No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Un retal de Historia

Un retal de Historia:

Había militares controlando a los civiles, pruebas médicas rutinarias para mantener a raya los estadios más devastadores de la infección que nos había sido inoculada a la fuerza, vehículos que parecían fortalezas gravitando, polvo bajo los soles de este planeta ajeno a nuestra herencia y llantos.
Un campo de refugiados improvisado en medio de un sistema solar apenas explorado era una situación límite.
Éramos los mejores guerreros, adquirimos renombre y conseguimos hacernos un hueco en el Consejo durante el transcurso de varias centurias.
Los terranos y los narianos nos habían utilizado en su guerra contra los nag. Después de que hiciéramos el trabajo sucio se unieron para neutralizarnos mediante la tecnología robada a los mismos nag: el motivo de nuestra cruzada destruyéndonos tras la victoria.
Habían conseguido neutralizarnos. Y era cruel.
Y la única diferencia entre los nag y ellos era la honestidad: los nag querían eliminarnos a todos, eso era más honesto que utilizar un chivo expiatorio en función de las circunstancias.
Nos habían despojado de nuestro sistema solar, las huellas de nuestras culturas serían erradicadas y nosotros nos veríamos obligados a llevar una vida nómada en pro de la estabilidad de esa galaxia por la cual habíamos luchado y de la que habíamos sido exiliados. Nos provocaba un sentimiento amargo rayano en lo ridículo cuando otros elegían lo que era deseable y lo que no, cuando otros decidían qué era justo y qué no, cuando nos robaban el derecho a trazarnos un destino, nos señalaban y nos hacían sufrir mientras violaban a la palabra “paz” en sus idiomas.
Los militares hacían que todo pareciera un campo de concentración, era involuntario no obstante, pero esa organización, esa disciplina, esa jerarquía, esas alambradas letales, esas filas de gente, ese sentimiento de que nada podía salirse de la norma si no era con una bala en la cabeza… Sí, un pueblo guerrero cercado por sus propios genes.
Nuestros niños morían.
Nuestros niños morían y eso era lo justo porque si no, ¿destruirían la civilización? Nuestra gente era guerrera pero no éramos avariciosos ni deseábamos una expansión sin límites ni equilibrio respecto del medio que nos debía sustentar. Nuestra gente era guerrera, no éramos unos necios cuya sed de poder era tan fuerte que pensáramos que los demás eran como nosotros, y obviamente los demás no lo eran.
Consideraron que podíamos ser peligrosos, que no sabríamos qué hacer con lo conquistado, que lo arrasaríamos todo como cachorros malcriados, que los destruiríamos a ellos porque nuestra naturaleza era la leyenda de un combate perpetuo que ellos se habían apresurado a difuminar en su propio imaginario. Justificaron sus propios miedos mientras contaban sus riquezas por planetas. Y no podemos resignarnos a esbozar una sonrisa abandonada y señalar que no nos habían sabido entender. Ellos se excusan y nuestro pueblo muere justo detrás de sus palabras de altruismo, muere ante nuestros ojos, en el espacio que queda entre nuestra impotencia y las buenas intenciones de nuestros verdugos.
Entendemos que para los políticos las vidas son sólo números, para nosotros sin embargo las vidas son personas a las que conviene recordar, incluso en el fragor de la batalla.
Avanzamos por el camino abierto por los militares y la gente nos mira: los padres sostienen los cadáveres de sus hijos con una interrogación en los ojos. La pregunta se había extraviado cerca de una desesperación tan profunda que la realidad se ha llevado el deseo de seguir luchando por algo.
Somos testigos de un genocidio implacable, parece impersonal sólo porque lo trae el tiempo.
Y contemplamos el ultraje en sus rostros: imploran por un pasado que será expoliado, un futuro que nos ha sido arrebatado y un presente sin hogar ni camino.
El polvo cubre rasgos famélicos, cuerpos mortificados que ya no saben ir a la guerra para defender su propio honor. Algunos están desnudos, despojados de todo cuanto pudieran tener salvo una vida precaria que zozobra entre la inanición y la vergüenza. La dignidad se arrastra por miles de ojos que ya no recuerdan qué significa mirar a otra criatura.
Y delante de nuestros pasos encontramos a ello.
Ello ha estado guiándonos sobre este sendero, nadie nos ha exigido nada. Ello nunca intentó manipularnos, ni siquiera cuando dudamos. Ello siempre nos ha dicho que debemos hacer lo que creamos oportuno, que nadie podrá nunca decidir sobre nuestra vida, que si es nuestra voluntad renunciar, renunciemos, que en ningún momento tenemos por qué seguir adelante. Nos explicó todo lo referente a la síntesis de la cura, las mutaciones de nuestro cuerpo, la necesidad, las probabilidades y todo cuanto nuestros hombres de ciencia habían intentado llevar a cabo sin éxito con lo poco que aún poseían en términos de materiales, investigadores e instalaciones.
Ello está ante nosotros, nos acompaña solemne al interior del complejo.
–Aún puedes echarte atrás si lo deseas –afirma–, tu palabra no es vinculante, no respecto a este asunto. Debemos preguntártelo una vez más: ¿estás seguro?
–No, pero vamos a hacerlo.
–¿Hay algo de lo que desees hablar antes de hacerlo?
–Ya que vamos a renunciar a ella, de la vida.
–¿Algo en particular? –ello se encoge de hombros, quizás hemos tenido demasiado tiempo para pensar.
–La comprensión y el pesar –respondemos, de eso queremos hablar.
–Suena algo gris.
–Y sin embargo no toma ningún color. Los recuerdos se tornan pesados cuando la memoria despoja de su sitio al olvido. Algo se va y algo se queda y nos preguntamos si no son éstas las cosas equivocadas, si lo que se va debía permanecer aquí, si lo que se queda es lo que debía marcharse. Si nuestro corazón debía aferrarse al espíritu del valor, si la tristeza tenía que marcharse siguiendo el camino de la lluvia cuando toca el cristal, si hay vida antes de la muerte o si la soledad es una ficción por la que se deslizan las sorpresas más sencillas. Nos preguntamos qué haremos más adelante, qué hará nuestra gente, y si seremos capaces de aprender que las cicatrices y las historias que relatan los ancestros son lecciones en lugar de heridas abiertas, si los rezos deberían convertirse en una fe extraña sin rostro ni dios ni tiempo. Si ellos o nosotros podremos entender lo que está ocurriendo. Suponemos que hay muchas razones por las cuales alguien podría hacer lo que estamos haciendo: deseo de inmortalidad con un nombre en el firmamento, el heroísmo de quien sabe su sacrificio imprescindible, presión social, altruismo, miedo, nobleza, convicciones éticas… no sé. Nosotros no hacemos esto por ninguna razón.
–No deseas salvar a tu gente –asiente inseguro, rozando la interrogación.
–Seguimos pudiendo elegir.
–¿Entonces estás preparado? –ante su pregunta creo que no nos ha entendido del todo, hay desconcierto en lugar de convicción, aunque eso no es importante.
–Sí, estamos preparados –es nuestra respuesta.
–Eres la cura –dice.
–Somos la cura –decimos a nuestra vez.
Ello está desconcertado, me pregunta de nuevo si estamos dispuestos a continuar.
Y no podemos dejar de pensar en lo absurdo de los acontecimientos cuando vemos el cielo sobre nosotros y pensamos que cada estrella es un sistema solar, tal vez lleno de vida y decisiones.
Tenemos miedo a la muerte, es natural.
Pero nuestra historia no acabará aquí.
Y nuestro pueblo no morirá hoy.

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