A Enrique Freire.
Episodio de furia:
–¡Qué hijo de puta! ¡Qué hijo de puta! ¡Me ha robado a todos los alumnos! –grito yo, colérico.
–¿Qué te ha hecho? –pregunta uno de mis hijos, de nueve años, con una curiosidad tan descontextualizada y ajena que poco le falta para hacerme reír.
–¡Nuestra academia se va a pique y él coge y se va con los alumnos! ¿Y eso es un amigo? ¡Puta mierda de amigo! –yo estoy borracho, pero no digo nada que no piense –Eso es una traición. ¿Qué creéis que es? –mis hijos son demasiado pequeños para entenderlo, pero en algún momento lo comprenderán.
–No sé… –se atreve a decir el mayor, de diez. El pequeño se va al sofá, a sentarse.
–¡Un amigo no debe dejar a otro amigo así, en la estacada! ¡Qué vergüenza! ¡Qué cabronazo!
–Pero a nosotros nos cae bien… –murmura el pequeño tímidamente. Voy a por otro cubata. La canción Fortunate Son de The Creedence no logra calmarme a pesar de esos acordes tan bien dispuestos. Mis hijos me miran, pero no importa:
–¡Qué hijoputa, joder! –repito con furia, desde el estómago, mientras los hielos chocan contra el cristal y después el líquido llena el espacio vacío del vaso–. Pues eso no se hace, niños. No puede robarme a mis alumnos y marcharse y pretender seguir siendo mi amigo –mis hijos me observan callados.
–Cuando nos trae a tu casa es divertido –comenta el mayor–, ¿no erais amigos?
–Sí –continúa el pequeño siguiendo el pensamiento de su hermano, como acostumbran a hacer–, si sois amigos de verdad, ¿no se puede solucionar? –no entienden nada. Sólo son niños.
El humo de mi cigarrillo termina por apagarse y la ceniza cae encontrando un sitio en el suelo. Cojo mi paquete de Ducados y le doy unos toquecitos dejando escapar la boquilla de un par de pitillos. Saco uno y lo enciendo. Me he enterado esta misma tarde por su boca “voy a trabajar en otra academia aquí en el pueblo y la mayoría de mis alumnos están de acuerdo en venir conmigo”. Es verdad que nuestro centro está a punto de cerrar, pero si él se quedara quizás podríamos… ¡Menudo cabrón! Se va, con el rabo entre las piernas, como el resto de profesores. Las conclusiones de los estudios de sociología sobre España no nos llevan a equívoco: no hay en este país un par de huevos.
–No hay en este país un par de huevos. Con gente así… con cabrones así… –señalo, levantando el índice en un gesto algo teatral–. ¿Os acordáis, hijos, del poema que le escribí? –mis hijos asienten, muy lentamente. No distingo bien qué me dicen sus caras. Pero no importa una mierda. Nada importa una mierda–. Pues es una mierda el poema ese –les digo mientras mi mirada se va nublando y la realidad parece desajustárseme en los ojos, yendo a otra velocidad en los brazos, oscilando en las piernas. Extiendo las manos buscando mi sillón de mimbre mientras los cubitos de hielo tintinean contra los bordes del vaso y algo de líquido se derrama, dando con ese patrón de madera en cuña que empieza a marearme. Logro sentarme pesadamente con un gruñido.
–Los amigos –ya no sé si me dirijo a los niños o qué– más tarde o más temprano te apuñalan por la espalda. La gente es así. La gente te abandona… ¡El mundo es una mierda! ¡Si incluso votan las putas y los camioneros como si su opinión contase igual que la de alguien ilustrado y con una carrera universitaria! ¿Sabéis por qué la democracia no funciona? –me les quedo mirando, no estoy seguro del transcurso del tiempo, pero me parece que tardan bastante en mover la cabeza de un lado a otro negativamente–. Porque la gente es gilipollas. Y se dedica a joder a los demás. ¡Yo he estado toda la vida con ese tío! ¡Estuve ahí cuando lo del accidente de coche, coño! ¡¿Y así me lo paga?! –el sabor de mi fracaso sabe a alcohol amargo, se me atraganta en la garganta y el humo no baja. ¿El sabor de mi fracaso? No he sido yo el cabrón aquí, eso está claro. ¿Cómo puede ese imbécil dormir tranquilo por las noches?– ¡Joder! –grito arrojando el vaso contra la pared.
Estalla en pedazos.
Los hielos resuenan con un rumor sordo sobre la alfombra. La pared gotea manchada de whisky. Mis hijos fijan su mirada en mí sin comprender. No quiero que me pregunten de nuevo por qué estoy así ni que me digan que las cosas pueden arreglarse. No entienden nada. Sólo saben tener miedo.
Me cago en la puta, me he cortado con los putos cristales…
Episodio de furia por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://parafernaliablablabla.blogspot.com.es/.
Un relato muy fuerte y cruel ante una realidad, creo que nunca se debe actuar asì delante de niños que aun no entienden a los mayores. Sobre todo cuando el padre tiene perdido el norte.
ResponderEliminarun abrazo
fus
Muchas gracias por tu comentario, Fus. Y totalmente de acuerdo con lo inconveniente del trato. También es cierto que aunque los niños no abarcan con su entendimiento todas las implicaciones de actos así, entienden y absorben demasiado y no todos los padres son buenos espejos en que mirarse. Es una pena que la madurez moral y la física no vayan de la mano en todos los casos. Ya se sabe lo que se dice del sentido común...
ResponderEliminar¡Un abrazo! ^_^