La viuda negra:
Siempre había sido un soñador, quizás porque el mundo parecía el reflejo roto y polvoriento de promesas que parecían no llegar. Tenía que haber algo más. ¿Cómo podía ser esto todo cuanto había?
La
muerte se abría paso entre la niebla, los cadáveres contemplaban más allá de la
nada, de pie e inmóviles como estandartes advirtiéndoles de que no debían dar
un paso más.
Él levantó la vista: el cuerpo de
otra guerrera se erguía sobre la hierba, ensangrentado, le faltaba un brazo y
parecía mirar con sus ojos muertos al otro lado de la realidad.
Era obra del que parecía ser,
según decían los rumores, el más poderoso hechicero desde la fundación de la
Academia de nigromantes: ése que se había ganado del nombre de Viuda Negra. ¿Cómo
podían ellos siquiera pensar en derrotarle?
—¿Por qué no hacen nada? —demandó
su compañera.
Einar, por su parte, salió de la
telaraña de sus pensamientos, confundido.
El hedor le golpeó, devolviéndole
a su alrededor.
Su compañera Heike contemplaba
esos muertos vivientes a través de la espesa niebla, cadáveres frescos con
heridas terribles, uno sin piernas, otro con tendones desjarretados, otro con
una herida en el pecho de tal magnitud que podía verse a través. Todos esos
cuerpos pertenecían a las guerreras de la Iglesia de la Muerte, todos llevaban
la armadura y atavíos de la orden. Algunos incluso seguían empuñando sus armas.
—Ten cuidado, Einar —le dijo Heike,
deteniéndole con su brazo—. No entiendo por qué no atacan, probablemente sea
alguna clase de trampa más inteligente que mi protocolo habitual de “golpear a
la cosa hasta que la cosa deja de golpearte a ti”.
—No creo que sea una trampa,
parece más bien una medida disuasoria… —comentó Einar,
extrañado—. ¿Crees que es la Viuda Negra? —añadió, dubitativo.
—No bajes la guardia —le ordenó ella,
empuñando su hacha de doble filo —. No quiero acabar como nuestras hermanas.
Einar se aferró a sus espadas
gemelas, tenía miedo.
Heike le miró, ella también
estaba aterrada. No lo mostraba con claridad, pero llevaba el suficiente tiempo
a su lado como para saber que cuando Heike estaba preocupada repetía una especie
de murmullo agudo como si fuera algún animal salvaje. Y ahora no paraba de susurrarlo.
—¿Ves la casa? —interrogó Heike.
—Espera aquí, voy a rodearla.
Heike vio cómo Einar desaparecía
en la bruma. Tenía a los muertos vivientes a su espalda, chasqueando de vez en
cuando o liberando algún ocasional farfulleo gutural muy poco tranquilizador.
Tras unos segundos Einar regresó
por el otro lado.
—Las ventanas son demasiado
pequeñas y no hay ninguna otra entrada —susurró.
—Mierda —respondió ella al mismo
volumen.
Él se acercó sigilosamente a la
casa, ella le siguió. Agarró la puerta firmemente y la abrió despacio, evitando
como pudo que crujiera.
Vio unos sacos apoyados en la
pared de madera, herramientas para el arado, un altillo lleno montones de paja
y una puerta que daba a otra estancia.
Y en esa otra habitación había
una niña pequeña de unos siete años.
Leía un libro pesado sentada
junto a una mesa, alumbrada por unas velas.
—Siempre vienen más… —murmuró
para sí. Dejó el libro a su lado, parecía exhausta y a punto de llorar.
Einar, que siempre había sido
especialmente sensible a ella, notaba la magia fluctuando alrededor, era tan
intensa que la percibía con claridad como tentáculos agitándose alrededor de esa
niña.
—No puede ser —consiguió decir
Einar.
—Si cruzáis a esa puerta,
moriréis. Marchaos, por favor —suplicó ella.
—¿Esa niña es la Viuda Negra?
—interrogó Heike, perpleja.
—Creo que la niña tiene razón:
deberíamos irnos —dijo el guerrero.
—¿Somos dos, qué posibilidades
tiene una cría de derrotarnos? —se indignó su compañera.
—Bueno, respecto a eso… creo que la
entrada llena de cadáveres de ahí fuera es el jardín más elocuente que conozco,
Heike.
—Hemos venido aquí a investigar
la desaparición de nuestras hermanas —le recordó Heike.
—Y ya hemos encontrado la causa
—insistió Einar, agarrándola del brazo—, podemos irnos.
—Por favor —imploró la niña—. No
quiero tener más pesadillas… —sollozaba.
—La Viuda Negra ha matado a… ¿cuántas
guerreras? ¿Catorce, quince? —le espetó Heike a su compañero—. ¡Es un monstruo!
—sentenció, llena de ira.
Heike se desasió de la mano de su
compañero violentamente y cruzó la puerta a la otra habitación. A Einar apenas
le dio tiempo a gritar.
Al cruzar el umbral su piel, su
armadura y su hacha se desgarraron y desintegraron al contacto con la energía
mágica que había invocado la nigromante. Su cuerpo estalló en una lluvia de
sangre.
Y la niña lloraba
desconsoladamente.
Lloraba como llora alguien al
filo de sus treguas, con el trauma aprendiendo a gritar.
Lloraba como llora quien no
entiende por qué tiene que continuar cargando con el peso de tanto dolor.
Lloraba como quien quiere acabar
de vivir, no porque quiera morir, sino porque quiere terminar de sufrir.
Lloraba como llora alguien con
todos sus reflejos en guerra.
—¿Por qué me hacéis esto?
—preguntaba la niña, desconcertada, en un hilo de voz.
—Diré que te he dado muerte
—resolvió Einar—, te dará tiempo hasta que se reaviven los rumores, intenta
mantenerte oculta y ve al norte, sé que allí hay sabios que curan las
pesadillas del día y la noche —añadió, sin saber qué hacer, en un gesto que en
retrospectiva era un poco ingenuo, y se marchó de allí.
Cuando unas horas más tarde
comprendió en la noche lo que había pasado aquel día lloró por las dos, supuso
que lloraría durante días.
Quizás entender el mundo como una
batalla maniquea es lo que impedía ver la humanidad en la diferencia. Y pensar
que alguien podía ser un ser humano correcto impedía ver la diferencia en la
humanidad.
Quizás por eso el mundo es como
es, pensó, porque hay hombres como yo.
Tenía que soñar mucho más lejos.
Se
dirigió al norte.

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