No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

lunes, 14 de septiembre de 2015

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Le habría gustado decir que era la soledad, pero la soledad y ella solían pasarlo muy bien juntas, y eso a pesar de que empezaron muy jóvenes. No tenía nada que reprocharle.
Le habría gustado decir que los horarios le impedían tener una vida social convencional, si bien cuidaba los pocos amigos que tenía con mucho cariño. En realidad, no le gustaba la gente, era tan simple como eso. Suponía que no sería en absoluto adecuado expresar ese pensamiento fuera de su círculo de confianza, pero no le gustaba la gente y era muy feliz sabiéndolo. No era nada personal, de hecho solía tratarla muy bien todo el mundo. Y además sus gustos no tenían nada que ver con ese detalle.
El turno de noche en la morgue era perfecto, ella jamás se aburría. Aunque tampoco se trataba de llenar el tiempo…
Probablemente tenía que ver con la estupenda relación que tenía consigo: Se llevaba muy bien con ella misma. Si se ponía a pensar, no dejaba a la imaginación parar, a veces hasta se reía sola, no podía evitarlo. Le gustaban los pensamientos relacionados con el miedo como eje central de sus reflexiones e inventar escenarios en los que estaba presente el sentimiento de terror, pero variaba bastante en cuanto a temas, aunque el humor, cuando no iba por libre, también pegaba muy bien junto al temor, una forma particularmente escabrosa de humor negro.
En ocasiones leía un libro o jugaba a encestar bolas de papel arrugadas en todas las papeleras que veía –sólo si eran para reciclaje– y a veces paseaba por el edificio saludando a quien estuviera de guardia por allí. También le gustaba mucho enfadarse con las cosas, para ella era el humor más refinado: si el ascensor por ejemplo tardaba en llegar, primero se amohinaba y luego ya comenzaba a darle ánimos. Solía hacer un descanso para comer a eso de las cuatro de la madrugada, porque si no, la noche se le hacía muy larga.
Otras veces, normalmente también de madrugada, solía sucumbir a sus impulsos con alegría, se encerraba en el baño y se daba placer imaginándose con alguno de esos muertos. Siempre había sido así. Nunca le había parecido nada negativo, no consideraba que mediante el sólo ejercicio de su mente hiciera daño a nadie o hiriera sus sentimientos, así que, lo sopesaba en una balanza moral y ésta se oxidaba y se rompía ante una lujuria tan aséptica como el hospital.
No hacía nada de nada, es decir, nada malo.
Y no se sentía sola, enferma, sucia ni vacía, lo había analizado.
La palabra “necrófila”, le resultaba divertida y tan próxima a “nigromante” que no podía evitar sonreír al pensar en ella. A veces se permitía el lujo de ser traviesa e imaginaba con picardía qué habría bajo las sábanas y las bolsas negras.
Por otro lado su trabajo era bastante rutinario –que no aburrido–, le ofrecía tiempo a espuertas y sustos de vez en cuando –si no eran sus compañeros, su imaginación hacía el trabajo también a este respecto–.
Siendo fieles a la verdad casi siempre era ella quien daba los sustos: era silenciosa y no solía dar señales de vida cuando veía a alguien enfrascado en sus tareas, quizás porque a ella misma no le gustaba que la interrumpieran durante su trabajo y consideraba que era lo más educado tratar a los demás como le gustaría que la trataran a ella. En cualquier caso la gente, al verla simplemente allí, pegaba un grito. Y entonces ella sonreía con una sonrisa preciosa y cándida, un contraste involuntario que resultaba cautivador. En algún momento de cada noche solía pensar que ojalá le permitieran acudir al hospital con una daga serpentina, una calavera y un vestido negro. Y a veces llevaba un vestido negro bajo la bata blanca y se imaginaba a sí misma en otras épocas y lugares, eso sí, rodeada de muertos y sangre coagulada.
Pero eso era el trabajo en un día cualquiera.
Y hoy no era un día cualquiera.
Hoy estaba sola, y siempre que estaba sola se preguntaba lo mismo: ¿era realmente malo mantener relaciones con un muerto reciente? Con la debida protección, evidentemente. ¿Y si ella estuviera muerta, acaso le importaría que le hicieran eso a una cáscara que, por lo demás, había resultado muy útil hasta la desaparición de su consciencia y su capacidad para preocuparse por las cosas? Le parecían preguntas, sólo preguntas sin importancia al lado de temas de vida o muerte.
La verdad era que nunca había visto a ninguno erecto –era un fenómeno estadísticamente improbable–, pero esta noche tenía que decidirse rápido porque ante sus ojos, muy abiertos, y en la fría camilla de autopsias estaba él preparado para ella.
El priapismo post-mortem no era algo frecuente más que en casos de fallecimiento a causa de lesiones cerebrales determinadas, de envenenamiento según tipos o por ahorcamiento, era básicamente un indicador de muerte rápida y violenta. Con todo, extremadamente raro en un caso como aquél que tenía tendido en la camilla.
Nadie lo notaría, lo trataría con respeto. Ella veía la muerte todos los días. Ese hombre había fallecido súbitamente –probablemente alguna enfermedad cardíaca difícil de diagnosticar hasta su aparición, abrupta y repentina– y parecía en forma, muy en forma: su piel era bonita y casi brillaba más que la de cualquiera de sus compañeros a pesar de estar helada a través de los guantes de látex. Se notaba que había hecho ejercicio durante una vida quizás no tan larga aunque tampoco corta. No es que fuera muy guapo, pero sí era atractivo. Heterocromía central… eso le excitaba sin más. Cuestión de gustos, suponía. Pero unos ojos bonitos… En fin, nadie lo notaría…
A veces se había imaginado un coito furtivo y el cuerpo resucitando como de un coma, pero en aquella ocasión aquel pensamiento parecía haberse esfumado. Únicamente estaba ahí, de pie, mirándole y a punto de echarse a temblar de pura alegría.
Era curioso: ella veneraba la muerte y la vida. Le parecía que la vida era hermosa y que a los muertos no se les despedía con los rituales apropiados. Le parecía que el luto o velar el cadáver durante una semana al menos era importantísimo para quienes se quedaban en este mundo, para su aceptación. Encontraba injusto que muchos ancianos acabaran sus días en asilos, como si estuvieran ya en brazos de la muerte cuando eran ellos –la mayoría al menos– quienes se erigían como guardianes de toda la sabiduría que habían acumulado sobre la vida, lógicamente. Consideraba injusto igualmente que se enterrara a un finado tras unas escasas veinticuatro horas desde su defunción, era una barbarie. Tratar de olvidar y superar a toda prisa algo tan decisivo como era el cese de la existencia de un ser querido –o de quien fuera–, no era sino cultivar un dolor prolongado a través de ceremonias rápidas, inútilmente anestésicas: tratar de retener al que ya se ha ido por más tiempo del necesario en lugar de aceptar que somos lentos aceptando según qué cosas. Nadie podía huir de la muerte, sin embargo nos despedíamos de ella como si nunca fuese a tocarnos con sus dedos de hueso, cerrando los ojos con mucha fuerza y contando los segundos. Y no obstante era la muerte la que contaba los segundos, en los hospitales sólo se concedían treguas a su juego, pero nada más. En la morgue no se ofrecían más que respuestas médicas que no solían modificar la realidad y en cualquier caso no aquélla que tanto le preocupaba: los muertos merecían ritos.
Y aunque pudiera parecerlo, aquello no le resultaba contradictorio con su inclinación: no iba a olvidarle y le daría un ritual. Al menos ella sí le iba a tratar como a una persona digna, y sí rezaría por él, no a un dios cualquiera –la idea de deidad le parecía absurda–, sino al mundo entero. Siempre lo hacía, por todos y cada uno de ellos. Siempre, y si no hubiese sido porque no acostumbraba a utilizar esa palabra, cualquiera hubiera estimado sus pensamientos más profundos como algo sagrado. Siempre dejaba un espacio de silencio puro, un espacio en el que podía sentir todo lo que aquello significaba. Y despedirse de quien ya no estaba ahí.
Nunca hubiera entendido una crítica a su modo de ver las cosas más que como el juego de los vivos usurpando el lugar de los muertos, apropiándose de una indignación que no le pertenecía nadie –suponía que de ese punto se trataba–. Estar vivo y hacer de muerto le parecía una locura. Por supuesto hubiera aceptado comentarios aunque no juicios, ésos se los tendrían que imponer por la fuerza.
Ella por su parte sabía que los hombres no mueren y que los cadáveres jamás han vivido.
Leyó el historial en el ordenador: no tenía familia. Sonrió. No es que tuviese muchas dudas a la hora de hacer lo que se proponía, pero si además el destino se lo ponía en bandeja no podía más que bajarse las bragas. Aunque le pareció un poco triste por un segundo, después abandonó la idea al comprender la banalidad de un juicio sin información suficiente.
Palpó el bolsillo izquierdo de su bata, encontró un preservativo y su corazón dio un vuelco, la noche se había puesto de acuerdo con ella, no cabía duda. Le costó contener su respiración que empezaba a adelantársele entrecortada. Se relamió sin querer, era algo tan salvaje que se detuvo unos instantes a saborear la emoción.
Se desabrochó la bata, un botón tras otro, con delicadeza, dejando que la impaciencia se llenara como la sangre se drenaba en una aguja: tal vez nunca pudiera repetirlo y absolutamente todo resultaba pura lascivia luchando a duras penas por contenerse en su interior. Apagó algunas luces, los tubos fosforescentes temblaron ante ella.
Se abrazó a su cuello, erguida sobre el torso de él, notando su sexo húmedo sobre la frialdad del cadáver, mirándole con una sonrisa benévola.
–Soy la sacerdotisa de los muertos, encanto –le susurró al oído, sus labios rozaban las palabras sobre aquella piel. Si la gente jugaba al rol en la cama, ella no sería menos–. Haré que los dioses te reserven un lugar a su lado –quería haber seguido con un “pórtate bien” pero le dio vergüenza el humor negro y se lo guardó. De verdad que no deseaba mancillar la memoria de aquel hombre.
Le miró con aprecio, después sus sentimientos volvieron a encenderse con pasión. No necesitaba esperar, no necesitaba preliminares, la prohibición, encadenada por su sed, luchaba contra su deseo en un juego que hacía tiempo que había perdido. Y ahora su deseo se divertía con las convenciones como un gato le arrancaba las alas a una mosca. Su deseo devoraba el tiempo y ella se notaba húmeda y ardiendo. No iba a esperar.
Introdujo aquel miembro tan duro en su interior.
Llegó al orgasmo sólo con ese gesto y gimió sabiendo que cada segundo allí encima sería el éxtasis que llevaba toda la vida imaginado. El mundo se transformó en el más puro placer.
Él estaba frío. Ella, caliente.
Era perfecto.

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