A Haru, que siempre es feliz.
Azar:
El color plomizo del cielo era como el de casi todos los días, monótono y oscuro, aunque en ocasiones el sol se atreviera a salir tímidamente entre las nubes grises.
El cielo siempre parecía recordar constantemente la historia reciente del planeta. Pero en aquellos momentos la misma idea de la historia daba igual.
Los muebles estaban cubiertos de una capa de polvo de un color marrón grisáceo, sin embargo no era ese polvo que aparece en las secciones menos visitadas de algunas bibliotecas históricas, ni esa fina pátina que se pega a todas las cosas cuando uno se va de vacaciones durante una semana. Casi era una cubierta que había que raspar y que lo cubría todo a excepción de los utensilios de cocina y el baño, los cuales él había limpiado con mucho esmero, y a excepción del suelo, salpicado de huellas de perro y de zapatilla gastada. Por supuesto también había motas de polvo flotando en el aire, más livianas, revoloteando aquí y allí, dejándose ver a través de los breves rayos de sol que a veces traspasaban los agujeros del techo o de las paredes. Aquello era todo lo que quedaba de una casa ruinosa en un poblado a las afueras de la ciudad tras un invierno nuclear.
Él se incorporó casi espasmódicamente sobre su cama y miró a un lado y a otro perplejo. Había tenido otra pesadilla una vez más.
Haru, su perra de pelaje denso, blanco y con alguna mancha de color canela alzó la cabeza rápidamente y le miró.
–Sólo ha sido un mal sueño, Haru.
Ella, cerciorándose de que no pasaba nada grave mientras olisqueaba el aire, subió a la cama, y se acercó a su amo meneando el rabo, pidiendo una caricia. Y él la satisfizo gustosamente, pasando la mano sobre la herida de su lomo, una especie de cráter de piel rosada, sin un solo pelo, a la que ya se había más que acostumbrado. Recordaba cuando la pobre Haru tenía una costra enorme y gritaba de dolor cada vez que quería correr un poco. En realidad había tenido suerte y la bomba había estallado a una distancia razonablemente segura hiriéndola únicamente en el costado y, sobre todo, sin haberle arrebatado la vida. Por lo que él pudo ver se trataba de una cabeza sin detonar, hincada en la tierra, en un solar cercano a su casa, pero lo suficientemente oculta por unos matorrales como para haber pasado desapercibida. Tampoco es que el pelo de Haru que cubría el resto de su cuerpo se conservase de manera envidiable tras la guerra, pero al menos ella tenía un poco, algo de lo que él no podía alardear.
Quizás ambos tuvieran un pelo bonito y brillante en otras circunstancias, pero por un lado a esas alturas ya no había manera de saberlo, y por otro, no importaba lo más mínimo.
La guerra… Duró treinta largos años. Treinta años en los que todo se iba a la mierda por momentos, en los que absolutamente nadie que tuviera poder hizo nada sensato. Ni siquiera en el Comité de Kinshasa se habló de acuerdos que hubiesen llegado a ser algo más que palabras sobre el papel. Los últimos países que poseían energía querían más y más dinero, una postura bastante ridícula cuando esa energía estaba a punto de acabarse y bastante cínica cuando las contiendas y luchas fratricidas asolaban a esos clientes potenciales que eran los países sin abastecimiento energético propio. Cuando algunos grandes colectivos (de civiles, claro) se alzaron para luchar y buscar aquellas alternativas que los políticos eran incapaces de hallar, ya era demasiado tarde. Por supuesto los ciudadanos habían respaldado a los dirigentes de sus respectivos gobiernos, en la mayoría de los casos gustosamente. De aquellas decisiones, políticas o no, sólo quedó un endeble sistema de alcantarillado que cualquier día acabaría por estropearse. No es que él hubiera vivido la guerra de principio a fin, no obstante sí que pudo presenciar sus últimos años, aunque para entonces el invierno nuclear ya se había extendido y asentado sobre la faz de la Tierra. Apenas recordaba nada, pero cuando contaba seis años de edad sí que pudo ver aún una ciudad intacta: ante sus ojos se aparecía como una especie de paraíso verde y soleado dentro de una cúpula protectora en el recuerdo, con calles espaciosas y edificios armoniosos, brillantes y pulcros.
Poco después de cumplir él siete años bombardearon aquella ciudad.
Al parecer únicamente era fruto de la casualidad que siguiera en pie. Recordaba pocas cosas al respecto en cualquier caso, sólo que sus padres intentaron instalarse allí pero que fueron repudiados por las autoridades. Quizás fueron algo así como inmigrantes ilegales, en cualquier caso ahora daba igual, ni siquiera tuvo mucho tiempo para conocerles...
Ahora apenas quedaban armas de fuego o balas, de hecho tampoco quedaba mucha gente, al menos no en relación con los once billones de personas que habían llegado a poblar el mundo antes de que la guerra estallase. Había hombres que aún poseían armamento y trataban de imponerse, eso sin embargo sólo era el triste reflejo del patetismo humano. Cuando ya no quedaba nada, todavía había quien se disputaba la porción de chatarra más grande del vertedero.
Haru ladró sacándole de sus reflexiones. La perra bajó de la cama y se aproximó a la ventana y ladró un par de veces más.
Haru era todo lo que te tenía, era su compañía y el único ser vivo con el que deseaba hablar realmente, aunque ella no pudiera responder. Ella nunca le había fallado ni había hecho nada ni bueno ni malo. Siempre había sido una perra de lo más alegre, de hecho movía el rabo constantemente. Eso le bastaba.
En fin, tendría que hacerle un poco de caso…
Se levantó como pudo de la cama, entre bostezos e intentos de estirarse y abrir los ojos de una vez. Se acercó hacia la pila, tanteando la colección de vasos que había recolectado tras años de paseos, cogió el primero que se adaptó a la forma de su mano y abrió el grifo con movimientos que distaban mucho de ser elegantes. No era del todo sencillo moverse con un muñón a la altura del hombro donde debía estar el brazo izquierdo y con un brazo de más que nacía de su espalda, a la altura del pecho y más bien desviado hacia su derecha. Mantener el equilibrio por las mañanas, cuando aún no era persona, se convertía en una ardua tarea. A veces se preguntaba cómo sería vivir con dos brazos, y ya puestos, tampoco estaría mal saber qué diferencia había entre él y alguien con uñas, como creía que había visto en otras personas de la zona. Las personas no se parecían tanto a las que aparecían en las películas que aún pudo ver de niño, esas personas parecían gozar de buena salud, pieles brillantes y cuatro extremidades aparte de una cabeza. Y ahora normalmente si alguien o algo tenía un aspecto externo tan bonito, es que muchos de sus órganos internos fallaban de alguna manera o hacían algo que no debían hacer. En el caso de Haru, por ejemplo, sangraba a menudo por el hocico y a veces por el ano sin motivo aparente, cuando eso sucedía sus gemidos no eran en absoluto agradables, pero él la abrazaba esperando a que se restableciera de nuevo. Con respecto a su tercer brazo no había mucho que decir, se trataba de un miembro fláccido y delgado, con una piel algo más áspera, amarillenta y desagradable a la vista que la del resto de su cuerpo, con escasa fuerza dado que él en general no lo consideraba de utilidad, ya que no es que fuera muy funcional tener un brazo fuera del ángulo de visión. En realidad no estaba seguro de si no lo usaba porque no tenía fuerza o no tenía fuerza porque no lo usaba, y la verdad era que daba igual.
Haru seguía ladrando hacia la ventana, y él, consciente de que mirar a través de la ventana sería más o menos igual que mirar directamente a la pared sucia, abrió la puerta de par en par. Estaba desnudo, pero era un detalle sin importancia.
El sol había logrado abrirse paso entre las nubes, y la tierra parecía algo más dorada entre la inmundicia, los escombros y el barro. Él se sentía afortunado de poder apreciar la singular belleza de las grietas que surgían entre la árida arena durante los días de verano o de los desvencijados restos de edificios, de un huerto paupérrimo no muy lejos de su casa que podía llamar suyo, o de un gran cráter situado a unos diez kilómetros que a veces visitaba. Ése era su mundo, prefería ser positivo en la medida de sus posibilidades, y ya que no podía serlo con respecto a la especie humana, al menos sí podía disfrutar del paisaje. De haber tenido pinturas, un lienzo, papel o algo parecido, le hubiese gustado intentar dibujar, no lo que el mundo parecía que era, sino todos esos detalles que hacían que el paisaje que se desplegaba ante sus ojos, de una forma u otra, mereciese la pena.
Escudriñó forzando los ojos con el ceño fruncido hacia el horizonte y a lo lejos vislumbró algo, creía que era un vehículo, pero no lo sabía con certeza y además hacía muchísimo tiempo que no veía uno. Muy probablemente lo sería porque era un trasto que se movía y en absoluto parecía ser un animal. Lo que estaba claro era que no podía ser un aerodeslizador, de ésos ya no quedaban. ¿Tendría ruedas, quizás? Debía de tenerlas, pero, ¿realmente importaba? Seguramente no importaba en absoluto.
En cierto modo siempre era todo un acontecimiento ver gente nueva en el vecindario, aunque esperaba que no trajesen problemas, como temían, junto con él, las otras cuatro personas que vivían en la zona cada vez que se acercaba alguien. Y lo peor es que lamentablemente no se trataba aquél de un miedo infundado. Sin embargo, él, que no era optimista en lo tocante a sus congéneres, sí que era una persona moderadamente curiosa. No es que fuera curioso de por sí, pero cuando en la vida de uno casi nunca pasan cosas, ese uno suele mostrarse en algunos aspectos y hasta cierto punto receptivo hacia lo nuevo.
Cogió unos prismáticos que su padre le legó para ver mejor.
Lo que pudo ver al otro lado de sus prismáticos fue a unos hombres subidos a una especie de todoterreno. No estaba seguro, pero parecían atareados y nerviosos, aunque era un poco estúpido hacer conjeturas sobre su estado anímico cuando les separaban tal cantidad de metros. Uno señaló hacia él, y otro a su lado pareció sacar un objeto que no pudo identificar a causa de la distancia.
Él después vio un destello, como un espejo reflejando luz, y oyó un estruendo. Su hubiera habido pájaros allí, habrían echado a volar.
Cayó de bruces al suelo. Un dolor agudo se clavaba punzante en su pecho extendiéndose al tiempo por todo su cuerpo, apenas podía ver, y apenas podía percibir nada más allá de aquel dolor. De hecho ni siquiera podía pensar con claridad sobre ese tormento metálico que había agujereado su pecho. No se le ocurrió pensar sobre las posibles causas de aquel disparo, tales como que quizás confundieran sus prismáticos con una mira telescópica; no se le ocurrió pensar sobre qué cosas planeaba hacer hoy, o sobre la vasta insensatez humana, tampoco se le ocurrió pensar sobre el hecho de que iba a morir de un forma estúpida, o si se le ocurrió, eran demasiadas preguntas y pensamientos para un espacio de tiempo tan limitado.
Tan sólo vio a Haru mirándole, ladeando la cabeza. Creyó distinguir angustia en sus ojos, pero todo era muy borroso, perdía el contacto con el mundo.
–Vete. –le dijo a su querida perra en un hilo de voz, ahogado en sangre.
Haru le miró y se tumbó a su lado.
Luego comenzó a aullar.
Eso, como muchas otras cosas, también daba igual.
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