A este lado del espejo:
¡Qué extraño resulta todo a este lado del espejo!
Siento la ventana al fondo, cuya luz baña la habitación, fluctuando, ondulándose y alcanzándome hasta tocarme. Podría contorsionarme y mostrar el mundo desde tantos ángulos y perspectivas que cualquiera al otro lado creería enloquecer.
Pero no lo hago.
Y no lo hago porque él no sabe hacerlo.
Tampoco sabe quién es. Es decir, que en última instancia, no sabe quién soy yo, y, por supuesto, yo no debería saber quién soy, si es que lo sé.
Pero dejando juegos de palabras aparte, tan falsos como certeros, cuando le miro, podría llorar.
Hay mañanas en las que él ignora.
Hoy es una de esas mañanas. Contempla este lado del espejo absorto y yo, no sé muy bien qué pensará al respecto del reflejo que le mira extrañado. No obstante observo su imagen y me estremezco, un escalofrío me recorre la espina dorsal con tanta intensidad que el cristal podría agrietarse y quebrarse bajo su poder, y entonces él dirigiría la vista hacia esos pedazos rotos que no pueden hacer otra cosa que recordarle que el mundo de los recuerdos le está, quizás momentáneamente, vedado. Y eso no sería tan malo si él, al despertar o al tomar consciencia de su amnesia, no se desesperase, no se sintiera desvalido e impotente. No se sintiera más viejo y arrugado sólo porque es incapaz de mantener sus recuerdos apresados por la memoria.
Yo opino que los ancianos sorben su imagen, desarrollando más memoria y sabiduría si creen que pueden hacerlo. Pero por aquí opinan que, siendo viejos, parecen estar de más. Es injusto que se pueda pensar eso, pero más injusto es que ellos puedan pensar eso.
Es triste, aunque a este lado del espejo, no signifique absolutamente nada porque sólo hay ondas de luz organizadas en un reflejo.
Él se mueve y yo me muevo. Me gustaría romper esa mimética del movimiento, desperezarme, sonreírle. Porque quizás necesita una sonrisa. Por supuesto no lo hago, y no sólo por el hecho de que si lo hiciera él probablemente perdería el juicio. Yo no hago nada que él no haga o que él no sepa.
Lógicamente debemos pensar que mis pensamientos son los suyos, y que realmente ya ha perdido la cabeza, pero obviamente -ustedes lo saben- sólo soy líneas escritas. Líneas que, por pereza del autor, pronto cesarán en una muerte blanca que ya vislumbro desde aquí. Así que a este lado del espejo puedo decir lo que quiera, porque sólo soy una figura literaria. A su discreción dejo la determinación de la tal figura, si acaso son ustedes de los que pierden el tiempo con esa clase de ocupaciones.
En el mundo real tan sólo sería el otro lado del espejo.
El otro lado que también es real, cuya realidad se basa precisamente en ser el otro lado del espejo.
Sin embargo aquí, en este espacio de letras oscuras y claros vacíos, a ambos lados del espejo, él lucha por reconocerse. Se pierde en unos pensamientos que, aparentemente, no es ya que no tengan objetivo, sino que ni siquiera tienen fuente.
Si supiera que un estallido le fuese a sanar, estallaría en añicos para restablecer su salud.
Pero al margen de lo que yo quiera –y en realidad no quiero nada en particular porque, recordémoslo, sólo soy un reflejo que como mucho desea lo que mi reflejo desee- él está de pie, ante mí, encogido a causa de la edad, el miedo y la confusión.
Y yo, si pudiese elegir estallaría entregándole todo mi poder.
Para que viviera dignamente, aunque no recordase, para que supiera que no recuerda y fuese capaz de vivir cada instante con fuerza. Sin fuente ni objeto, ni sujeto.
Pero él está lejos de la salud mental y lucha desorientado, absolutamente todo eso y más es su enfermedad.
Él está lejos.
Y yo estoy lejos.
Él debería vivir en lugar de (tener o hacer) esto.
Hasta morir.
Sea cual sea el color de su muerte.
A este lado del espejo por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Basada en una obra en parafernaliablablabla.blogspot.com.es.
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