A Valeria, fue un honor que te quedaras con nosotros.
Herejía:
El mundo tomaba una forma morena, viajera, naturalmente apresurada pero agotada, apasionada, orgullosa. Una cimitarra al cinto, botas, pantalones holgados, una capucha, el deseo de un camello y un desafío en el corazón. Sudor en la frente y sed.
Caminaba fatigada, tirando de sí misma a cada paso, demasiado desesperada como para recordar su historia, su misión.
Aunque hizo un esfuerzo.
Tenía que llevar las tablillas al monasterio, se escurrían entre el calor de sus dedos. Eran pesadas y ella se sentía desfallecer y necesitaba beber. Más allá de las creencias, ¿no se hallaba la felicidad?
No obstante volvió a su desafío: Llevaba las tablillas al monasterio no para provocar a aquéllos que pensaban que su contenido era una herejía, sino para demostrar que sólo podían ser una herejía si alguien pensaba que había algo que considerar. ¿Era el contenido herético? ¿Los dioses destruirían las palabras al pisar ella un suelo sacrosanto? Si intentaban resolver una paradoja cayendo en un error sistémico… El aire ardía a su alrededor, acumulándose bajo el límite de la asfixia, disipando su reflexión. Las tablillas… Pesaban demasiado. Y podían costar vidas.
¿Hay un punto al cual llegar?
Los actos son importantes, las palabras sólo aire tomado por la magia pura.
Los monjes querían destruir las tablillas a cualquier precio, segando vidas si era necesario.
Siempre había pensado que matar por palabras y matar palabras constituían ejercicios muy parecidos.
Tenía sed.
La deshidratación apenas dejaba paso a la memoria y a la creación mientras su cuerpo trataba de concentrarse: Se sentía a sí misma en medio de una dispersión errante y en busca de agua.
No podía ordenar sus pensamientos, apenas sí hilarlos. Los veía pasar delante de ella, algunos volvían, otros tantos se iban, otros más llegaban…
Pensaba en esos hombres defensores del bien y los dogmas, dispuestos a todo a causa de nada.
¿Qué hay del que ataca en la defensa, del que defiende en su ataque? Tal vez miedo, tal vez. Y alguna clase de sufrimiento que, probablemente, sea irrelevante a la vez que relevante.
El pensamiento circular no se retroalimenta, sino que se devora constantemente, no somos tan frágiles. Ella confiaba en el ser humano, por eso le costaba entender a aquéllos que necesitaban defenderse, aunque si lo intentaba, se ponía en su lugar y tenía miedo. A la vez era orgullosa, ¿tenía miedo? Se sentía como la incoherencia de todo ser vivo.
Ellos, clérigos y fieles en su mayoría, querían destruir las tablillas porque había algo en ellas que insultaba sus creencias, que escupía irreverente sobre los cimientos en los que habían basado sus vidas y que ocupaba el lugar de los dioses al tiempo que los negaba. Lo comprendía, sí, lo comprendía pero le parecía triste que una idea pudiera encerrar a su contemplador. Después recordaba que necesitaba agua y que su cuerpo era parecido a un cascarón seco.
Si no lo hubiera recordado, habría sonreído. Sin embargo tenía que beber, notaba los labios agrietados.
Se perdió entre sus pensamientos… la sed, el bien y el mal. Les dio una forma en una frase más.
Domar las pasiones es un ejercicio fútil de descontrol, cabalgarlas se llama vida y se encuentra más allá del intento.
Vislumbró un lago en la arena y tuvo miedo, ahora sí.
Desfallecía y con probabilidad sus ojos sólo buscaban engañarla. Ella entendía qué implicaba la ilusión de un oasis.
La ilusión del oasis era un cuerpo a punto de morir que necesita seguir andando, a toda costa y en cualquier dirección, pasando sobre el cadáver de la verdad que fue abandonada en otros ojos sin sed, deshecho como jirones de viento, arrancándole granos de arena al mismo sol con el puño en alto.
La lengua pegada a la boca, seca, dolía con un tirón al moverla.
Sus pasos hacía días que se perdieron tras su sombra, así que una pierna se colgaba de la otra mientras ella moría.
Ahora sólo su piel sabía llorar, sentía los huesos ardiendo bajo ella en una ficción que se apaciguaba en la boca como un manantial al nacer, salado como el sudor.
Su corazón no recordaba cómo hablar y únicamente murmuraba susurros rotos.
La verdad es demasiado sencilla, tal vez por esa razón no existe ninguna palabra en el mundo para ella. Sí y no son ilusiones, por eso quieren decir sí y no, lo cual no deja de ser interesante. Pero la verdad era mucho más pequeña y poderosa que esas palabras.
Cerró los ojos y dejó que cesara el parloteo mental, nunca quiso llegar a nada y aunque pensar era entretenido, no le sobraba energía.
Estaba manchada de polvo.
Era un buen momento para morir y sentir el calor quemando y los padecimientos de la sed que trepaba por su esófago causando estragos en sus oraciones y pensamientos.
Su ser se rindió y ella sucumbió al desierto cayendo de hinojos, pendiendo de una consciencia a punto de desaparecer.
Resultaba natural.
Resultaba…
Despertó, notaba agua fresca bajo los labios. Era un regalo del cielo sin nubes.
–No necesito ayuda –musitó soberbia en el eco de un absurdo.
–Lo comprendo. Bebe agua –un hombre le tendía un cuenco que acababa de llenar con una cantimplora–. Bebe poco a poco o te sentará mal.
–Nadie me da órdenes –aseguró retadora tras beber, arrastrando aún el hilo de su voz sobre las arenas del tiempo.
–Nadie me da órdenes a mí tampoco –declaró él afable pero firme.
Le miró unos instantes.
–Somos incompatibles –dijo ella al fin.
–Lo somos. He visto tu carga, se había caído sobre la arena. Aunque no me conozcas no soy ningún fisgón. Toma mi cantimplora y sigue en esa dirección. Si te topas con una pequeña piedra con forma de cabra, llegarás a un refugio. Es un poblado a un par de horas de aquí. Será mejor que no les reveles el mensaje que llevas, son viejos creyentes. Por allí una vez al mes se puede ver una caravana de paso hacia las tierras verdes, sólo tienes que trabajar y esperar. No vuelvas a internarte en el desierto de esa manera.
–Estoy viva.
–No estás sola. Me alegro de que sigamos caminos distintos.
–Yo también. Gracias por salvarme la vida.
–¿Puedo preguntarte algo? –curioseó él.
–Sí.
–¿Por qué cargas con eso?
–Porque esto no significa nada –respondió la viajera.
–¿Y arriesgas tu vida por algo así?
–La arriesgo por lo que deseo.
–Todos llevamos una carga, pero hay que dejarla en el suelo en algún momento.
–En el suelo apropiado –apuntó ella.
–Tienes razón. Gracias por responder a mis preguntas. ¿Puedo decirte algo más?
–Sí.
–No podemos pretender que nadie sea quien le hemos inventado, ni siquiera nosotros mismos.
–Tienes razón –declaró ella tras sopesar cada palabra cuidadosamente.
–Por eso estamos aquí, curioso –parecía divertirse como los niños.
–Buen viaje –se despidió ella con la sonrisa más sincera.
–Buen viaje –se despidió él como su espejo lleno de felicidad.
La viajera contempló las tablillas, las leyó con atención sin entender cómo había gente capaz de asesinar a otras personas por ellas. No eran nada especial, sólo eran el mundo diciendo:
Dejas atrás lo que queda atrás, no esperas nada de lo que haya delante y caminas descalza entre cadáveres y ríos.
Tu oscuridad y tu luz son un misterio.
Cuando hubo un gran peligro, me abrazaste porque teníamos miedo.
Cuando hubo un peligro pequeño, te busqué. Tú me dejaste solo para que lo venciera.
Siempre que pudiste, cocinaste para todos.
Eres leal y sincera.
Estás loca y luchas incluso cuando no hay batalla alguna que vencer.
Sea como sea, eres más hermosa de lo que pareces creer.
Me enseñaste que el todo es mayor que sus partes.
Me enseñaste a ser objetivo, a saber a qué debo aspirar.
Me has regalado un mayor conocimiento sobre mejores chocolates.
Dejas pasar las palabras de largo –como efímero o eterno– devolviéndole su significado al mundo.
Me pregunto qué hubiera sucedido si yo hubiera seguido cargando mis armas o tú hubieras arrojado las tuyas a tus pies.
Eres mi ángel guardián del mismo modo en que no necesitas poesía.
Tu hacha es una ilusión, así que poco importa lo que hagas de ella.
Finges acarrear cadenas pero te sabes libre.
No puedes mentirme, sólo estar ahí.
A tu lado he podido estar solo mientras estaba acompañado.
Eres de las mejores cosas que pueden ocurrir.
Es curioso verte en movimiento.
No hay mortal que pueda detenerte.
Y si existieran los dioses deberían prepararse para tu desafío e ir contando sus días.
Eres dulce.
No eran nada especial, aunque le parecía que llevaban un mensaje lleno de belleza y que le hacía sonreír mientras ella misma se vaciaba sin querer. Las dejó en el suelo. Y dejó que la gente que deseaba matarse por un dios o por una idea siguiera en ello.
De repente se dio cuenta de la más absurda obviedad y no pudo evitar soltar una carcajada desde el fondo de un alma que ya no era suya: Ella no era nadie y el mal y el bien sólo eran un oasis para el miedo.
Recordó el mensaje que portaba y se sintió libre como un tornado arrasando el desierto: era cada rayo de sol sobre la arena, el agua y las osamentas azotadas por los vientos. Lo era todo.
Y eso era más sencillo que esforzarse en ser alguien.
Así que cogió las tablillas de nuevo dispuesta a divertirse.

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