No, caballeras y caballeros, no se alarmen, mi cerebro es bastante más inteligente que yo.

viernes, 14 de agosto de 2015

Kalani y Audrey


“Trató de enterrarme sin darse cuenta de que
yo era una semilla
y cuanto más hondo me enterraba
más fuertes se volvían mis raíces”
AMARNA MILLER.

Kalani y Audrey:

La ciudad se deslizaba bajo la luz del día como un amasijo de verde y cristal mientras Kalani le daba la espalda en la distancia. Las grietas en el cemento crecían impasibles sobre el tiempo y las ambiciones de los hombres antiguos, y las raíces nudosas quebraban esa piedra que, sabiéndose duradera, se creyó inmortal. Un cartel oxidado y enorme se erguía a un lado de la autopista como un sinsentido al reivindicar una época perdida y equivocarse de rumbo en los dominios del recuerdo.
Kalani se rascó la enorme cicatriz que surcaba su hombro izquierdo, se volvió mientras caminaba y echó un último vistazo hacia aquellos edificios inmensos y absurdos. El paisaje se contoneaba como una serpiente y el sol aproximándose al horizonte sudaba por toda su piel.
Tenía tanto calor que llevaba su casco y sus gafas de piloto colgados en la mochila.
Y siempre que caminaba bailaba un poquito, imaginando canciones llenas de ritmo en su cabeza. Porque sobrevivir estaba sobrevalorado, tenía que vivir de una vez.
El terranova que le había salvado la vida hacía tres días permanecía junto a ella paseando con la lengua fuera.
Kalani no sabía nadar y el perro sí, hacían un buen equipo.
Sus cejas rubias se crisparon sobre sus ojos azules cuando aguzó la vista sobre la carretera que estaba siendo devorada por las malas hierbas y los coches desvencijados a partes iguales.
Arrugó la nariz y dejó que su mano se deslizara hasta la culata del revólver.

–¿Qué sabes de los Cuchillos? –interrogó Audrey, como primera pregunta Kalani no la entendió muy bien. La pequeña supuso que así se llamaban los bandidos que se había encontrado en la ciudad.
–Se cogen por donde no corta, ¿no? –respondió la menuda Kalani atándose una de esas zapatillas desparejadas que calzaba.
–¿Qué haces en una ciudad? –siguió Audrey. Hablaba a toda velocidad, su voz era casi tan aguda como la de Kalani y Kalani era casi tan alta como ella.
–Cojo cosas y luego las vendo.
–Nadie vive en la ciudad: la caza es peligrosa y no hay apenas lugar para cultivar, sólo hay bandidos nómadas y bestias. Habría que ser estúpido para…
–Por eso voy allí –la interrumpió Kalani con lo que tal vez fuera una dignidad que Audrey no se esperaba–. Suele ser tranquilo.
–Estamos muy cerca del desierto, ¿cómo has sobrevivido? ¿A cuánta gente has matado?
–Uno. No, dos.
–¿Dos? ¿Dos personas? –repitió Audrey sin llegar a creérselo.
Kalani asintió concentrada en los cordones de sus zapatillas. Creía que no sabía atárselos muy bien.
–Hago negocios –la niña se encogió de hombros y se meneó un poco para que la correa de su mochila se ajustara sobre su hombro–, quepo en muchos sitios y corro rápido.
–¿Cuántos años tienes?
–Yo diría que unos doce, no estoy muy segura –soltó despreocupada–. ¿Los cuchillos son una banda? ¿Son los de la ciudad? –curioseó Kalani mientras intentaba hacerse una pequeña trenza en el pelo para desistir después, sus cabellos cortados de forma rudimentaria estaban cubiertos por una capa de mugre que impedía cualquier intento de experimentar con ellos–. He matado a uno de ellos, vamos, supongo que sería uno de los Cuchillos. Un cabrón que estaba violando a un tío al que también maté –Audrey le lanzó una mirada salvaje que detuvo su discurso–… bueno, él me pidió que lo matara, o sea… no tenía brazos e iba a morir. Creo que aparte de violarlo se lo estaban comiendo a cachos. Al principio maté al… esto… maté al que se jamaban y… –las manos de Kalani se movían de un lado a otro mientras hablaba, tratando de colocar todo en escena–. A ver, espérate… ¡Ah, sí!, luego me escabullí, pero luego volví a por él, a por el hijo puta. Debí haber matado también a los otros. Aunque… el revólver hace ruido –se explicó–. Perdona… me estoy haciendo la dura. ¿Cómo voy a decidir una vida? ¡Una vida! ¡Es una mierda! –dijo mirándola con angustia.
–Una vida siempre es demasiado.
–¿Tú qué hubieras hecho? –le preguntó Kalani.
–Matarles.
–¿Y eso cómo se come?
–No se come, te atragantas –a Audrey le pesaba incluso dar aquella respuesta–. Tienes que aprender a usar esto –le dijo mostrándole su arco–. Es silencioso.
–¿Qué coño es eso? –quiso saber la niña.
–Un arco.
–¡Ppppffff…! –Kalani trató de contener una risotada entre aquellas consonantes–. ¡Qué palabra más tonta!
–Tú vas derechita a la escuela.
–¡Venga ya, sé leer!
–¿Ah, sí? ¿Qué pone ahí? –Audrey señaló al cartel de bienvenida a la ciudad junto al asfalto. Apenas se distinguían las letras entre el musgo, pero supuso que la cría no lo tendría demasiado claro.
–Pues poneee… que Kalani no sabe leer pero es muuuyyy graciosa. Y sabe que las cosas con letras valen más que las cosas sin letras.
–Tienes que aprender, niña.
–Me llamo Kalani, adulta –declaró erguida ante ella.
–Audrey Blake –dijo esa adulta tendiéndole la mano. Kalani extendió el brazo, dudó un momento y finalmente se dieron un apretón. Y encontró algo en aquel instante, algo que creía perdido, y sonrió animada.
–¿Blake? ¿Qué dices? ¡Tienes un nombre detrás del nombre! –la pequeña estaba maravillada–. ¡Joder, es la puta hostia, yo quiero uno! Y le deberíamos poner uno a Doctor Pistacho III… aunque igual eso ya cuenta…
–¿Qué…? –Audrey vaciló y se rió, más o menos en la misma proporción–. ¿Así llamas a mi perro?
–Así se llama –le aclaró con convicción– y me quiere mucho, me salvó la vida. Es guay.
–Se llama Boatswain. Y tú tienes que ir a la escuela. Cuanto más sabes, más difícil es que te engañen.
–¿Estás segura? –receló la niña.
–No mucho –respondió Audrey intentando resultar seria.
El perro estaba olisqueando el camino cerca de ellas.
–¿Y a dónde vamos?
–A mi asentamiento, está muy al norte, pero tenemos un coche por aquí cerca. Será por gasolina…
–¿Y a mí me parece un buen plan? –comentó Kalani distraída.
–El asentamiento es un sitio seguro y tiendo a asumir que a los seres humanos les suele atraer la seguridad y la humanidad, aunque sea de vez en cuando, y que tú tienes mucha suerte de seguir con vida y no estar demasiado loca. He venido hasta aquí para hacerme con estos libros –le dijo Audrey mostrándole su mochila–, son para que un anciano que vive con nosotros me enseñe las posibilidades de la electricidad. Tenemos luz, agua caliente, murallas… Pero necesitamos preservar los conocimientos.
–¿Electriqué? ¿Y no tenías libros de… emmm… eso más cerca?
–Sí. Pero aquí se encuentra una de las mejores universidades. No sólo necesitamos bibliografía general, sino también específica.
–Esto… vale… ¿Y vienes tú sola?
El tono de voz de Audrey adquirió un matiz sombrío, aunque era muy tenue.
–No. Venía con más gente.
–Lo siento. ¿Pero qué interés tienes en mí, eh? La gente no suele querer algo a cambio de nada.
–No tienes por qué venir, Kalani, pero tú no eres una cosa a intercambiar y te necesitamos. A pesar de que no nos fueras evidentemente provechosa, te lo ofrecería igualmente. La elección la haces tú.
–¿Me necesitáis? ¿Por qué?
–Debido a tus habilidades, digamos, inusuales –aseveró Audrey un poco confundida por lo que consideraba una pregunta inútil a una respuesta obvia.
–¡Ah… eso! –exclamó la niña con cierta sorpresa–. Ya… bueno, la verdad es que no tenía ni puta idea. O sea, alguna vez lo habré hecho, no sé, pero… Espera, déjame probar.
Audrey comenzó a reírse a carcajadas mientras Kalani se transformaba en el trazo firme de la concentración y sus brazos se agitaban ante ella como si estuviera imitando una parodia de la hipnosis. Después la niña estalló en carcajadas a su vez, muy entretenida, con una risa entrecortada y velocísima que iba modulándose en un idioma ajeno a la cordura. Hasta que una bofetada se encontró con su diversión.
–¡No vuelvas a hacer eso! ¡La gente no es tan simple! –Kalani se rascó el brazo con gesto culpable, su muñequera de pinchos danzaba alrededor de esa otra que se había hecho con hilo de cobre trenzado. No recordaba que nadie le hubiera dado un tortazo en su vida… y no acababa de entender por qué seguía ahí. Pero algo en todo aquello tenía sentido. Podía enfadarse, podía marcharse, pero se quedó allí, en ese mismo sitio, acariciándose su mejilla roja y escuchando a su intuición y a su cuerpo porque, siempre que su mente no se decidía, sus entrañas hacían lo correcto. Para eso viajaba, ¿no? Para encontrar a alguien que viajara con ella.
–Está bien –dijo Kalani, y Audrey se calmó más de la cuenta.
–Ha sido poco sutil, pero ha estado mucho mejor, Kalani –reconoció la adulta–. Es creíble. Aun así no deberías robarle a la gente sus elecciones a no ser que tu vida o la de otros estén en peligro.
–Menuda mierda, eso hace que quiera preguntarte mogollón de cosas, ¿sabes? –Kalani se llevó una mano a la sien e hizo presión.
Esta vez la nariz le había sangrado menos, pero la cabeza le había dolido más, como si un ultrasonido se hubiese transformado en un desgarro chirriante, agudo y punzante que estuviese incrustándose en el entramado neuronal para llenarlo de alfileres. Y aunque se había reído, seguía llorando de dolor.

En la carretera distinguía un par de figuras ondulándose en medio del calor, se dirigían hacia ella. Parecían desarmados, demasiado delgados y desorientados. Por supuesto Kalani no dudó en mantener la mano pegada a la culata de su revólver.
Eran un hombre y una mujer.
El terranova gruñía a su lado.
Ella les apuntó, se concentró en el núcleo de la situación mientras el mundo alrededor se desdibujaba y los segundos dejaban de trascurrir delante de los ojos.
Dos figuras ante una sola.
Ellos le dijeron que necesitaban llevarse al perro, que su padre estaba muy enfermo, que habían pasado por todo, que necesitaban comer, lloraban, suplicaban. El significado de esas palabras eran piezas en un puzle que Kalani comenzaba a ignorar, las lágrimas de desesperación pasaban a su lado sin tocarla.
Y ella se cerró en un punto minúsculo de su mente, abriéndose a una gigantesca red neuronal de la que los seres humanos sólo eran una ínfima parte, sin apenas relevancia, pero la parte que al fin y al cabo Kalani podía alterar.
Se transformó en el pulsar de un resorte ignoto. Su fuerza ocupó el lugar de una conexión muy concreta, rotando y encajando.
El hombre y la mujer arrojaron las armas que, como sospechaba Kalani, sí tenían y se fueron por donde habían venido.
Se llevó la mano a la cara, las yemas de sus dedos índice y pulgar estaban teñidas de rojo.
Le sangraba la nariz.
La cabeza le dolía mucho, sentía latigazos recorriéndole las fontanelas y una especie de corriente eléctrica descosiendo sinapsis en su cerebro para volver a tejerlas de nuevo con puntos de sutura y tormento asaltando su sistema nervioso. Consiguió aguantar las lágrimas. Pero se sintió exhausta.
Alguien silbó.
El terranova salió disparado meneando el rabo, ladrando de felicidad.
Un carcaj se dibujó, despuntando sobre una silueta.
Una capucha la apuntaba con un arco a unos treinta metros, entre la maleza. Y ella no sabía lo que era ese trasto, pero trató de apuntar a su vez y que el brazo no se balanceara demasiado bajo su propio peso y el del revólver. Estaba demasiado cansada. Parpadeando bajo el sol, distinguía cabellos del color de las hojas en otoño y una mirada felina y azul que la contemplaba atenta bajo aquella caperuza. Aquellos ojos eran pura tensión contenida, cautelosa y preparada. El perro empujó su cabeza contra la figura, en señal de cariño. Y algo le decía a Kalani que la encapuchada no iba a dudar a pesar de que no la había matado.
Así que Kalani dejó caer el brazo del arma, fatigada.

Un par de horas más tarde Audrey estaba tocando la armónica para Kalani. Se detuvo y miró a la niña que la contemplaba absorta:
–¿Hay algo más que te guste?
–No sé… la gente que no me quiere matar, violar ni comer me gusta bastante –dijo la pequeña.
Audrey sopesó aquella respuesta con cuidado, considerando el terreno que estaba a punto de pisar, y las posibles consecuencias de sus palabras y de su silencio. Y se lanzó al vacío.
–Perdóname, pero tengo que hacerte esta pregunta, ¿has sido víctima de alguna violación?
–No, ni tampoco me han comido –alardeó Kalani de humor absurdo–, yyy… tengo mi revolver. Y supongo que mi poder me salvó el culo una vez… –evocaba la cría.
–¿Qué sabes del sexo?
–Es lo de las violaciones, ¿no?
–Una violación es al sexo lo que un asesinato es a la vida, Kalani –aseveró Audrey, mirándola a los ojos, con tal seriedad que la niña se detuvo por un momento, impactada y con la boca abierta.
–Me lo tomaré como un no –respondió cuando al fin se recompuso.
–Su función primaria es la reproducción, pero con la protección adecuada se transforma en una actividad llena de belleza. El sexo es hermoso, es fascinante y vital. Es algo que sólo se puede hacer por propia voluntad y en base al acuerdo de todos los implicados, con la gente que quieras, en género y número que más te guste.
–Pues no sé…
–¿Alguna vez te has masturbado?
–¿Cuálo?
–Que si te has tocado, aquí –Audrey hizo un gesto poco elegante, Kalani ignoraba el significado de demasiadas palabras.
–Ah, ¡claro, joder! ¿Alguna vez? Pfff… –dijo Kalani.
–Eso es sexo en solitario, por ejemplo. El sexo compartido es similar, pero mucho más intenso, proporciona mucho placer, y es un tipo de placer, como te digo, distinto del que se obtiene en solitario precisamente por el hecho de que es algo que crea un vínculo entre dos o más personas.
–Oye, podría activar un… resorte de ésos que dices en mi cerebro para darme mucho placer… Jo, sería una yonqui, ¿no? Y lo puedo hacer para otras personas, ideacas que tengo. ¡Fijo que podría ganarme la vida con eso! No sé, puedo hacer muchas cosas… Al tío ese casi le reviento el melón, ¿sabes? Menudo gilipollas. Claro que yo casi la palmo después, mi cabeza… estaba a punto de estallar.
–¿Tienes fantasías sexuales en las que se escenifican violaciones?
–Esto… ¿Lo dices porque he pasado de hablar de una cosa a otra? Pufff… mi mente hace eso, cambiar a lo loco. Pero no, creo que no, vamos.
–Lo digo básicamente porque… bueno, porque lo que uno hace en su mente es privado y no querría que, en caso de que fantasearas con esa clase de situaciones, te sintieras mal contigo misma después, no debes limitarte por las categorías que la gente le impone al mundo cuando tu crecimiento personal se ve implicado. Sé que hay hombres y mujeres que tienen esa fantasía, pero el hecho de que alguien piense que puedan por ello desear llevar esa ficción a la realidad resulta enfermizo. Ése es un límite cabal. Antes me refería a los límites que te puedan encerrar como persona… lo siento, no estoy organizando demasiado bien mi discurso –la deducción ilegítima de la niña y todo lo que arrastraba tras de sí habían podido con ella.
–Creo que comprendo lo que quieres decir –Kalani se mantuvo en silencio unos instantes–. Gracias –y sonrió sincera.
–Aun así en el sexo puede haber juegos de rol –la cría le lanzó una mirada extrañada–. Puedes interpretar algo, imitar una situación, sólo porque provoca placer. Pero sigue siendo una recreación ficticia.
–Estaba pensando… Las palabras esas que usas… ¿estás segura de que no tienen demasiadas letras? –curioseó Kalani errática.
–Eso es bastante relativo: “electroencefalograma” tiene aún más sílabas.
–Gracias –resolvió la pequeña.
–Sabes que no puedes permitir ser vendida ni comprada, ¿verdad, Kalani? –Kalani la miró, aunque no dijo nada–. Las personas no son mercancía, y los nexos que atamos los seres humanos no deberían ser reducidos a la simple utilidad o al mero valor económico, tienen otro status –la cría la miró genuinamente extrañada una vez más, luego adoptó una actitud permisiva, la verdad es que no sospechaba que existieran tantas palabras–. Por eso no entregaste a Boatswain, porque sientes una conexión poderosa con él y porque los lazos que puedes crear no pueden ser el objeto de un trueque. Por eso…
–¿Te he cogido cariño en cinco minutos? –se rió la niña–. Tal vez me equivoque, y si es así, yo qué sé… lo pagaré con mi vida o algo, pero… eres una buena persona, has dejado que los que se querían jamar a Doctor Pistacho III se largaran y a mí tampoco querías hacerme daño sin motivo. Tratas a las personas como… –titubeó un poco, en realidad no tenía apenas ninguna experiencia previa comparable–, es… distinto. No ha habido mucha gente con la que poder estar sin pensar si me iban a apuñalar por la noche o si me iban a raptar al darles la espalda. Pero… –Kalani le dio la espalda, los brazos cruzados detrás de la cabeza, y tras unos instantes se volvió sonriendo.
–¿Me permites darte un consejo? –le preguntó Audrey intentando en vano que aquel diálogo siguiera un curso remotamente lógico.
–¿Te refieres a otro más? Claro. Son buenos.
–Si te enamoras, no lo dejes pasar –Kalani la miró inexpresiva–. Sabes lo que es el amor, ¿no? –Kalani la miró inexpresiva–. Es complicado de explicar, es hermoso y aunque no siempre seas correspondida, te hará feliz y aprenderás muchísimo.
–Oye, no es por joder, pero… o sea… no me lo has explicado nada bien –le aseguró Kalani moviendo la cabeza de lado a lado y sentándose en el suelo. Doctor Pistacho III se acurrucó junto a ella para que le acariciara.
–Sé que ahora puede no parecértelo, pero el amor es lo que mueve el mundo. A veces es alguna actividad que te gusta, puede ser un paisaje o incluso una obra de arte, puede aparecer, por ejemplo, cuando caminas o en una persona. Pero en realidad es siempre todo lo que sientes. Cuando se focalice en una o varias personas, te lo aseguro, no va a hacer falta que te recuerde que estás enamorada.
–¡Venga, hombre! ¿En serio no me lo puedes explicar mejor? –insistió la niña, dejando momentáneamente de acariciar al perro y sonriendo con el único propósito de fastidiar, sin embargo entendía que se trataba de algo complejo, de modo que seguramente se trataba de algo sencillísimo, así que siguió hablando de cosas sencillas–. ¿Y a ti qué te gusta, Audrey Blake?
–Pues me encantan –comenzó Audrey sentándose junto a ella– las antigüedades. Mira esto –el objeto que Kalani tenía delante no le era desconocido, pero sí su función, y desde luego jamás en su vida había visto ningún aparato eléctrico encendido–. Esto es un reproductor de música. Y esto es la pantalla –Kalani estaba embobada contemplando el brillo y hacía caso omiso de las palabras de Audrey–, y pone “The Invisible Girl, Parov Stelar”, ése es el nombre de una canción seguido del nombre del grupo que la interpreta. ¿Quieres escuchar la música de los hombres antiguos?
La niña sólo supo sonreír y asentir bobaliconamente.
–Espera… –murmuró Audrey colocándole los cascos en las orejas–. Estate quieta, hombre –cogió el reproductor, tocó la pantalla, después puso el artefacto en las manos de la niña y dijo–. Ya.
Kalani escuchó con atención. Los primeros sonidos iban apareciendo en su mente, describiendo una melodía y liberándose en el mundo infinito que ella era como si el amanecer y el atardecer estuvieran a punto de encontrarse a cada instante.
Comenzó a llorar mientras contenía un suspiro que no llegaba a escapársele de los labios.
Después empezó a reír.
Luego no pudo evitar bailar.
Bailar como nunca antes había bailado en ninguno de sus caminos.
Boatswain brincaba y ladraba alrededor de ella, contento.

Y Audrey se alegraba de que el ser humano aún fuera esa sonrisa pura danzando con los ojos cerrados en medio de la nada.

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