Por qué Iara sonríe:
Aquéllos fueron días apacibles, quizás de los más apacibles de su vida y por eso guardaba tan buen recuerdo de ellos. Pese a todo la comparación no le robaba ninguna clase de satisfacción presente y ella sonreía.
Él no le habló nunca de su enfermedad, sólo le dijo que su perro Stigs había muerto. Y a ella le pareció ver dolor. Pero cuanto más lo pensaba, más le parecía que en el fondo de esos ojos no había dolor –quizás debido al pasar del tiempo–, sino que había algo, algo bello. Algo que poseía la hermosura de lo que había sido reconstruido con ilusión. Algo hermoso y fuerte que sabía que el fin estaba cerca. Al principio a veces le daba la sensación de que quizás Stigs no había existido y de que él, Sol, trataba de enmendar algo. No sabía qué era y no le importaba. Más tarde lo confirmó y siguió sin importarle en absoluto. A Iara se entregó siempre con una bondad de la que ella jamás volvió a ser testigo. Al principio no le parecía nada especial: era un hombre que cuidaba de ella, que siempre se lo dio todo y deseó que estuviese bien sin ninguna razón aparente, pero por aquel entonces no tenía motivos para pensar que aquello pudiera ser algo extraño o inusual. Y además ella aprendió a cuidar de él cuando la enfermedad le postró en una cama, cuando tenía que limpiarle tras defecar, cuando tenía que apretarle la mano intentando que el cariño se abriese paso entre esos delirios que le invadían durante las últimas noches, cuidando de que el candil no se apagase hasta que no tuviera él los ojos cerrados, tratando ella de discernir dónde estaban las mentiras de las fiebres y dónde las memorias vergonzosas, tratando de reconstruir la vida de alguien por simple curiosidad con la mirada clara de quien sabe de alguna manera hacia dónde mirar y qué contemplar. Porque ella veía su alma. Y en su alma todo era prístino como aquel estanque junto al que un día comieron juntos…
El valle y el bosque era lo que veían sus ojos. Iara, aún una niña, miró hacia arriba: un techo de verde tapaba a ratos el sol y el cobijo de los árboles en los últimos días de primavera le resultaba gratificante y le procuraba una permanente distracción del mundo, que en aquellos momentos a ella no le parecía que estuviera comportándose precisamente bien. Llevaban un par de días andando y a ambos les habían salido ampollas a través de la piel curtida de las plantas de los pies. Además las provisiones estaban empezando a escasear y las cantimploras vacías les apremiaban en su marcha hacia una fuente de agua. Porque tenían sed, mucha sed.
Quizás ella era todavía demasiado pequeña para comprender el sufrimiento de Sol que muy de cuando en cuando se resistía a darse por vencido. Pero en cualquier caso no quería que estuviese triste. A fin de cuentas él la había salvado.
–Yo no te he salvado, Iara. Sólo pasé por ahí lo suficientemente tarde como para no morir y lo suficientemente pronto como para no verte muerta. Las personas no salvan ni ayudan a los demás –le explicó él. La pequeña se le quedó mirando: no sabía por qué, pero cuando él hablaba así parecía muy feliz.
–Cuando hablas así estás bien –comenzó a decir ella tirando del desconcierto por el suelo–. Y cuando la gente dice eso… pues le duele. Un tío mío decía eso y tenía cara de perro viejo –le explicó con la seguridad de quien no le teme a nada.
Y, además, claro que la había salvado. Su pueblo ya no existía tras el ataque y el posterior fuego del incendio. Ya no tenía nada salvo suerte. Y resultó ser muy buena.
Sol sonrió preguntándose si podía permitirse ese lujo… Aunque a decir verdad prefería entretenerse con la preocupación de encontrar o no el camino. Nunca se había perdido, y estaba casi seguro de que siguiendo el atajo que se había propuesto acortarían un par de días de viaje. Tenían que topar con las ruinas de la antigua calzada de un momento a otro…
–La gente sólo puede ayudar a los que ya se están ayudando a sí mismos, ¿entiendes? Es como un chiste.
Iara sonrió. Entendía el chiste y el chiste del chiste.
–Pasito a pasito –dijo la sabiduría de la niña, entre risas tras su mirada.
Siguieron andando. A Sol comenzaba a hacérsele pesado el espadón en el aparatoso tahalí que llevaba a la espalda: sus hombros soportando una tensión exagerada le pedían un respiro para engañar, aunque fuese sólo momentáneamente, al agarrotamiento de sus músculos. Una libélula pasó junto a ellos y, como si fuera un presagio, decidieron sentarse a comer algo de las pocas provisiones que aún les quedaran.
–¿Estás cansado? –curioseó Iara mirándole con esos ojos tan grandes que tenía, intentando disimular a su vez su agotamiento.
–Sí, y tú también –le aseguró Sol en una sonrisa, quitándose el tahalí y apoyándolo contra una piedra. En aquel acto sencillo de dejar la carga se olvidó de todo pesar…
–¡Yo no! –protestó enérgica cogiendo el mandoble por la empuñadora y tirando de él, al principio sin apenas moverlo de su sitio. Se alejó un par de metros con esfuerzo, socavando en su acarreo un surco a través del manto del bosque. Sol de repente reparó en algo:
–¡Coño, pero si el camino está ahí! –exclamó sin tratar de disimular su alivio.
–¡Coño! ¡Agua! –gritó Iara más fuerte aún y llena de ilusión al divisar un manantial junto al sendero empedrado.
–Menos mal, ¿eh? –se animó él.
Y sin embargo tardaron un par de segundos en terminar de creer lo que les ofrecían sus ojos. Tras asimilar la información se miraron y después corrieron a la fuente mientras Iara no paraba de reír, avanzando ambos con ese ansia que no conoce ni medida ni paciencia, propio de quien lleva alrededor de cinco horas y treinta y siete minutos de caminata bajo un sol de justicia y unas sombras insuficientemente continuas sin dar un solo trago. Y se saciaron con el agua ilimitada que manaba de una roca, llenándosele los sentidos con el murmullo del fluir transparente sobre un fondo gris y granulado.
Hacía tiempo que Iara ya podía cargar ese mandoble que tantas veces la había protegido a ella y con el que luego le había protegido a él. Pero a medida que transcurría el tiempo lo desenvainaba menos: en general había dejado de serle necesario.
De cuando en cuando le gustaba recordar… Sí, aquéllos fueron buenos tiempos.
Stigga, ése era el nombre que repetía Sol en sus delirios. Un viejo amor, compañera o compañero de asaltos y pillaje. La fiebre tomaba su lengua y decía entre sudores fríos que él no había saqueado el pueblo de Iara, pero que era como si lo hubiera reducido a sus cimientos. Decía que cada vez que veía a Iara quería llorar y quería reír, porque ella siempre le devolvía la mano y le decía que él lo había decidido todo, que era libre. Porque ella le ayudaba a avanzar al contrario de los que habían afirmado ser sus amigos, aquellos que le habían enseñado que el odio, la venganza y la tristeza eran caminos por los cuales transitar. Porque le regalaron al oído las palabras que siempre quiso oír, las que eran fáciles de escuchar, mientras que ella desde el mismo principio, desde que la encontrara Sol sucia de hollín entre los vestigios aún candentes de la aldea, le dijo tan sólo la verdad desnuda: que los malvados no existían. Y él fue feliz porque lo comprendió mucho antes de morir.
Y ahora Iara llevaba esa sonrisa que se habían inventado los dos.
Y así, aunque cada uno estuviera a un lado del filo de la existencia, siempre caminaban juntos.
Por qué Iara sonríepor Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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