No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

sábado, 10 de marzo de 2012

Ragnarok

A Guille y su pasión por los zombis.

Ragnarok:

            El golpe en la cabeza dolía, se sentía a sí mismo frío, sobre la nieve húmeda. Los copos caían sobre él, dando vueltas, arremolinándose arrastrados por el viento, junto con la ceniza. Percibía el olor acre del humo, quizás no muy lejano. Era todo dolor.
Intentó incorporarse, pero el mundo daba vueltas. Vio una figura tambaleándose y su cabeza dejó el dolor suspendido en una burbuja de emoción pura. Se centró. El mundo se aproximó levemente a su lugar natural regalándole cierto equilibrio, él en correspondencia se apoyó con los brazos en el suelo, incorporándose con esfuerzo, y consiguió erguirse.
No obstante el mundo, que se había acercado tímidamente al principio, de repente irrumpía en su conciencia presentándole toda clase de grotescas imágenes y Nóvgorod se consumía en las implacables llamas de una pesadilla que no podía ser. Unos muertos, cerca de él, devoraban sin solemnidad el cadáver de un sacerdote cristiano crucificado mientras él se volvía confundido hacia ellos y los observaba, luchando por comprender qué estaba ocurriendo.
Escuchaba innumerables gritos. Gritos de terror, de socorro y de dolor que rasgaban el viento.
Sus ojos, que habían visto ya nueve inviernos, nunca reflejaron uno como aquel.
¿Qué hacía Velés en aquellos momentos? Recordaba correr, aunque no recordaba haber caído. Recordaba huir de ellos. Bendito cristiano aquél por el cual se habían tomado tantas molestias los habitantes de la ciudad, que había hecho vacilar la atención de los muertos que caminaban, porque moría en su lugar.
Un pensamiento cruzó su cabeza repentinamente, un pensamiento que le advertía de que aquél no era momento para pensar. Tenía que salir de la ciudad.
Giraba la cabeza y veía cómo un grupo de cinco de aquellas criaturas acorralaban a una madre que llevaba a su bebé en brazos sofocando el agudo llanto del hijo y poniendo fin a los ruegos a los dioses de la madre. Volvía la vista a causa del espanto y veía innumerables cadáveres sobre la nieve, algunos de ellos levantándose tras la muerte. Uno le aterrorizó particularmente: se arrastraba pesadamente sobre su torso cercenado, tirando a duras penas de sus tripas sanguinolentas, dejando un rastro oscuro tras de sí, estirando unos brazos hambrientos en un gesto desesperado por acortar distancias con respecto a los vivos. Retiraba espantado de allí sus ojos y éstos se posaban involuntariamente sobre un anciano que huía apoyándose en su bastón, consciente de que su lento caminar no le ofrecía ninguna posibilidad de escapar de los brazos de la muerte que se cernían poderosamente sobre él para arrancarle la piel de la mejilla de un mordisco. Y después del torso, de los brazos y las piernas al tiempo que llegaban con rapidez más de aquellos cuerpos sin vida y se aglutinaban en torno a él, lanzándose como una jauría de lobos sobre su presa, un hombre que aún trataba de revolverse, apagando sus ya débiles e inútiles súplicas.
Y el miedo tomaba su cuerpo y aferraba su mente con cadenas forjadas a través del sufrimiento, eslabones de terror aprisionaban su espíritu apresándolo sin encontrar resistencia, resonando con un espanto que se asentaba, paralizándole hasta tal punto que no podía más que llorar, acuclillado, a punto de arrojarse al suelo.
Impotente, cerró los ojos para escapar de aquel tormento, en un gesto que sabía baldío, y, pese a sus denodados esfuerzos, en su lugar sus oídos se llenaron del sonido de la tortura y el terror, su boca saboreó la condenación del mundo y la piel que le cubría sintió el gélido viento que llevaba la destrucción.
Súbitamente, en medio del horror, unos brazos le aferraron con fuerza las sienes.
Y chilló hasta que una voz femenina le contuvo en un equilibrio inestable, desbordada por una inquietud rayana en la angustia:
–¡Niño, ¿cómo salir de la ciudad?! –demandó con uno de los acentos de las tierras lejanas  del norte–. ¡¿Tú… sabes?! ¡Rápido, rápido! –vio unos agitados ojos verdes que exigían una respuesta inmediata y un cuerpo envuelto en pieles y anillas de acero.
Los gritos provenían de todas direcciones, mirase a donde mirase ellos estaban allí, corriendo por las calles, inagotables, entre las innumerables casas de madera.
Él, en respuesta, comenzó a moverse en dirección al muelle, sólo tenía en mente los drakkars.
–¡Nadie hay allí! ¡Yo soy varega! ¡Yo sé! ¡La muerte está allí y vuestro kremlin es fuego!
Él la cogió del brazo. Y rezó a Perún para que las puertas de la ciudad no hubieran sido cerradas.
O, al menos, no todas.
El sol parecía sangrar a lo lejos, allí donde no había nubes, pero había más motivos aparte de una noche que pronto se presentaría ante ellos para cerrar las puertas.
Una espada bañada en sangre coagulada inquiría por un camino seguro entre varias direcciones. Él escogió inmediatamente una de ellas, dispuesto a internarse entre los callejones del barrio de los carpinteros en el cual, de hecho, se encontraban.
Notó el tirón de unos dedos que se cerraban sobre su hombro a punto de derribarle al suelo, de los que emanaba un dolor punzante que le bajaba por el brazo.
Ella decía “no” con la mirada, “no” con la cabeza. Envainó. Paciente, juntaba las manos hasta dejar una estrecha rendija de espacio entre ellas como explicación. Él, aturdido aún, tardó unos segundos en entenderlo.  Ella se irguió, y ahora, con su torso a la altura de la mirada del chico, avanzó mientras él se giraba sobre sus talones. A juzgar por la sangre que cubría a la extraña joven, ella también sabía ya que aquellos que se levantaban de entre los muertos no conocían el cansancio. Y que no era fácil darles muerte definitiva. Una vez él se hubo dado la vuelta vio a uno de ellos que corría hacia donde se encontraban. Y vio a la extranjera ejecutando veloces y precisos movimientos.
Ella le dio la espalda al chico, cubriendo el espacio que había entre el muerto y el vivo.
Su mano buscó instintivamente la empuñadura de su espada.
Su espada buscó instintivamente a aquel cadáver andante que la contemplaba con ojos vacíos y estiraba los brazos hacia ella y, en un impacto que sonó como un chasquido sordo, quebró su cráneo.
El cuerpo cayó sobre la nieve en un crujido blanco y rojo.
–¿Cómo te llamas? –inquirió la extranjera.
–Aleksandr… –pareció dudar, quizás debido a la impresión del momento que ni siquiera le permitía darse cuenta del miedo que tenía–. Sasha –se decidió. Ella cerró en su menudo puño una daga que llevaba en una pequeña vaina atada al cinto, asegurándose de que la otra que llevaba en la caña de su bota aún seguía ahí.
–Ten –dijo. Echó a andar a paso ligero, ordenándole a cada pisada que lo siguiera de cerca y terminó por decantarse a favor del callejón que el chico le había señalado: ¿para qué preguntarle primero e ignorarle después? Había sido asombrosamente rápido al elegir, de modo que debía conocer el lugar perfectamente. Y probablemente él tampoco deseaba prolongar la vida de los muertos a costa de la suya propia.
Se movían deprisa. Los alaridos esta vez quedaban ensordecidos por la madera o, en ocasiones el crepitar de las llamas cercanas, sólo una vez les arrollaron con la potencia de la desesperación final al pasar junto a un umbral ensombrecido, obligándose ambos a no comprobar con la mirada qué ocurría dentro. Ella a veces derribaba o golpeaba o decapitaba a uno de ellos. No deseaba quedarse quieta, temía que entre aquellas callejas se agruparan esos demonios y les cerraran el paso. Pero tras girar unas pocas esquinas se encontraron en una calle reconfortablemente ancha.
Una buhonera trataba de recoger sus bártulos a escasos metros de ellos, seleccionándolos cuidadosamente y metiéndolos en una bolsa. Se tomaba su tiempo, pese a los últimos acontecimientos, y aquellos artículos que no le eran de utilidad comercial se los arrojaba a un grupo de tres muertos casi deshechos, con apenas harapos y tan podridos que eran incapaces de correr. Se acercaban a ella tambaleándose en pugna por coordinar su avidez de carne humana, aún a una distancia de veinte metros. Sasha, al tiempo que juzgaba que la señora no tenía mucha puntería, reconoció a Natasha Fiódorovna en aquella comerciante.
Los gritos alrededor se le incrustaban más allá de oídos, no creía que nunca jamás lograra hacerlos salir de ahí.
–Escape de aquí, Natasha Fiódorovna –le apremió el joven luchando por concentrarse.
–¿Adónde, pequeño Aleksandr Iúrievich?
–No lo sé, pero muévase.
–¿Y adónde vais vosotros?
–Pues a donde sea.
–¿Y se puede vender allí? No lo creo –afirmó obstinada.
–Señora –intervino la extranjera–, puede usted morir –tras aquellas palabras se puso en marcha de nuevo dando cuenta de aquellos tres muertos. Mientras, los copos caían sobre ella y una ráfaga de humo perdida pasaba de largo.
–Ya, ya, aunque más me preocupa a mí andar después de eso –la extranjera no parecía haber entendido todas las palabras de Natasha, quizás hablaba demasiado rápido o quizás su atención se estaba centrando más bien en comenzar a caminar–. Bueno, ¿queréis algo o sólo vais a mirar? –inquirió la buhonera tirando despreocupada los últimos productos al suelo tras evaluar el posible grado de interés de sus potenciales clientes en ellos.
–Escúcheme, Natasha Fiódorovna –siguió Sasha–, los demonios son muy peligrosos. Yo me marcho, ya le he advertido. Ah, y deles en la cabeza con algo que pinche o que sea muy fuerte. Así se mueren –el pequeño movió rápidamente las piernas para ponerse a la altura de la extranjera.
–¿Cómo? ¿Pero no están muertos ya? –se oyó tras ellos.
La varega se encontraba exhausta, había matado a unos cuantos, el viento frío del invierno les azotaba robándoles energía y su espada debía de ser muy pesada. No obstante también parecía la extranjera recuperarse con rapidez. El vaho iba saliendo de entre sus labios con más calma a medida que se aproximaban a una de las puertas de la ciudad, afortunadamente abiertas y ella iba recobrando el aliento. Vio a algunos hombres corriendo por los adarves de la muralla, guardias que parecían estar huyendo aterrorizados de todo aquello y a otros que no podían apenas reaccionar.
La extranjera los observó, mientras no cerraran las puertas los demonios podrían escapar, sí, si bien ellos también.
Los gritos lo inundaban todo.
Sasha creía que iba a morir ahogado en ellos.
Y es que no eran los únicos que habían tenido la misma idea: las puertas, aunque abiertas, no podían dar cuenta de toda la marea de gente que intentaba salir de la ciudad y la lentitud con la que se desarrollaban los acontecimientos no acaba de agradar a la vikinga. Por otra parte los muertos también se habían acumulado allí para disfrutar de la congregación.
La extranjera meditó acerca de que tal vez tenía que haberle preguntado al chico por la puerta principal, presumiblemente más grande, pero no quería ni pensar cómo estaría la situación de ser así tras hacer un simple cálculo mental. Y además tampoco estaba muy segura de cómo se diría aquello en el idioma de los eslavos, aunque enseguida se le ocurrió cómo hacerlo. Desafortunadamente no había podido reunirse con el resto del grupo de mercaderes vikingos cuando se inició el ataque, y cuando logró llegar a los muelles la mayoría de barcos habían desaparecido y los pocos que quedaban eran pasto de las llamas o habían sido abandonados. No había sido la única norteña que se había quedado en tierra, pero por lo que ella sabía, era la única que aún estaba viva. Sin embargo no era desafortunada del todo, por alguna razón le había preguntado, desesperada y sin un ápice de razón, a un niño llamado Sasha el cual probablemente había salvado su vida –la vida de ambos– guiándola hasta allí.
En cualquier caso ella iba a salir. E iba a salir con su pequeño salvador.
Tomó su mano.
No importaba qué o quién se le pusiera por delante.
–¡Jeg er Fenja Gjukisdatter! –exclamó al cielo, espada en ristre, para invocar al dios de los viajeros, al Padre de Todo–. ¡Og vi skal komme til Uppsala eller til Åsgard! ¡Det avhenger av deg, Allfader! ¡Derfor, Odin, hjelp oss!*
Entre vivos y muertos había de abrirse paso.
Y tal vez durante tres inviernos seguidos.





* “¡Yo soy Fenia Giukisdatter! ¡Y vamos a Uppsala o a Asgard! ¡Depende de ti, Padre de Todo! ¡Así que, Odín, ayúdanos!”

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Ragnarok por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
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