amigos –ya no sé si me dirijo a los niños o qué– más tarde o más temprano te apuñalan por la espalda. La gente es así. La gente te abandona… ¡El mundo es una mierda! ¡Si incluso votan las putas y los camioneros como si su opinión contase igual que la de alguien ilustrado y con una carrera universitaria! ¿Sabéis por qué la democracia no funciona? –me les quedo mirando, no estoy seguro del transcurso del tiempo, pero me parece que tardan bastante en mover la cabeza de un lado a otro negativamente–. Porque la gente es gilipollas. Y se dedica a joder a los demás. ¡Yo he estado toda la vida con ese tío! ¡Estuve ahí cuando lo del accidente de coche, coño! ¡¿Y así me lo paga?! –el sabor de mi fracaso sabe a alcohol amargo, se me atraganta en la garganta y el humo no baja. ¿El sabor de mi fracaso? No he sido yo el cabrón aquí, eso está claro. ¿Cómo puede ese imbécil dormir tranquilo por las noches?– ¡Joder! –grito arrojando el vaso contra la pared.
Estalla en pedazos.
Los hielos resuenan con un rumor sordo sobre la alfombra. La pared gotea manchada de whisky. Mis hijos fijan su mirada en mí sin comprender. No quiero que me pregunten de nuevo por qué estoy así ni que me digan que las cosas pueden arreglarse. No entienden nada. Sólo saben tener miedo.
Me cago en la puta, me he cortado con los putos cristales…



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Episodio de furia por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://parafernaliablablabla.blogspot.com.es/.

lunes, 1 de abril de 2013

Tras un error

Tras un error (revisado):

            –Mi ira tomó la forma de una espada ante un hombre desarmado.
Tomó la forma del sonido sordo del peso inerte que acompañaba a su cadáver.
La cabeza separada dio con el suelo, golpeando la madera con un rumor de acertijos desatados.
El filo rojo del acero atravesando los caprichos de la luz de un candil era mi respuesta ante el mundo.
Sus hijas pequeñas y su marido cruzaron el umbral del valor y se acercaron.
Me había equivocado, mi espada era mi pregunta.
El odio, mi respuesta.
La noche se ha teñido con los colores de una pesadilla extraña y sin angustia a la que acude desterrada la culpa que no encuentra hueco en mi espíritu.
He matado a un hombre y ahora no sé nada.–la poetisa finalizó aquella parrafada, segura de que no lograba explicarse con claridad.
Unos ojos verdes la observaban ecuánimes a través de unos cabellos anaranjados. Su interlocutora la escuchaba jugando a hinchar los carrillos contra la jarra de la que bebía. La madera crujía bajo los pies pero la gente ya se iba y el bullicio de las conversaciones empezaba a resonar como el sonido metálico de los utensilios de cocina desde más allá de la barra. Afuera había noche y frío, pero el calor del establecimiento les hacía olvidar la nieve que dibujaba formas cristalinas en las ventanas empañadas.
Aquella vieja amistad trataba de encontrarse a sí misma en una mirada: paciencia a un lado, decepción extraviada al otro y dos cervezas en medio.
–¿Y qué hace una poetisa matando? –quiso saber su interlocutora de ojos verdes.
¿A hierro?
–Matando.
¿Qué hace pues una guerrera escuchando?
–Luchar, ¿qué cojones crees que hago? Una espada no resuelve ningún problema, joder. Sólo sirve para darles forma a los que ya hay. Y ni siquiera es una forma agradable, no te creas. Menuda mierda…
Lo sé…
–No, no lo sabes y por eso estás justo aquí –resolvió la pelirroja golpeando con el dedo índice en la barra manchada de bebida.
¿Con qué suerte de guerrera ha dado mi ebriedad sedienta de perdón, Lerian?
–¿Yo qué sé? ¿Con una que sabes cómo se llama? Al menos cuentas con la ventaja de que no te voy a cruzar la cara aunque tengas esa forma de hablar tan… tan… “el miedo se me enrosca con fuerza allí donde termina mi intestino” –declamó burlona elevando el brazo en pose teatral–. Nah, es broma. Te invito a otra ronda si me cuentas cómo estás. No me interesa saber por qué lo hiciste.
¿No?
–No, si te digo la verdad no me vale de nada –afirmó Lerian, dio un trago con gesto apreciativo–. Ni a ti tampoco –eructó con potencia.
Sin embargo te será preciso distinguir los destellos que atraviesan la llama de oscuridad que roba luz en mi pecho.
–¿Qué…? –Lerian tardó unos segundos en comprender lo que su amiga había querido decir, no pudo evitar poner una exagerada expresión de extrañeza–. Oye, no necesito tus excusas ni tus mierdas. Oye, en serio, ¿crees que si te excusas, puede haber perdón?
Has de comprenderme… –suplicó la poetisa.
–Eso no sería comprenderte, sería todo lo contrario, hombre –le aseguró como si fuera algo obvio–. Eso de comprenderte está al fondo, y un poco a desmano si sigues así. Sólo necesito saber si quieres ponerle fin a esta historia. Y no me cuentes qué te pasó para acabar haciéndole eso a un imbécil, te repito que eso no importa una puta mierda. Por más que tú creas que sí. Sólo te dirán que importa los que no te comprenden, ¿entiendes?
No.
–Bueno, da igual… así que, eso, ¡resume, resume, resume! –gesticulaba vivaracha.
He sido una estúpida –apuntó la poetisa, demasiado consciente como para avergonzarse.
–Muy cierto. ¡Brindemos! –solicitó la alegría de Lerian.
La poetisa sonrió con la sonrisa derrotista de quien está acostumbrado a charlar al amparo de la tristeza y de la conmiseración. Se retiró las finas hebras castañas que cubrían sus ojos celestes en un gesto que, por elegante, a Lerían le hubiese resultado absurdo realizar, demasiado artificio. Cerró la primera el puño sobre el asa de la jarra, débil y sin convicción, mirando alrededor entre pensamientos de cautela consentida, amurallada frente a un mundo que no podía hacerle daño. Al brindar casi toda la cerveza se le derramó sobre la mesa. Miró a Lerian. Hacía varios inviernos que no se veían pero no la recordaba tan enérgica.
He devorado mis propias lágrimas mientras el resentimiento anochecía en mis facciones, he amordazado las preguntas.
Envejezco cada vez que cierro los ojos.
No obstante a ti acudo, a ti vengo, porque me he apartado los retazos de esta pesadilla con las manos al despertar, porque he descubierto que las mentiras y los años convergen en un ahora triste. El sufrimiento me ofrecía ese espejismo y yo tenía miedo y lo creía, pero sólo eran apariencias sobre el polvo de lo que no existe. Él lo merecía, me decía a mí misma. Y si me reiteraba con tanto ahínco su maldad era porque me llenaba de horror aceptarme tal y como me he demostrado que soy. Porque es difícil apreciarse a uno mismo sabiéndose malvado.
Cadenas de mentiras se quiebran mientras observo el horizonte roto en mil pedazos que iba a ser el mañana de mi ayer.
Mi pecho ardía lleno de rabia y el mundo era el estandarte de la culpa que yo no tenía, el dolor que me negaba irónicamente en una espiral de amargura.
He estado ciega durante una eternidad y abrir los ojos ahora y mirar atrás es… –su labio inferior se derrumbó tembloroso, las lágrimas acudieron a sus ojos.
Lerian simplemente la observaba, bebiendo sosegada.
Gracias–dijo la poetisa cuando paró de llorar–. Gracias por no sentir lástima.
–Si combates contra ti misma nadie queda en pie, pero creo que eso ya lo sabes. Ese miedo que te hace engañarte y mentir a los demás y traer sufrimiento al mundo o como quieras llamarlo… creo que ésas son las cadenas de las que hablabas, te acomodas en el dolor o algo... Pero eso no es la realidad. No es como… no es que todo sea nuestra responsabilidad, pero no somos marionetas indefensas ante las circunstancias ni nada, podemos cambiar a cada segundo, sólo hay que entrenar. Entrenamiento –la guerrera bebió–. Para la cabeza, lo mismo da. Nadie se merece lo que ha pasado –Lerian soltó un bufido animado–. En serio, no sé ni para qué hablo, todo eso ya lo sabes.
Por eso vengo aquí desnuda de apariencia, para aceptar lo que he hecho, porque si no lo hago volveré al error de la incomprensión.
Sé que ha sido mi rencor el bastión de mi más profunda debilidad. Es hora de alzar algo hermoso en su lugar.
Y de pedir perdón por haber provocado tanto daño.
Y de pedirme perdón por haberme provocado tanto daño.
–Eres valiente.
Estoy aquí porque he salido de la prisión de mi violencia.
Y quiero ver qué hay más adelante.
–Ven, anda, tenemos mucho de qué hablar –y, ahora sí, Lerian le dio un buen abrazo.