A Sira. Al final comprendí de qué hablabas cuando hablabas.
Lo mío era el bebop:
Lo mío era el bebop, no obstante el cool jazz rondaba el escenario, elegante, decidido y, en cierto modo, previsible. Al menos si se hacía la comparación.
La vocalista se esforzaba en imitar a Ella Fitzgerald mientras sujetaba unos globos de helio. Estaba iluminada por unos focos que oscurecían el resto de la sala, en cierto modo era una imagen desconcertante. Pero en realidad la cantante lo hacía bastante bien, de modo que decidí retirar la palabra “previsible” de la mesa. Era una imitación tan buena que sólo había creación.
La cerilla raspó el lateral de la cajetilla, liberó unas chispas y ardió.
Acerqué la llama al extremo del cigarro y aspiré hondo. El tabaco se prendió anaranjado. Con un movimiento vivaz apagué el fósforo.
A continuación dejé escapar una voluta de humo nutrida y espesa, lentamente.
Quizás eran algo accesorio pero aquellos gestos anecdóticos formaban parte de los múltiples placeres de fumar.
Di un toque en la barra y pedí un whisky.
Tomé un sorbo y pude paladear el tonel en el que había sido conservado. Efectivamente, demasiada madera.
El hotel Springfield Coffee Lodge no descansaba nunca y a esas horas de la noche el grupo seguía tocando a pesar de que cada vez más sillas y sillones vacíos se acumulaban en el salón.
Respiré hondo.
El caso no avanzaba en ninguna dirección.
Me sorprendía a mí mismo contemplando los apuntes tomados como si le pertenecieran a otra persona, como si fueran algo ajeno a mí y como si yo fuera a mi vez algo ajeno al mundo. El tiempo pasaba a mi alrededor como si se hubiera olvidado de mi presencia en otra canción de jazz. El caso no avanzaba y yo no cejaba en mi empeño vano de anticipar, de tratar de imaginar posibles alternativas, posibles formas de hacer encajar las pistas que daban forma a la investigación.
Tratar de anticipar en la situación en que me hallaba era como huir hacia adelante estando acorralado contra el futuro. El camino que trazaban mis pasos no me ofrecía absolutamente nada al reconstruirlo.
Revisé mi bloc de notas, el asesino estaba escribiendo un texto breve y me había convertido en una sórdida mezcla de bufón y taquígrafo. Jugaba conmigo y, sin embargo y habida cuenta de las peculiaridades del caso, no podía sino rezar por encontrar otra pista que no requiriese de un baño de sangre.
Estaba fatigado, necesitaba descansar.
Extraje un pañuelo del bolsillo de mi gabardina, la cual había estado doblada sobre la banqueta adyacente.
Desdoblé el pañuelo, el carmín de unos labios rojos marcaban una esquina, justo al lado del mensaje que lo cruzaba en diagonal:
Las respuestas relevantes suelen presentarse a la misma hora que el buen sexo. También es un placer compartirlas saltándose los horarios.
Su caligrafía era sofisticada, cursiva y sugerente. Su mensaje iba más allá de lo previsible: mediaba entre lo explícito y lo sutil, lanzándote una obviedad a la cara y sonriéndote desde el sarcasmo cuando caías en la trampa.
Hacía tiempo que me había enamorado de Rayne.
Y me había enamorado de Rayne porque en su tiempo libre reunía pistas y las ensamblaba mejor que el mejor cerebro del cuerpo de investigación de la oficina federal. Y todas esas sonrisas altaneras y esa ostentación de placas, elocuencia y automóviles no eran más que un juego de niños al lado del trabajo bien hecho.
Y sus ojos y sus cejas eran una provocación elegante y suficiente insinuando un desafío travieso: “espera un segundo más, será…”.
Ambos coincidíamos en ese punto: deshacer un misterio era como desvestir a un amante.
En ese momento un acertijo nacía de su sonrisa.
Y su boca era un abismo a otros mundos susurrando el juego sin palabras al constreñirse en una de las cinco vocales y cerrarse sobre el paladar.
Si la lujuria hubiese sido unos labios, ella se los habría humedecido con la punta de la lengua.
Luego seguramente habría soltado una carcajada para observar que a fin de cuentas toda verdad debe quitarse la ropa.
Su mirada era el intelecto puro diciéndose entre risas que la estupidez humana era una ironía hueca jugando con el peculiar sentido del humor que a veces exhibía el universo.
¿Cómo no iba a amarla?
Más que admitirlo, lo estaba vociferando en mi cabeza, pero ésa era la verdad. La verdad era que me encantaban su cuerpo y su mente. Eso y encontrar soluciones sencillas al otro lado de complejos rompecabezas, como un esquema simple conectando enjambres de pensamientos.
Eran las cosas que hacían que todo lo demás mereciera la pena: enigmas.
El mundo, por supuesto, también era un misterio, pero tratar de resolverlo hubiese sido como intentar matar a la misma vida… o resucitar a la muerte en su propio ser. ¿He hablado antes de juegos de niños…?
Huelga decir que, como enigma, Rayne acababa y empezaba en el mismo punto: dando una sola pista.
Sopesé el pañuelo liviano entre mis dedos, lo doblé cuidadosamente y lo guardé en la gabardina junto a mí. Mis ojos, tras aquel periplo por los pensamientos, volvieron al escenario.
El piano sonaba mientras la cantante chasqueaba los dedos marcando el compás.
Era una canción lenta, de ésas en las que cada nota se pregunta qué demonios está haciendo ahí.
Necesitaba descansar, sin duda, mis cavilaciones y la realidad comenzaban a luchar, y discutir con uno mismo era señal inequívoca de agotamiento.
Al acabarme el pitillo subiría a la habitación.
La puntualidad arbitraria me hacía sonreír.
Así que sonreí.
Y luego… luego el tiempo se sacudió como si quisiera quitarse a la realidad de encima.
Escuché el grito violento de una mujer.
Desgarraba las reflexiones y se incrustaba en su lugar, disonante, agudo, horrible.
Me estremecí.
Conocía esa voz.
Otro grito femenino se elevó por encima, éste era de terror.
Eso sólo podía querer decir una cosa: Había vuelto a pasar.
Me levanté rápidamente mientras agarraba mi abrigo.
El camarero estalló en un llanto lleno de tristeza.
La banda no dejó de tocar aunque lo hiciera entre sollozos, la melodía se arrastraba a través de una ejecución desafinada y rota, paseándose ante la estridencia como una celebridad ante su público.
Subí corriendo las escaleras, abrí de una patada la puerta de mi habitación.
El ama de llaves chillaba sin parar, derrumbada en el suelo. Su expresión de horror quería abandonar su rostro arrasando con todo.
Me concentro.
Un cuchillo en el suelo, el filo rojo.
Los pedazos de cristal de la mesa esparcidos sobre la alfombra.
Un cuadro desprendido, una tira arrancada de papel pintado.
El cuerpo de Rayne luchando por unos últimos segundos sobre una enorme mancha de sangre. Sus propias entrañas resbalando entre sus manos temblorosas.
Sangre en la pared rezando: “inclinaos, arcángeles, al morir la luz”.
La tomo entre mis brazos.
Rebusco en sus bolsillos, encuentro su bloc de notas y leo mientras ella trata de hablar:
¿Relación del tío Tommy con Cecil?
La tarjeta encontrada en el faro.
–He sido una polilla o un gato si lo prefieres –musita sonriendo, sin apenas fuerza para tomar aire–. Ahora soy… –sus labios ensangrentados son incapaces de encontrar esta vez la curvatura del placer y este hecho, sobre cualesquiera otros, es lo que me resulta más desconcertante y casi es lo único que me hace confrontar la realidad–. Resuélveme, Robert.
Sus palabras cuelgan de un hilo de voz acabada. Y caen sin lágrimas.
Comienzo a llorar.
–Yo… no… yo no he sido –logra decir el ama de llaves.
–Lo sé –respondo, sus manos están manchadas de sangre–. Aun así tenemos que llevarla al calabozo, créame, será más seguro para usted y para los que la rodean –me esfuerzo en decir–. Dígame su nombre –Ella llora. Maldito Cecil, ¿por qué la has matado?–. Sé que es un momento complicado –yo también estoy llorando–, trate de mantener la calma y procure responderme –una frase idiota en una habitación empapada de vísceras y locura.
–Claire Pulaski –logra articular tras unos segundos–. ¿Quiere que le traiga la cena? ¿Tal vez un aperitivo? Los croissants son exquisitos –las lágrimas siguen fluyendo.
¿Pulaski? ¿Qué demonios…?
Acaricio la mano de Rayne. Pero la realidad no está ahí.
Tiendo a desconfiar de las casualidades. Cecil quería matarme o matarla, tal vez acabar con los dos. Eso significa que estoy cerca… y que él ignora que yo ignoro el por qué. ¿Qué ha cambiado? Soy un niño perdido en una noche sin relojes. ¡Tengo que prestar atención al bloc de notas! Nos enfrentamos a un asesino que no es humano, que es, por lo que podemos saber, una especie de energía que puede controlar a los hombres para sus propios fines. Unos fines que por otra parte no están nada claros. Y nada de eso, pese a su significación y relevancia, importa ahora. La causa de una muerte nunca puede llenar el vacío que deja la vida tras de sí.
Tomo la mano de Rayne. El tacto me ha abandonado, perdiéndose.
No obstante esta chica del servicio de habitaciones no tiene nada que ver con las minas de carbón. Sin embargo debe existir una relación, él no puede poseer cualquier cuerpo. Pulaski…
Beso la mano de Rayne. La suavidad es un espejismo inalcanzable.
Eso o es una especie de espíritu sádico sin objetivos claros y carente de todo sentido. Insisto en mi desconfianza. Quizás él necesite tiempo, sabiendo que no podemos asumir sin más la relación, pero entonces…
Lloro sobre la mano de Rayne. La lluvia perdura en algún lugar.
Entonces tal vez, y sólo tal vez, mi amante y yo seamos una pieza clave… Pulaski, el apellido aparece como un intersticio entre dos corrientes de ideas de distinta polaridad.
Abrazo el cuerpo muerto de Rayne. Pero el instante ha pasado de largo.
¿Son los sentimientos que trata de dibujar Cecil parte del ritual?
Beso los labios muertos de Rayne. La vida se escabulle.
El mundo se derrama a mi alrededor y sólo queda ella sujetando unos globos de helio, iluminada por un foco.
–Conoces la respuesta, sólo necesitas ponerle un cebo… Uno que no sea demasiado obvio, por favor –dice ella en mi mente, mordaz.
Sonrío. Lloro.
Sí, lo mío era el bebop.
Lo mío era el bebop by Jorge Roussel Perla is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.
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