No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

sábado, 10 de marzo de 2012

Tormenta

A Candela.

Tormenta:

En previsión de la tormenta, que empezaba a nublar ya aquel cielo de la ciudad a la que el sol trataba en vano de abrazar con débiles y dorados rayos de luz otoñal, propuse celebrar la reunión en mi hacienda, expresando mis esperanzas por que, al estar ésta alejada de la urbe, la tempestad pasara quizás de largo. Mis futuros comensales, aunque al principio reticentes, terminaron por aceptar, sabedores de que en mi casa no faltaba la buena comida y de que mis bodegas, aunque humildes en comparación con aquéllas de las que ellos disponían en cuanto a cantidad se refería, abundaban en calidad; que espacio no ocupaba nunca, pero a todos nos dejaba siempre más que satisfechos.

El salón nos acogía de forma reconfortante mientras las pesadas contraventanas batían levemente debido a la fuerza del viento, golpeando la casa la cual se veía asediada por el incesante ataque de unas gotas de lluvia finas y rápidas, cuyo solo repiqueteo bien podía producir dolor en la piel de hombres desacostumbrados a la ira y a la calma de la naturaleza. Mis mayordomos y doncellas habían dispuesto de lo necesario para nosotros y dado que ya habíamos terminado la cena y el café estaba servido, les propuse a ellos que cenaran no en la casa de la servidumbre, sino en un salón contiguo. Por supuesto varios de mis compañeros no aprobaban mi deferencia para con mis lacayos, así como veían impropio el tamaño y suntuosidad de sus dependencias, de modo que tuve que cruzarme con fingidas miradas neutras o de soslayo escondiendo pobremente una superioridad moral que siempre me resultó divertida por lo extraño o por lo exagerado.

Ya cuando muchos se hubieron marchado, resignándose ante el poder de la tormenta, y cuando fue descorchado el vino la charla en la que se veían enfrascados hombres educados de mi tiempo se avivó.
Mi pipa dejaba en el aire volutas de humo de forma intermitente, mientras, escuchaba yo el sonido de la conversación, captando rato a rato, a dónde nos llevaba la misma.
El señor B. se esforzaba para que su avanzada edad y natural estado de salud y de ánimo no fueran obstáculo a la hora de tomar su copa entre unas manos temblorosas y llevársela a los labios con un ritmo a punto de romperse. Y tras mojarse brevemente los labios, como si no hubiese bebido, habló:
–Los estudios de Müller y Burnouf, aunque fructíferos e interesantes en cierta medida, ¿cómo habrían de ayudar a Europa y al mundo civilizado? ¿Acaso esa suerte de misticismo de Majer mejoró en algo la historia de la filosofía, sin ir más lejos?
A lo que el señor S. replicó:
–Señor B., es usted, como sabemos, un acérrimo opositor a las teorías de Schopenhauer, no obstante, su postura frente al noúmeno kantiano pasaba por, a grandes rasgos, transformarlo: el noúmeno y el fenómeno para él no eran sino voluntad de vivir y representación, aunque lo real, sin duda alguna, respondía a lo primero– resultaba tedioso oírles hablar. Probablemente incluso resultaría extenuante oír mis propios pensamientos para cualquier persona que no fuera yo mismo… Al parecer la virtud y el conocimiento recorrían el indigno camino del artificio lingüístico, siempre estuve tentado por deducir que éramos nosotros viciosos e ignorantes en consecuencia. Afortunadamente la señorita A., esposa del señor S., que a menudo tomaba parte en nuestras tertulias pese al expreso inconveniente de ser mujer, y sobre todo de que estuviera el señor B. allí para recordárselo; tomó la palabra:
–Quizás sea un tanto osado suponer que Schopenhauer entendía con claridad todo lo relacionado con esas místicas, filosofías o como quieran ustedes llamarlas, orientales
El señor B. incapaz de sustituir su gesto adusto y seco de furia contenida por algo que recordase más al de una persona, alzó la voz:
–Por supuesto una ilustrada dama como usted jamás podría referirse a esas especulaciones y supersticiones exóticas como “filosofía” –la etiqueta sólo nos hacía parecer imbéciles, sin duda.
–Cierto –aquella palabra sujeta entre los labios de la señora A. nunca dejaba de sonar como el preludio de un sarcasmo–, olvidaba que la filosofía eran todas esas metafísicas brillantes unas y pueriles otras, pero siempre de nuestro cuño, y que todo cuanto saliera de los límites de nuestro admirable mundo civilizado no podía ser, evidentemente, civilización.
–Es insultante que toda una dama como lo es usted considere siquiera defender a los pueblos inferiores.
–Lo cierto es que cuesta darle otro nombre aparte de religión –afirmó el señor S. no sin albergar ciertas dudas en su interior.
–El budismo, por ejemplo, no tiene dioses, no es una religión. Pero aunque así fuera, ¿qué hay de San Agustín, Santo Tomás, Lulio o Duns Escoto? ¿No hacen ellos de la religión filosofía? –aspiré mi pipa profundamente antes de continuar. Y continuamos con una charla que no nos llevaría a nada, aparte de perder tiempo intentando convencernos con argumentos los unos a los otros, quizás de cosas que no precisaban de nada de eso. Una charla interesante, aburrida a ratos también, una charla al fin y al cabo que iba prolongándose.
Alguien llamó a la puerta y el conjunto del enérgico sonido de la aldaba de hierro golpeando la madera de roble, sumado al posterior estruendo de un trueno incalculablemente más fuerte, he de reconocer, nos sobrecogió a todos los presentes.
Coherente con mis propias disposiciones para con mis subordinados, que a estas horas se encontrarían descansando, y atravesando esos ríos, uno de impresión maquillada y acolchada por el peso de la costumbre, otro de una extraña displicencia dubitativa y otro de reprobación, que eran las miradas de mis huéspedes; me levanté de mi espacioso sillón y a paso ligero abrí la puerta.
Y allí me encontré con una figura que, a falta de una descripción mejor, era la de un ángel, o al menos la impresión me dejó así su marca. Un rostro jovial y pálido salpicado por el rubor, quizás a causa de la vergüenza, me observaba desde unos ojos verdes y marrones al tiempo. Había algo en esos ojos que no podía ser humano, no obstante, veía aquel rubor, sus mejillas llenas, sus cabellos castaños y ondulados, y su cuerpo voluptuoso y henchido de vigor y energía y no podía explicarme cómo aquella joven podía pertenecer en verdad a esta raza nuestra, tan llena de imperfecciones y con tanto miedo a tenerlas en su haber.
Tras unos segundos volví a sentirme en la realidad, y me percaté de la educada impaciencia que nadaba en sus ojos, y que aquélla era por supuesto una mujer humana pese a no parecerlo, puesto que de ningún modo podía ser de otra forma.
–¿Es ésta la casa del reverendo? –quiso saber no sin cierto temor ante la duda de haber podido irrumpir en medio de un evento importante, lo cual no era el caso.
–No, pero a estas horas dudo que el reverendo reciba a nadie en su casa, la cual dista mucho desde donde nos encontramos, me temo que deberá quedarse aquí –mi propuesta, entre la petición y la orden, no permitía discrepancia alguna.
Le dejé sitio para pasar y ella, sin levantar la cabeza, cruzó el umbral de la puerta.
El señor B. reparando en los ropajes de aquella inesperada visita, no pudo más que afirmar, más bien rugir:
–Por un  momento pensé que éramos un selecto grupo de tertulianos.
Me esforcé en pasar por alto aquel mordaz comentario, en recordar qué demonios era lo que valía la pena de la etiqueta que durante años me había sido inculcada.
–Siéntase como en su casa –le dije a la joven–. Aunque sería del todo conveniente saber su nombre, para poder dirigirme a usted con mayor comodidad.
–Me llamo C. y lamento mi error, buen señor.
–No tiene por qué –afirmé con convicción en un intento de disipar su evidente apocamiento.
–Es usted un hombre de gran corazón –dijo la señora A.– capaz de acoger incluso a los campesinos. Se trata de algo loable, sin duda, que no todos podemos llevar a cabo –no estaba seguro de si aquello era ironía o sinceridad, y si era ambas cosas, no sabía a qué parte atribuirle cada una.
–Indíquele –comenzó el señor B. a hablar– dónde se encuentran las dependencias de sus doncellas, y prosigamos nuestra charla.
La joven visitante agachó la cabeza, no dejé de percibir en aquel gesto una renuencia que me resultó divertida e intrigante, casi misteriosa tratándose de una chica como ella. ¿Quién osaría desafiar a los invitados a una casa interrumpiendo todo cuanto allí pudiera estar sucediendo? ¿Un extraordinario espíritu disidente, como pocos se encuentran, o un necio redomado como tantos abundan?
–En mi hacienda se hará lo que yo disponga, y de momento no ha salido nada parecido de entre mis labios –aseveré sin dejar espacio a la réplica.
–A veces el señor B. es demasiado enérgico cuando expone su parecer –convino el señor S.
–Y además estoy cansado de este disparate. Nada sucede como debería –rechistó el citado señor B. alzándose con voz ronca. Yo me ofrecí a vestirle el gabán–. Confío en que la próxima reunión que llevemos a cabo en esta insigne casa transcurra por un camino muy distinto.
–El camino siempre es el camino –le dije con una naturalidad impropia de mí.
–¿Y qué diantres quiere decir con esa tautología, señor mío? –se quejó él mientras intentábamos que su brazo encontrara la manga de su abrigo.
–No lo sé, señor B. –repuse de una forma tan espontánea que casi me hizo sonreír y sentirme orgulloso de tener la extraña capacidad de sorprenderme a mí mismo. Y terminé de ponerle el sombrero.
El señor S., que hacía lo propio con la señora A. también me había manifestado su deseo de marcharse habida cuenta de la hora que era, no sin antes prometerme una reunión a la altura en su propia casa en la ciudad, a ser posible sin el señor B. aunque ese detalle más que decirlo, lo murmuró. La señora A. pareció contenta con todas las partes del trato y particularmente con la última parte susurrada.
Al instante aparecieron dos cocheros que escoltaron a la pareja y al anciano a sus respectivos vehículos.

–Siéntese, no es usted de aquí, ¿no es así? –curioseé.
–Soy del pueblo de N… a muchos kilómetros de aquí.
–Razón por la que desconocía dónde estaba la casa del reverendo –me adelanté yo–, aunque su fama, por supuesto, parece llegar lejos –le ofrecí asiento y algunas de las sobras de la cena que estaban intactas y aún podían comerse. Ella las devoró con las manos. Intenté ocultar mi impresión, a juzgar por la mirada que me devolvió, sin mucho éxito–. Siga comiendo –la invité de todos modos, intentando que no se sintiera incómoda ante mi mal fingida repugnancia.
–Dicen que el reverendo sabe dar buenos consejos a un alma afligida –aseguró con la boca llena.
–¿Y su alma no irradia luz? –aquella pregunta, nada más ser formulada, se planteó en mi cabeza como un error. Sin duda, yo tampoco había sabido nunca cómo tener la boca cerrada.
–He venido hasta aquí para confesarme, y mañana tengo que volver a mi casa –se explicó.
¿Qué mal podría haber hecho aquella criatura, que necesitara tanto andar en el camino para ser perdonado? Entre Dios, el reverendo y ella habría de quedar.
–Siento entonces que no haya podido encontrar al reverendo. Quizás mañana temprano pueda aguardar a que yo la acompañe hasta donde vive nuestro santo hombre.
–Llevo mucho tiempo de viaje. No será posible. No he tenido suerte –sonreía de una forma bondadosa, que desentonaba con el tono tajante y neutro de su afirmación, no daba pie a la discusión. Era una joven extraña, desde luego.
–¿Quiere una copa? –ella negó con la cabeza. Volví a pensar en mi incapacidad para decir lo apropiado ante gente que no fuera el señor B. y en cuántas cosas podían significar que un hombre como yo le ofreciera una copa de vino a una joven como ella a esas horas de la noche y en mi hacienda. Y que ella hubiera aceptado.
Pero me alegraba el actual estado de cosas.
Por otro lado para mí aquella copa no era tanto una apetencia como, dada la situación, una acuciante necesidad, de modo que me serví.
Y bebí.
–He golpeado repetidamente a un hombre hasta dejarlo inconsciente.
Y escupí.
–Intentó aprovecharse de mí.
Hubiese seguido escupiendo vino de haber podido, es más, consideré la opción de beber únicamente para escupir un poco más.
Tenía que reconocer que no estaba acostumbrado a una manera tan directa de hablar, no obstante y para mi asombro, su actitud cambió súbitamente como si de pronto se hubiera derrumbado.
–¿Iré al infierno, señor? –hubiese jurado que aquello, más que una pregunta dirigida a mí, era una especie de plegaria dirigida al cielo y que en esos ojos había preocupación real por esas palabras.
–Yo no sé nada del infierno, ni de Dios, ni de ninguna de esas cosas. Y no confío en los hombres santos.
Ella tenía una interrogación en su mirada.
–Confiará en el reverendo, ¿verdad, señor? –inquirió al fin, tímida, aunque sin parecer desconfiada.
–Sí, pero no en ese sentido. No creo que los errores de una persona se puedan limpiar o enmendar.
–¿Y no cree en el infierno? –quiso saber, sin atreverse a mirarme directamente a los ojos.
–No. Creo que podemos aprender y continuar, y que de lo contrario el infierno viene a la tierra. Creo que podemos elegir hacer lo correcto, y creo que hay alguna forma de ser ese hacer lo correcto –y asentí con la cabeza al finalizar a fin de mostrar una convincente seguridad en mis propias palabras, totalmente franca por otro lado.
–Qué extraño… Usted cree sinceramente en lo que dice, debería ir usted al cielo, señor –aseguró con un tono humilde, ingenuo y casi temeroso, como sólo alguien del pueblo llano podría.
Me reí.
–Si yo fuera al cielo, tú nunca podrías ir al infierno.
La señorita C. sopesó aquellas palabras.
Yo por mi parte estaba sorprendido por haberla tuteado, y pese a agradecer que ella no hubiera reaccionado con enfado ante mis liberales modales, pensé que había superado con creces mis ofensas para con la más razonable de las oratorias. Decidí atribuirlo a lo avanzado de la noche, si bien más tarde resolví culparme a mí mismo.
La charla me había dejado algo confuso, y además llevaba ya una larga media hora arrastrando un estado soñoliento conmigo, de modo que le ofrecí a aquella joven una habitación y yo me dirigí a la mía.
Ahora al menos no tenía que soportar miradas censoras, pensé poco antes de que mis ojos se cerraran.

Al despertar recordé que había tenido un sueño extraño en el cual una figura de mujer se acercaba a mi lecho entre tinieblas, con obvias intenciones. Supuse que aquello podría haber sido tan sólo una expresión de mi deseo por yacer con una mujer, algo que desde hacía aproximadamente cuatro años no había sucedido, dado que mi esposa había muerto dando a luz a nuestro sucesor, el cual murió poco después. Apenas tuve tiempo para llamarlo hijo. Apenas tuve tiempo para nada.
No obstante, no pensaba que fuera producto de un comprensible sentimiento de soledad porque –me reconfortaba saberlo– lo había superado hacía un año tras largas noches en vela y dolorosos pensamientos recurrentes. Pero inevitablemente todo aquello produjo en mí un profundo malestar ya fuera del sueño. Dentro del sueño todo resultaba extraño, esa figura se me acercaba arrancándole oscuridad a los rincones de mi habitación y de la noche, con un rabo y cuernos de demonio.
Pensándolo bien todo aquello podía ser un cuadro de mis propios temores, no tanto cristianos, pues ya me había alejado de esa doctrina, como personales: un miedo irracional, primario quizá, a empezar algo nuevo, a atreverme a salir, pintado con los colores que tenía a mano.
También es cierto que otro elemento que se prestaba a la reflexión era el siguiente: sin ánimo de juzgar a nadie ni a mí mismo, esa voluptuosa forma femenina de alguna forma respondía a la identidad de la señorita C.
Indudablemente necesitaba hacer algo.
No sé si conmigo o con la señorita C.
O con los dos.
A veces los sueños, que nos muestran una imagen de nuestra mente y sus proyectos y preocupaciones, no son más extraños que la realidad.
Y es que la señorita C. se había marchado sin avisar y ya no se encontraba en casa.
Y, por si aquella extraña conducta fuese poco, mis recuerdos al despertar me estaban proporcionando un pesimista sentimiento de apatía mezclado con un desasosiego más bien confuso.
No había taza de té suficientemente reconfortante como para sofocar mi inquietud.
Si el destino trataba de gastarme una broma, yo no acababa de entenderla.
Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que los sueños no fueran tan importantes como yo y mis libros creíamos.
Evidentemente no lo eran.

–Entonces –los cuernos de una diablesa hermosa danzaban sobre su rostro de belleza divina en el infinito sin forma–, ¿qué podrías desear, oh, Nammu, que yo pudiera darte y que apaciguase mi sed? Robo almas, te las entrego a ti. La carne que ellos temen es mi razón de ser. Sin sus normas yo jamás podría existir. ¿Podría corromperles con mayor ahínco tal vez? ¿O es que no están ya consumidos por sus deseos? No obstante –si hubiera habido suelo, ella hubiera mirado al suelo– él, aunque impetuoso, es sincero, y sinceramente carece de juicios morales convencionales para la lujuria, más allá de los que le dicta la razón. Ése tal sólo podría hacer lo que habría de hacer… Los humanos son poderosos si así lo desean. Y él parece saber, aunque no todo, mucho acerca de su poder verdadero y de la enfermedad humana. Se ha puesto en camino y pronto lo dejará. He penetrado su alma y es luminosa pese a sus taras, y bien dicen que si la perla del carácter es demasiado perfecta, rodará con facilidad. Habrá perdido la cordura, o quizás sea un filósofo, o uno de esos hombres que jamás encuentran un hogar, o quizás uno de esos hombres que ven un hogar allá a donde van, o quizás una extraña mezcla de cuantas posibilidades haya. Inesperadamente mi corazón ha latido con fuerza a punto de morir, y mi cuerpo se ha henchido de felicidad y mi rostro ha ardido al verle, y la pasión que sólo la vida puede otorgar a los elegidos me ha tomado. ¿Qué podrías tú requerir de esta humilde sierva que resultase en satisfacción para ambos?–
–Los seres divinos están hechos a imagen y semejanza de los humanos, Ishtar, no tenemos nada que enseñarles ni nada que aprender de ellos. Si de verdad deseas estar a su lado, entrégame tu alma inmortal y muere.
–Tuya es. Pero él la recibirá.

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