Mood Indigo:
Aprovecharé mi posición como escritor de éxito para comenzar a narrar una
vivencia que muy posiblemente pueda encontrar al lector haciéndose un par de
preguntas al final del texto. Se trata de algo que podría ser mundano pero que,
como cada lectura literaria, tiene un elemento crucial que distingue la
experiencia narrada de todas las demás, siendo este elemento no otro que la
fealdad de una mujer.
Noto su inquietud, lector, preguntándose usted por qué
clase de fealdad se trata y en ese sentido he de decir, sin ánimo de decepcionarle,
que no es más que es mera fealdad física. Lo especial del caso es que se concentra
toda ella en el rostro de una sola mujer, a la que llamaremos S* a fin de
proteger su identidad.
Conocí a S* en una suerte de cita doble que había
organizado un amigo para mí (y para él y su novia de entonces, por supuesto). La
historia es como sigue: la mujer que en primer lugar debía acompañarme no se podría
presentar al encuentro a causa de una emergencia y mi amigo trató de encontrar sin
éxito a una sustituta apropiada para que, lógicamente, viniera en su lugar. Si
bien, esta mujer era la última de su lista y, por supuesto, mi amigo se
disculpó de todo corazón conmigo tras la cita.
Sin duda he de hablar de ella, de modo que pueda usted
entenderme, querido lector (tal vez lectora, si es que ha podido aguantar su
crispación y ha conseguido llegar hasta aquí). Describamos pues su fealdad,
aunque va a ser difícil ilustrar sólo mediante palabras la asombrosa imperfección
de su rostro, que aunque había de ser forzosamente fruto del azar, llevaba a
pensar inevitablemente en el esmero que la casualidad ponía en conseguir que
cada pieza del puzle estuviera tan fuera de lugar y, no obstante, encajara de
tal forma que llegaba a verse en esa cara una cierta armonía o, al menos, la
perversión de la misma. Era un monumento a todo lo horrendo del mundo en
términos estéticos sin que, a la vez, se apreciara ninguna clase de
malformación de origen genético o enfermedad. Era una obra maestra de todo lo
que no debía ser estéticamente posible en un ser humano.
Pero, comprenda, querido lector, que no lleva este relato
el título de una canción de jazz por nada, sino como prueba de lo que nos unió
aquella noche. Sepa usted que además de la trágica apariencia externa de esta
mujer había en ella una personalidad magnética, pues raramente la vida nos maldice
dos veces seguidas, siendo ella además una persona que disfrutaba del jazz,
algo muy difícil de observar entre las nuevas generaciones. Y quizás cabe detenerse
en ese hecho porque de entre todas las formas de arte es posiblemente la música
la más perfecta: no hace falta entender el idioma en que la letra de tal o cual
canción ha sido compuesta, ni que una canción tenga letra siquiera, la música
consigue ir más allá, transpasando el umbral de inteligibilidad de nuestro
pobre lenguaje, diseñado para comunicar a otro ser humano dónde estaba la
comida y dónde no los depredadores, dejando atrás nuestras terribles
limitaciones y llegando a la profundidad nuestra alma.
Como le comentaba al principio de este relato, si los
hombres y mujeres no pueden tener amistades genuinas, debido indudablemente al
componente sexual que siempre atará a un hombre y una mujer que conversen
demasiado y lleguen a congeniar en la misma frecuencia de ideas e ingenio, sepan
ustedes que ese día conseguí una amiga que todavía aún conservo, habida cuenta
de que S* era tan fea que mi mujer, ya cuando me casé, se reía de cualquier
consideración sobre el adulterio. Pero queda así claro que, quizás por una vez,
un hombre y una mujer pudieron ser amigos, e incluso buenos amigos.
Y sepan disculparme algunos de ustedes: éste no es un
relato que busque hacer enfadar al lector (ni a la lectora, si es que alguna
mujer ha seguido leyendo hasta el final). Y si en cualquier caso encontrara
usted en sí mismo enojo, siéntase libre de hacer con él lo que le plazca, ya
sabemos que la rabia es útil cuando se emplea en el momento adecuado.
Y mientras suena Fontainebleau Forest en mi tocadiscos,
me despidiré de ustedes. No olviden brindar por la fealdad, que por métodos
inciertos también nos descubre el alma.

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