No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

viernes, 1 de marzo de 2024

Las puertas de la vergüenza

Las puertas de la vergüenza:

 

Es difícil expresar, en este contexto, el significado de una puerta que no cierra cuando debe, de una puerta que debería tener una cerradura para la llave que está en tu mano, de una puerta que no encaja ya en su quicio, o de otra que ha sido marcada por quien tiene en su poder todas las respuestas.

Ahí estaba Anna, una niña-araña con nombre humano y demasiado joven contemplando un aspa roja pintada sobre una puerta ante ella.

Sabía lo que quería decir y su madre, al arroparla por las noches la había estado preparando cada noche para esto: huir y buscar refugio.

“Bajo ningún concepto entres en casa, si ves algo así ve a casa de Umma, él te protegerá”.

Pues bien, ésta era la casa de Umma, que como la suya propia también había sido marcada.

Los humanos que aún no le habían dedicado miradas de asco, comenzaban a reparar en ella, suspicaces: llevaba demasiados segundos quieta observando esa puerta. Se puso en movimiento, sin embargo no sabía a dónde ir.

Los humanos reanudaron su ajetreo matinal. Su cerebro le dijo que se tomara unos minutos para llorar, notaba su pecho lleno de dolor y a punto de derrumbarse, esa máscara de serena indiferencia no aguantaría mucho, pero si iba a dejar que el miedo rompiera las grietas del bloqueo emocional, no debía ocurrir en público.

La habían educado para sobreponerse al miedo de las personas de mente estrecha, que embiste a todo cuanto es diferente.

Comenzó a caminar casualmente, sabía que junto al río, cerca del puente de la Basílica de las Estrellas, había una serie de sinuosos callejones poco transitados por gente que solía ocuparse de sus propios asuntos, y a veces del dinero de otros.

¿Se habrían llevado a su madre y a Umma al gueto del norte de la ciudad? ¿Los habrían llevado directamente al campamento de refugiados de Astora? Sabía que nadie volvía de allí. ¿Por qué los humanos habían entrado al barrio de los sastres? Ellos ni siquiera tenían dinero… ¿No era eso lo que buscaban, dinero? ¿Estaría viva su madre? ¿Estaría sufriendo? ¿Estaba ella sola? Quizás era una pregunta estúpida pero la respuesta vino a darle una puñalada de realidad en el corazón. La soledad, la certeza de la soledad, estaba tomando forma y ese rechazo al inhumano que tantas veces había sentido aparecía de nuevo, esta vez inevitable, ubicuo, palpable.

Ella no sabía casi nada de leyes, pero sí sabía que había nuevas leyes que significaban más separación, más violencia y más miedo.

Su vista perdió enfoque, se sentía ajena al mundo, la existencia cubría cada cosa allí a lo lejos…

¿…tás bien? alguien había estado diciendo cosas enfrente de ella.

Miró, un humano en su treintena, ya avanzada, le dirigía una mirada preocupada.

¿Estás bien? repitió él. ¿Te has perdido?

Fue entonces cuando rompió a llorar. Ella no quería, de verdad, pero la tristeza era el caudal de un río destrozando la presa de la supervivencia.

Ella tiritaba, no era frío, sino terror, él la abrazó. Pero Anna había dejado de estar allí de nuevo y tardó largos minutos en volver.

En algún momento se fijó en que la mano de él estaba ante su cara, sosteniendo un trozo de manzana, era para ella, la cogió.

Estaban sentados, mirando a la nada frente a ellos, él a lo concreto, ella a través.

Si una niña puede ser una criminal, sin duda todo está permitido. Se nos habla de una guerra en la que sólo un bando pone muertos y encarcelados bufó él con una sonrisa de incredulidad cínica, recordando la propaganda, después se quedó pensativo un rato, para soltar de pronto. ¿Alguna vez has pensado cuál es el peor insulto?

¿Hijo de puta? se aventuró ella, con la boca llena. Casi aprecía despreocupada.

Es potente, es patriarcal… sopesó él. Pero tal vez traidor sea el peor insulto, porque un traidor es aquél que ha puesto a la venta lo que daba significado a su propia vida.

Eso no se puede hacer dijo Anna.

¿Y eso? quiso saber el hombre.

Si alguien te miente, no quiere decir que seas tonto o que la otra persona sea distinta a lo que fue, espera… no entiendo lo que he dicho… Si alguien te miente… se ha aprovechado de tu… pensó un momento en la palabra adecuada. Tu honestidad. se decidió.

 ¿Te gusta leer?

Sí.

¿Puedes volver a tu casa?

No.

¿Tus padres están vivos?

Mis madres, y no.

¿Tienes a donde ir?

No.

La luz del sol descansaba sobre todas las cosas en aquel atardecer plateado de fines de invierno. A apenas daba calor, pero aun así se sentía como un regalo.

A Anna siempre le había gustado ver las partículas de polvo posándose sobre el escritorio de madera oscura que había al lado de la biblioteca de su casa. Sobre él había una ventana circular y los rayos de sol que se colaban a través eran el lienzo sobre el que se dibujaba el vaivén del espacio en calma.

Recordaba días largos de verano, días de soñar, aburrirse, leer, ver amigos y familia, no hacer nada.

Sus recuerdos zozobraron y se partieron al chocar en el presente.

Y las astillas de la memoria se le incrustaron en todo el cuerpo.

Tenemos que sacarte de aquí dijo él, mientras ella sollozaba de nuevo.

 

Unos minutos más tarde cogieron un tranvía: tenían que alcanzar las murallas de la ciudad y la salida que había sido más segura de cruzar, al menos durante los últimos meses, era la llamada de los mercaderes. Allí los guardias más codiciosos solían pedir un jugoso traslado a fin de custodiar de la forma más diligente posible las puertas, interrogar a los comerciantes, amén de examinar y, en caso de ser necesario, requisar mercancías que razonablemente hayan sido declaradas ilegales. O no hacerlo, por supuesto.

Me llamo Matteo le dijo a Anna cuando se sentaron.

Algunos humanos miraban a la niña-araña con suspicacia. Otros con miedo. Otros abiertamente con asco. Había un denominador común: sin duda, todos coincidían en el hecho de que no conocían a Anna.

Yo soy Anna.

El tranvía se detuvo inesperadamente, en medio de una calle, lejos de cualquier parada.

El conductor, un hombre afable, carraspeó y les invitó a que se bajaran.

No se dijo el por qué, porque lo obvio no hace falta reseñarlo cuando atenta contra las buenas maneras.

Toda esa gente de bien estaba esperando, algunos parecían tener prisa y estar molestos por la escena causada.

Es peligroso que una araña se suba en uno de éstos le sonrió a Anna una señora mayor, con la amabilidad de quien en el fondo está haciendo un favor. Anna la miró con desconfianza, ya conocía la palabra hipocresía.

Anna dijo Matteo mientras la ayudaba a bajarse del vehículo, no hay nada más terrible ni potencialmente cruel que un grupo de gente buena y convencida de que hace lo correcto.

 

Anduvieron durante largos minutos, ya estaban cerca de las murallas de la ciudad, y sin embargo había más oficiales que de costumbre. También los inquisidores habían hecho su aparición.

¡Eh, eh, usted! le gritó alguien a Matteo.

Él se giró, le hablaba un muchacho joven, vestido con esa gabardina negra que llevaban los oficiales. Hubiera aparentado ser una persona sencilla de no ser por el atuendo.

Su expresión de alerta cambió ligeramente, una cierta preocupación difícil de interpretar se abría paso.

Están reuniendo a esas bestias en el barrio de Charna, para evitar mayor degeneración les advirtió, clavando una mirada acerada contra Anna. Vengo con una patrulla miró hacia atrás, unos pasos se aproximaban.

Se dispusieron a correr, pero otros pasos se aproximaban por el otro lado.

A veces la vida es una cuestión de suerte dijo el muchacho, aproximándose a ellos, dispuesto a que la suya fuese buena. Lo siento.

Su patrulla se detuvo al verlos, sopesando la situación, evaluando los acontecimientos con cuidado.

La patrulla que tenían en frente contrastaba con este espíritu analítico: claramente estaban de fiesta y no parecían tener intención de que parara.

Se abrazaban, contaban chistes y se reían, algunos atronadoramente.

Uno de ellos vio a Anna, que trataba de hacerse chiquitita y esconderse tras Matteo. Tenía las patas curvadas hacia dentro, tenía miedo.

Su mirada imploraba paz.

El que la vio se empezó a reír, empezó a desenfundar, la culata apretada, la bala dispuesta.

Matteo, intentó decir algo.

Sólo es una niña… balbució. Seguramente no era inteligente, no era ningún mensaje lleno de astucia diplomática.

Era el oprimido apelando a la veleidosa magnanimidad del opresor.

Pero no había tiempo.

Matteo, tal vez de tener más claridad mental, le hubiese preguntado si creía que matar a una niña pequeña no sería uno de esos errores que cambian el curso de una operación militar, con la convicción que tiene un necio en que cualquier persona tiene a su vez principios o corazón.

Quizás perdió unos segundos vitales en pronunciar su ruego, pero se decidió.

El oficial no se detuvo y apuntó a Anna a la cabeza.

Las manos de Matteo se iluminaron con las llamas de su fuerza.

Era demasiado tarde.

El muchacho que había tratado de advertirles, otro mago, le disparó cerrando el puño una descarga eléctrica en el pecho que lo derribó y lo hizo convulsionar.

Escuchó un tiro.

Un tiro que le robó el sonido al resto del mundo.

Sobre ese estruendo negado fueron emergiendo unas risas de euforia genuina.

Los puñetazos y las patadas se abalanzaron sobre él.

Durante varios minutos.

Cuando se aburrieron también se aseguraron de que no sobreviviera.

No se preocupe, sargento, en seguida se llevarán los cuerpos y no tendrá que ver usted a estas alimañas muertas. Han ensuciado toda la acera.


Las puertas de la vergüenza © 2024 by Marta Roussel Perla is licensed under Attribution-NonCommercial 4.0 International 

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