No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

domingo, 14 de agosto de 2016

El ancla del tiempo (I)


El ancla del tiempo (I):

Los hombres conciben el tiempo como una línea recta, un raíl para el momento: Lo que se abandona en el pasado no se puede recuperar, lo que se halla en el futuro es insondable y el presente es tan esquivo como el viento. La paciente Historia despierta ocasionalmente de su ensimismamiento y comprueba cómo los conceptos, una vez más, han cambiado, pero nunca como se suponía que iban a hacerlo…

Las estalactitas goteaban siguiendo ritmos caprichosos, brillando en penumbra.
Las ocho patas de Astaroth corrían frenéticamente sobre la tela de araña. La oscuridad de la caverna parecía extenderse hacia el infinito y la noche se erguía vigilante sobre la montaña mientras la diablesa cavilaba cómo detener a los hombres.
Sintió una perturbación en ese manto blanquecino que cubría la humedad de la gruta, así que dejó de pensar.
Y se apresuró.
Conocía la cueva como a su propio ser y no tardó en dar con el origen de las vibraciones.
–No te muevas, mortal –dijo Astaroth. El imperio de su voz, a falta de una descripción mejor, sonaba con el eco de lo arcano rompiendo en las tinieblas.
Sukurlam alzó la vista y vio a una mujer: pechos al descubierto, largo cabello azabache y alerta en los labios. No obstante, bajo ese abdomen femenino, el cuerpo de una inmensa araña se acercaba hacia él. Y él se revolvía para intentar liberarse de esa materia pegajosa sobre la que había caído, temiendo por su vida, implorando a sus dioses por un fin aún lejano en los días.
Astaroth suspiró condescendencia.
–¿Nunca os preguntaréis los héroes por qué esta caverna parece tan distinta a las demás desde sus mismísimas puertas? La pestilencia a ambición invadiendo mi morada de incontables cadáveres resulta ya mefítica, sobreestimáis mi paciencia –la demonio tomó la maza de cobre de aquel humano y le sacó de entre la tela.
–¿No me temes, monstruo? –interrogó Sukurlam una vez liberado, con la seguridad flaqueando en sus palabras. Astharoth se echó a reír. Después paró, le miró y volvió a estallar en carcajadas.
–He salvado tu vida, sagaz –logró decir la diablesa cuando consiguió recomponerse.
–¿Qué quieres a cambio? –respondió él, complacido porque la ironía hubiera servido de nexo entre dos mundos.
–He oído rumores –comenzó Astaroth– de que los hombres quieren llegar al presente usando la aritmética, la arquitectura, unos axiomas dudosos y algo de magia. Tú vas a ayudarme a detenerlos y reinarás sobre ellos en recompensa.
–¿Qué se proponen? –inquirió Sukurlam–. El tiempo tiene que ir del antes al después, estoy bastante seguro de que es a lo que se dedica.
–No hallan el ahora en ningún sitio y desesperan. Van a hacer del presente un engendro y a darle caza. ¿La memoria reciente se abre ante ti, mortal? –la pregunta se deslizaba sobre una sonrisa.
–¿La ignorancia humana es inescrutable? –se aventuró él a responder.
–Acepto tus disculpas –se inclinó Astaroth–. Ahora partamos. Cabalga mi lomo y cuida de en dónde aferras tu mano.
–En verdad te digo –comenzó él, mientras intentaba trepar por ese cuerpo arácnido–, que pensaba el Cubil de la araña como algo más simbólico.
–Y la tela blanca cubriendo los esqueletos de la entrada era un símbolo de concordia –convino ella–. Una mala elección de color, sin duda…
–Es difícil pensar en tu protección –él se encogió de hombros.
–Y fácil pensar en la destrucción –señaló Astaroth.

Tras unos días de camino, llegaron a su destino: un valle tan profundo que la luz prefería pasarlo por alto. Astaroth sentía el tiempo ralentizándose mientras avanzaban hacia una torre monumental, todavía en construcción. La luz del sol iluminaba los pisos superiores y la oscuridad engullía los inferiores. He ahí –pensaba la demonio– la humanidad contemplada a través de sus propios ojos, una vez más errando en la metáfora.
–No percibo ninguna lentitud en las horas –declaró Sukurlam.
–Tampoco aprecias las ondas de luz, mortal. Desconfía de tus ojos y confía en tu ser. O al menos, fíate de esta criatura infernal a la que no le interesan las mentiras.
Las ondulaciones del tiempo se curvaban, como el mismo espacio, ante la cercanía de la materia y, al igual que reducir el espacio a un solo vector hubiese sido una insensatez –sabiendo como se sabe que es algo multidimensional–, el tiempo era un océano que lo llenaba todo. Pero los hombres, en definitiva, no encontraban el ahora a pesar de que éste se abría constantemente a ellos. Y Astaroth se preguntaba si los humanos, de tener un pensamiento acertado delante de sus narices, hubiesen sido capaces de verlo ocupando el lugar del presente.
En su sed de control pretendían dominar el mismo fluir del tiempo para experimentar con él. Estaban construyendo un ancla del antes y el después para descubrir la verdad. No era una mala idea.
Pero la diablesa sabía que la verdad solía ser su peor enemigo. Los hombres creían que se trataba de una respuesta muerta en lugar de una pregunta viva… No se podía atrapar la realidad con los nombres: era como intentar atrapar un mordisco con los dientes.
Astaroth divisó lo que buscaba, una fuente de poder refulgiendo.
–Ese orbe brillante en lo alto de la torre –anunció– es la magia que pretenden usar: cuanto más lejos de la superficie de la tierra se encuentren, más despacio transcurrirá el ahora. Según sus cálculos podrán moverse en la quietud del tiempo, pero ese reposo, estimulado a través del orbe, producirá un desgarro en el tejido espacial y detendrá el tiempo alrededor. El área afectada es lo que constituye el peligro real del experimento, sin embargo no puedo calcularla pues desconozco la fuerza del poder en el orbe contenido.
–¿El mundo corre peligro?
–Al igual que esos hombres. Lo más probable es que se pierdan en el infinito: si salen de ahí, pueden aparecer en cualquier punto del tiempo y eso puede ser peligroso a unos niveles que yo misma ignoro, aunque ellos sólo experimentarán el presente, el suyo, concretamente. El presente siempre es eterno, es lo único que existe, pese a que insistan en pensar lo contrario. Juegan con leyes que aún no comprenden.
–¿Y cuál es tu plan?
–Mediar con distorsiones temporales suele hacer caer al hombre en los mayores tropiezos discursivos, por lo tanto la solución tiene que ser extremadamente simple. Podemos o bien derribar la torre y destruir el orbe, pero esos hombres morirían, o bien puedes internarte en la torre y convencer a esos hombres de que el orbe debe ser destruido o destruirlo tú mismo. Lo haría yo, pero algo me dice que mi voz no encontraría oídos. No en esta época.
–Pero… –el espíritu de Sukurlam no estaba exento de dudas.
–Sujétate a mi tela de araña y te mantendré atado a este presente aunque penetres en el tiempo de otros. Es resistente –dijo refiriéndose a la tela–, no permitas, empero, que ellos la toquen o el flujo será quebrado.
–Si consigo destruir el orbe, ¿cómo me convertirás en rey?
–Contarás un relato y te procuraré algunos de los engendros que han caído en mis redes para que los exhibas como presa y trofeo, a los humanos os gustan esas cosas. Lo importante no son los acontecimientos sino el relato enhebrado con su tejido.
–¿Engendros?
–Mis redes protegen a los humanos de muchas criaturas, excepto cuando los humanos caen en ellas, claro… –Astaroth volvió a centrarse–. Convence a los hombres de que lo único que existe es la eternidad del ahora y reinarás hasta que lo olviden.
–No parece un margen de tiempo amplio que digamos –se mantuvo pensativo unos instantes reflexionando sobre el grado de cautela con el que debía realizar su siguiente pregunta, tras darse por vencido se armó de valor con un sonoro carraspeo–. ¿No puedes pegar tu tela de araña en cualquier parte y hacer todo esto tú misma?
–Soy un demonio –empezó ella a explicarle–, has estado cerca de perder la vida a causa de tu codicia y tal vez debido a ese preocupante fallo evolutivo que te lleva a pensar que una cueva tétrica y amenazadora no puede estar tan mal después de todo y, si conservas el aliento, es únicamente debido a mi voluntad. Además la travesía es peligrosa pese a las precauciones aun para alguien como yo y la idea del final, aunque te cueste creerlo, no consta en mi lista de las diez más atractivas que puedo pensar. Pero tú en cambio podrás caminar sin temor.
–De algún modo siento que te estás aprovechando de mi estupidez… –comentó Sukurlam, no sin recelo.
–Y de tu ingenio –le concedió la diablesa–. Estás en deuda conmigo y si esto sale bien serás un héroe, mortal.
Nuestro héroe consideró aquellas palabras cuidadosamente, tras lo cual preguntó con sumo interés:
–¿Y cuántas posibilidades hay de que mi mortalidad no me mate ahí dentro?
–Verás, hay un gato en una caja con un matraz de veneno que… –Astaroth suspiró algo irritada y señaló a la torre diciendo–. Mira, tú métete ahí.

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