¡Golpe crítico!:
Era a todas
luces un tugurio: vómito, herrumbre donde debía haber una vieja estufa, madera
enmohecida, orina, roedores luchando contra los parroquianos por la comida y,
en general, esa clase de clientela que podría partirle la cara a cualquiera que
supiera pronunciar un pentasílabo como “sofisticación”. No es que no supieran
leer o escribir, no es que no supieran que, en alguna parte del universo, había
gente que usaba palabras mayores que un gruñido; es que cualquier niño de
cuatro años aprendía que la agresividad era una forma de manipular a los demás
y, cuando esos críos no aprendían ninguna otra herramienta y eran rechazados
por ello, decidían que a la larga era una forma eficaz de sobrevivir: al fin y
al cabo podían tomar lo que su fuerza les permitiera.
Sí, eran
personas peligrosas, sin embargo, una valoración apresurada nos haría perder de
vista lo siguiente, en cierto modo comprendían con claridad una de las tres
verdades universales: las palabras tenían poder y podían ser peligrosas.
Y aquí es
cuando tenemos que detenernos en Heidel, porque ella conocía cada una de esas
palabras.
Recordemos que
aquél era la clase de tugurio que la gente de bien fingía no reconocer al fondo
del pequeño callejón, por ese motivo resultaba extraño que una persona como Heidel
se sentara en un rincón oscuro mientras bebía de una jarra de cerveza.
Heidel era una
maga de batalla, había estudiado en universidades más grandes que toda aquella
ciudadela y sólo las ropas que llevaba valían más que aquel emplazamiento.
Tenía un aspecto impecable, majestuoso y totalmente fuera de lugar.
Sin embargo, los
cadáveres recientes a su lado, aún humeantes, tal vez habían conseguido
transmitir el mensaje de que ese día prefería que no la molestaran.
De todas
formas el resto de la clientela casi parecía más preocupada por Shivala, su
acompañante una mujer que, a juzgar por su expresión, su gran tamaño, unos
tatuajes que rompían la estética o un mandoble que aún tenía manchas de sangre
de alguien que no fue lo suficientemente cortés con ella, posiblemente pensaba
que este tugurio en cuestión era una especie de restaurante familiar bastante
apacible en el que pasar la tarde.
Su expresión
era de felicidad, por supuesto, el sitio le parecía agradable y, en líneas
generales, le gustaba escuchar a su compañera:
—Efectivamente —decía Heidel—, pero me refiero a. ¿por qué
un humano desearía inmiscuirse en asuntos de demonios?
—Los humanos
suelen forjar pactos con demonios a cambio de poder o los utilizan como
esclavos si consiguen encadenarlos con su magia el tiempo suficiente —contestó
Shivala—. Por otro lado, los cazadores de demonios tienden a tener carreras
bastante cortas dentro del gremio.
—Por eso mismo
pregunto. ¿Además, por qué un humano tendría interés en destruir a un demonio
particular? Podemos descartar motivos religiosos, supongo… ¿Y por qué
contratarnos a nosotras?
—¿Aparte de
por nuestra incapacidad para valorar nuestra experiencia laboral o para elegir
un trabajo seguro? —inquirió Shivala pensativa—. Está el tema de la reputación.
—¿La nuestra o
la suya?
—La suya.
—¿Te
importaría extenderte un poco en ese punto?
—Nuestro
cliente fracasó al intentar controlar a este demonio.
—¿Estamos
trabajando para un nigromante? —preguntó Heidel sorprendida.
—Posiblemente.
Para uno bastante estúpido, de hecho.
—¿Por qué
estás tan segura?
—Cubría unas
cadenas con sus ropajes, pero si escuchabas con atención, oías el tintineo.
Cuando un nigromante intenta dominar a un demonio, incluso para conversar
tranquilamente acerca de un posible pacto, dado que los demonios no son
conocidos por su cordialidad, lleva una cadena, parece algo simbólico, pero es
un catalizador. Si el demonio en cuestión no es subyugado, la cadena se une
permanentemente al cuerpo del conjurador. Intentar extraerla, incluso con ayuda
de magia, no suele acabar bien en mi experiencia.
—Francamente,
no lo entiendo —dijo Heidel, confundida—. ¡Nadie es tan idiota como para buscar
venganza debido a su propia incompetencia mientras se arma únicamente con ella!
—Eso suena a
prejuicios en favor de los nigromantes, Heidel, ¿se trata de algo del gremio de
los magos o algo así? ¿Ahora son todos los magos inteligentes de repente? Creo
que conozco a los de tu clase bastante mejor que tú.
—¿Qué hay de
una… orden de caballeros? —tanteó la maga de batalla—. Los caballeros son
básicamente grupos de imbéciles que luchan por el bien sin importar si el bien
termina siendo un terrible error.
—Me encanta tu
descarnada aproximación a la ética —le aseguró Shivala—, pero nadie hace eso
ya, sabes perfectamente que todas las órdenes de caballeros acababan sirviendo
a los demonios. Ninguna nación permite caballeros en sus tierras.
—Hay una
pregunta que no deja de aparecerse en mi mente: ¿tú cómo sabes tanto de
demonios?
—Soy
nigromante.
Heidel llevaba
un año trabajando con ella y casi se hubiera sentido traicionada por su peligrosa
ausencia de perspicacia si no fuera porque estaba demasiado ocupada tratando de
entender lo que le decía su amiga.
—Multiclase
—le aclaró ella, adelantándose a sus balbuceos de desconcierto y haciendo un
gesto explicativo—, ya sabes: bárbara y nigromante. Tú eres maga de batalla,
¿no? Viene a ser más o menos lo mismo.
—¡Yo no
levanto muertos! —se defendió ella, herida.
—Y eso sólo te
hace menos divertida —indicó Shivala.
—¿Pero a qué
te has dedicado estos años, a matar gente, levantarlos de nuevo y volverlos a
matar?
Shivala
prorrumpió en una carcajada y añadió:
—Eso sería muy
poco profesional, ¿verdad? Nah… casi nadie paga por eso.
Emer golpeó a
la puerta y a tras unos segundos una nigromante abrió y salió a recibirle. Su
cabello despeinado y su tabardo cubriendo sus ropas -que probablemente habían acabado donde estaban de forma apresurada,
mientras ella intentaba retomar el aliento- y su rubor hicieron que su cliente
adoptara una actitud marginalmente suspicaz. Ella, dándose cuenta de su mirada
indiscreta por el rabillo del ojo, se aclaró sonoramente la garganta.
—Esto…
¿quién…? —empezó ella.
—¿Qué hay de
mi mujer? ¿Se encuentra bien? —tras un examen cuidadoso de sus palabras
apresuradas y de su expresión, determinó que el hombre parecía preocupado.
—Sí, es decir…
No. Está muerta, pero… se le da muy bien—la nigromante se rascó el brazo,
evitando mirar a su cliente a los ojos.
—¿Qué?
—Bueno, no se
ha perdido todo… ¿aún podemos transformarla en un zombi? —se ofreció ella.
—¿QUÉ? —le
impresionó escuchar con tanta claridad aquellas mayúsculas.
—¿Qué? —respondió
ella a su vez.
—¡Eso es
ilegal!
—Ilegal y
tampoco muy higiénico, si no le importa —le aseguró ella—. ¿Yo le… estaba
probando? —se aventuró.
—¿Por qué?
—Em… ¡Tenemos
un veinte por ciento de descuento para clientes leales! —dijo alegre. —Leales a
las buenas maneras y de alineamientos legales, por supuesto. Podemos, no
obstante, enviarle sus buenos deseos, mensajes e incluso maldiciones, si ese
fuera el caso.
—Pronunciaré
unas palabras.
—¿Buenas
palabras, supongo?
—¡Helen!
¡Helen! —empezó a gritar él, su voz elevándose al cielo. Después pareció
pensarlo por un segundo y comenzó a gritar en dirección al suelo—. ¡Helen!
¿Sabes dónde está nuestro Patrick? Mujer, ese crío es un demonio…
—Lo dudo,
señor —dijo la nigromante— y, sí… contactar con los espíritus es un arte que no
puede recrearse mediante alaridos a lugares aleatorios. —Porque necesitas
algunas calaveras, algunas velas, sobre todo para darle ese aspecto tradicional,
y una habitación acogedora en la que comer galletas tras la sesión porque a
ella solía darle hambre poco después—. Por favor, vuelva por la tarde y veremos
qué se puede hacer.
—¿Amor? —Una
voz femenina vino del interior de la casa—. Por favor déjame ocuparme del
servicio al cli… Oh…. —Una mujer rubia salió, a juzgar por los símbolos en su
túnica blanca era una clériga y a juzgar por ese aliento entrecortado al que
daba caza debía de haber estado haciendo alguna clase de ejercicio. Emer no
hubiera sabido decir cuál, aun tras considerar ejemplos tales como andar e
incluso correr—. Me temo que estamos cerrados momentáneamente, pero le hago
saber que los restos de su esposa son tratados con el máximo cuidado de acuerdo
con el artículo siete, sección tercera de nuestro contrato. Sabemos que puede ser
duro perder a un ser querido y sabemos que no hay palabras pronunciadas por
criatura alguna que puedan llevarse con ellas el dolor de un alma en duelo.
Desgraciadamente tenemos prohibido evitar el sufrimiento por medio de la magia
ya que sólo acarrea un dolor mayor a largo plazo. Debe comprender que tenemos
unas fuertes convicciones filosóficas que defender y por ese motivo ofrecemos
vales de descuento para cerveza a nuestros clientes —le dio uno a Emer y cerró
la puerta.
La nigromante
se quedó allí, de pie, algo confusa e intentando sonreír.
Después la clériga
abrió la puerta y, riendo, tomó a la despistada nigromante del brazo y se
metieron en casa.
—¿Cuál es el
plan? —preguntó Heidel, intrigada, mientras bajaban la calle dejando atrás un
arco de piedra que conectaba un pequeño jardín entre las casas, iluminado por los
últimos rayos de sol.
—¿Plan? Creo
que me tomas por otra persona —contestó Shivala deteniéndose delante de una
casa y llamando a la puerta—. ¡Tiff! —vociferó Shivala—. ¡Necesito ayuda!
¡Gratis, si puede ser!
La puerta se
abrió, la clériga apareció.
—Hola, Tora,
¿qué tal? ¿Está Tiffany en casa?
—Sí, pasa.
Esto… ¿Es de confianza? —preguntó refiriéndose a Heidel.
—Llevo trabajando
con ella bastante tiempo y no parece importarle mi capacidad inhumana para
meterme en líos —dijo encogiéndose de hombros, después se aproximó a la clériga
sin ninguna discreción y le susurró—. En realidad me asusta un poco: está
forrada y creo que ha perdido contacto con la realidad… es como una metáfora
del poder económico —consiguió musitar.
—La
vigilaremos —asintió ella al mismo volumen.
La clériga
escuchó el llanto de un bebé a su espalda y se le erizó el vello. Al darse la vuelta,
Tiffany estaba sonriéndole sobre un pentagrama, mientras un demonio con la
suficiente decencia como para haber adoptado una forma cuasi humana sostenía tiernamente
un bebé en brazos que parecía una sombra sobrecogedora, ladrona de luz.
—Hola, Tora,
¿quieres una galleta? —le ofreció el demonio a la clériga, candoroso.
—Nos quedamos
al peque esta semana —le dijo Tiffany sonriendo—. Beleth dice que hay mucho
trajín últimamente en las dimensiones mazmorra y que el pobrete no está
durmiendo bien.
—No me extraña
que acabarais teniendo un crío —comentó Tora.
Heidel no
comprendía nada de lo que estaba pasando en aquel salón.
—No entiendo
nada de lo que está pasando —declaró en consecuencia.
—Vamos a ver
—comenzó Shivala, tratando de organizar sus ideas—. Tiff es una poderosa
nigromante —Tiff se entretenía haciendo reír al bebé ignorando el resto del
mundo—, tal vez no hayas reparado en ello, pero ella no lleva cadenas porque no
trata de controlar ni confinar a los demonios que convoca. De hecho, de esa
manera se labró una cierta reputación entre los demonios y Beleth, aquí presente
—el demonio le saludó con un delicado apretón de manos. Heidel no estaba muy
segura de dónde salía aquél otro brazo, pero trató de mantener la compostura—
fue convocado por ella. Total, una noche bebieron mucho, hicieron un pacto para
traer a un niño muy extraño al mundo y el resultado es el pequeño Abraxas. Pero
Tiff estaba a sus cosas y comenzó a salir con Tora —Tora la saludó con una
reverencia—, la cual aceptó toda esta rocambolesca historia porque como Tiff
hay una entre un millón. Y seguramente porque le gustaba. Además de que
tuvieron la idea fantástica de abrir este negocio. Y nosotras estamos aquí
porque tal vez sepan a qué demonio trató de conjurar ese imbécil.
—¿Puedo
preguntar cómo se llama vuestro imbécil? —preguntó Beleth con curiosidad mientras
acunaba a su hijo en brazos.
—Se hace
llamar Matt el Poderoso —contestó Shivala.
Tiffany
estalló en una carcajada y el demonio y ella intercambiaron una mirada
maliciosa.
—¡No! —dijo
Shivala intentando contenerse a su vez.
—¡Sí! —respondió
la nigromante, esta vez su diversión transformada en una risa cristalina—. Intentó
someter nada más y nada menos que a Beleth.
—Hay algo que
no entiendo —confesó el demonio—, bueno, en realidad hay muchas cosas que no
entiendo, pero voy a intentar limitar mis dudas un poco, ¿qué quiere de mí?
—Quiere
vengarse —contestó Heidel.
—¿Quiere
vengarse de su ineptitud a través de mí? —dijo incrédulo Beleth.
—Atrevido pero
estúpido —añadió Tora.
—En cierto
modo… tú eres el símbolo de su incapacidad como nigromante —razonó Tiff—.
Aunque, claro, a nivel práctico su incapacidad es suya… —finalizó ensimismada.
—Entonces
—continuó Beleth—, ¿me quiere muerto?
—Es mucho
mejor que eso —comentó Heidel, ya avergonzada por el peso del contexto.
—Quiere
—expuso Shivala—, y cito textualmente, “destruirte”. Nos paga sólo por llevarte
hasta él. ¿Qué dices? —le ofreció ella.
—Es que les
quería cocinar una tarta a las chicas… —comentó él, azorado.
—¿A nadie le
preocupa que, de hecho, pueda tener algún objeto poderoso con el que destruir a
un demonio? —inquirió Tora.
—Me gustaría
recordar que se hace llamar Matt el Poderoso —intervino Shivala.
—Iremos todos
—dijo Tiffany—. No creo que este señor supiera usarlo si es que de alguna
manera hubiera podido encontrar ese artefacto, que está totalmente fuera de sus
posibilidades económicas o intelectuales, y no creo que en ningún caso lo tenga
en su poder, pero el Cráneo de las Sombras es un objeto que sirve para
aprisionar a demonios poderosos. Y no voy a dejar que un idiota haga daño a
Beleth —dijo abrazándole—, si es que Tora acepta ponerle un par de sellos de
protección al peque o algo —añadió—. ¿Tora? ¿Por favor? —Puso cara de cordero
degollado.
—Por supuesto,
llevar a la clériga y a un bebé demoníaco siempre es la opción sensata —aseveró
Tora—. Aun así, espero que me lo recompenses —le susurró juguetona al oído y la
nigromante no puedo más que sonreír.
—Espera, ¿con
sexo o aventuras? —dijo la nigromante, confundida.
—Con sexo
—respondió Tora con paciencia.
—Pues vamos a cobrar
nuestro sueldo —les animó Shivala—, lo repartiremos con vosotras, claro, y con
nuestro demonio, si es que le interesa el dinero.
—Luego hago la
tarta —le dijo Beleth a Tora mientras salían por la puerta, guiñándole un ojo—.
Eres la mejor.
Las hojas
secas correteaban hacia ellas como pequeños animales, mientras, la brisa
ganaba
velocidad a ratos. El otoño había dejado una noche agradable tras un día de
sol, aunque corría ese frío tenue pero presente que hacía a la piel pedir
abrigo mientras se eriza el vello. El bebé en brazos observaba todo con unos
ojos que brillaban como la luz al final del túnel, si la luz de la metáfora no
fuera en absoluto reconfortante y si el túnel fuera una pesadilla imperecedera.
Y Beleth y
Tiffany lo miraban como si fuese lo más hermoso del mundo.
Shivala y
Heidel los guiaban por entre los callejones hasta que llegaron a un modesto parque
flanqueado por la fachada de una pequeña iglesia, frente a la que se
detuvieron. —Un templo a la diosa Shar, guardiana de los secretos jamás revelados—comentó
Tora mientras tejía hechizos para proteger al bebé—, nuestro nigromante ha
adoptado una pose dramática que su disposición para humillarse a sí mismo no
puede pagar.
Heidel abrió
la puerta con un estallido de su magia, las marmóreas baldosas del suelo reflejaban
la luz de la luna en una franja iluminada. Después de que entraran, el
nigromante, en penumbra y de espaldas, se giró hacia ellos.
Shivala se
llevó la palma a la cara ante aquel ridículo espectáculo.
—Volvemos a
vernos, Be… ¿Quién demonios es toda esta gente?
—Yo soy
Tiffany, vivo en la calle Del Cerezo, en la casa de la puerta azu... —Tora y el
Beleth se apresuraron en taparle la boca antes de que siguiera con la retahíla
de datos personales totalmente fuera de lugar. Normalmente esos lapsus no le
ocurrían a menudo, pero a veces se olvidaba del contexto social más de lo
normal. Tiffany seguía murmurando cosas como podía y cuando se liberó siguió
como si nada—. Y aquí está Beleth, ese demonio al que quiere usted destruir.
Como compañera del gremio quisiera comprobar cómo lleva a cabo el proceso.
—Pero el
demonio parece estar aquí por propia voluntad… —dudó Matt.
Heidel se
acercó al nigromante, iracunda, poniéndose enfrente de él, cubierta por una capa
de fuego de aspecto inestable que parecía alimentarse de su furia.
—Te hemos
traído a tu demonio, danos nuestro dinero —exigió ella, sus ojos eran llamas contenidas.
—Perdone
—intervino Shivala, haciendo gala de una docilidad que contrastaba con su tamaño
y armamento—, hemos cumplido nuestra parte del trato y no voy a poder contener
a mi compañera mucho más: piensa que usted no quiere cumplir.
Matt decidió
tragar saliva. En algún lugar de su mente una voz no dejaba de decirle que, bien
pensado, era al demonio al que alguien debería estar intentando contener.
—No, no, si
tengo el dinero y todo… aquí tienes, aquí tienes —consiguió darle, atemorizado
y con una mano temblorosa, una bolsa de monedas a esa mujer de aspecto agresivo
que llevaba un mandoble por temor a mirar a la maga de batalla que había
comenzado a liberar un grito de batalla terrible—. Ya está, os he dado la
bolsa, ¿verdad? —suplicó él.
El fuego de
Heidel se apagó de inmediato y respondió con una sonrisa radiante y una reverencia.
Y Matt el Poderoso no supo encontrar la reacción apropiada a nada de lo
ocurrido. Todos se dispusieron a marcharse.
—¡Esperad! —exclamó
él—. ¡Beleth es mío! ¡Andariel me ha dado su poder!
—¿Andariel?
—quiso saber Tora en un susurro.
—Fue un
poderoso archidemonio hace milenios, pero ahora y a juzgar por toda esta situación…
mendiga atención, supongo — Beleth se encogió de hombros.
—¡No podéis
hacerme esto —se quejó el nigromante—, si no le doy algo a cambio de su favor,
aprisionará mi alma! ¿No podéis darme a ese bebé?
En ese momento
todos decidieron quedarse, había un sentimiento generalizado de curiosidad por comprobar
de qué creativa manera aquel tipo iba a morir.
Beleth y
Tiffany se volvieron hacia él, sus ojos eran pura ira.
Hay ocasiones
en que hasta el más idiota de los hombres se da cuenta de que esa suerte que de
alguna manera le sostenía a través de sus despropósitos se ha esfumado.
—La gente como
tú es la razón de que todo el mundo odie a la gente como tú —afirmó Tiffany.
—Tú también
eres una nigromante! —se quejó Matt.
Ella lo miró, desconcertada,
sin entender.
—Tu vida es
una huida hacia adelante apostando tu escasa dignidad en esa ilusión de control
que un demonio cuya única virtud es la paciencia te relata mientras intentas en
vano comprender dónde estás o por qué eres tan estúpido —señaló Beleth.
—Demasiadas
subordinadas, tío —le susurró Shivala.
—Emmm… ¿muchas
gracias? —respondió él a bajo volumen—. Que no exista el orden ni el destino,
humano, no va a salvarte a ti del tuyo —añadió para dirigirse después a
Tiffany—. ¿Haces los honores?
Matt, lleno de
rabia, realizó un conjuro, pronunciando una cadena de palabras llenas de un
poder que moraba en las dimensiones mazmorra y se liberaba sobre las baldosas
de aquella iglesia derramándose de cada letra que salía de sus labios, agrietando
el límite de la realidad y, en consecuencia, destruyéndole al tiempo que su
piel comenzaba a necrosarse y a deshacerse mientras su propietario aullaba de
dolor.
Nuestra
compañía de aventureros tardó unos segundos en reaccionar ante esa especie de estudio
sobre la perspectiva del cuerpo humano que cubría el suelo de rojo y vísceras
allí donde Matt el Poderoso había puesto a prueba su incompetencia por última
vez.
—Este
anticlímax ha sido muy decepcionante, necesito tarta —aseveró Tiffany.

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